Amantes bajo la noche,
solo una ilusión
solo un fugaz deseo.
Dos almas distintas,
dos cuerpos iguales
entregándose confidentes
en silencio
bajo el estrellado cielo.
Los árboles imponentes de la carretera iban y venían como una película repetida que no mostraba el fin. Lidia se dirigía de vuelta a la ciudad y los troncos se hacían presentes como figuras grotescas en esa larga y cansada noche de invierno. Ella leía en el autobús una y otra vez el diario de Ámbar, que a leguas se veía que había sido cortado en páginas convenientes y que dejaban un sabor amargo en la boca a pesar de que la gran mayoría de lo que venía escrito no eran más que poemas de amor. No existía en él ninguna pequeña historia antes de que Alan llegara a su vida. No existía tampoco el relato de los días previos al asesinato. Solo tenía en él declaraciones excesivas de un romance desenfrenado que estaba envolviendo a la abogada por la fuerza que las letras contenían.
El Doctor Santos implantó en ella, después de su inquietante historia, la duda razonable de saber si Ámbar decía la verdad. Después de todo, entre su paranoia y arrebatos, era posible que fuera sincera. Para su desgracia, los presentimientos o corazonadas no son suficientes en una sala de juicio ante un jurado cruel, que solo verá al muchacho que fue víctima de homicidio por una pueblerina sin educación que nadie va a extrañar. Tenía que encontrar pruebas, todas las que fueran necesarias. Así que, siguiendo lo que creía, fue en busca de ellas hasta un lugar que podía decirle más.
El día resultó ser agotador. Lidia ahora se encontraba en el asiento de autobús que la llevaba hasta su hogar. Mientras repetía un párrafo en la mente, el recuerdo de lo que había vivido unas pocas horas antes la asaltó. Con la piel estremecida trajo a su cabeza el momento en que sus pies tocaron esas tierras perdidas.
El viaje hasta el pueblo de Ámbar había sido de más de tres horas de camino y varios transbordes incómodos. Y su corazón latió de una forma distinta cuando llegó y descubrió con gran tristeza que el lugar no era para nada como se lo describió cuando habló de él: «Mi hogar está entre las montañas… Es un pueblo mágico, pequeño pero hermoso. A veces llegan turistas a visitarnos, les gusta visitarnos, conocernos», recordó. Ese sitio, que debía ser hermoso, que tenía que ser mágico, era en realidad casi un pueblo fantasma. Parecía como si un ho.lo.caus.to invisible hubiese pasado por ahí, dejando una huella aterradora y doliente tras él; incluso las plantas se notaban ausentes de vida y no se veían demasiados animales como debería por estar en una zona boscosa.
Las casas, en su mayoría abandonadas, estaban casi o por completo destruidas; los establos no tenían rebaños; el aire olía distinto, como a cementerio. El pueblo lucía como si un fuego hambriento lo hubiera consumido con saña y maldad, dejando todo ennegrecido y roto. Había gente, ¡sí que había!, pero no la suficiente como para decir que ahí existía una comunidad.
«¿Qué reflejan esos rostros grises que andan por ahí como caminantes perdidos?», se cuestionó confundida y afligida, acariciando la ventana empañada al rememorar la pobreza en la que sobrevivían esas personas.
Una insondable amargura la abordó cuando se reafirmó que las declaraciones de su joven cliente estaban siendo demasiado increíbles como para tomarlas en serio... ¿Y qué más daba? Ya había viajado hasta ese punto y no le quedó más que intentar recolectar pruebas de su inocencia, si es que existían.
Recapituló su visita de inicio a fin con sumo detalle:
Las interrogaciones concretas eran la mejor forma de iniciar con su investigación y ella llevó definida la lista en la libreta: ¿Qué saben de la víctima? ¿Con qué nombre lo conocían? ¿Qué pueden decir de su paradero? ¿Quién es Samanta?... En sus averiguaciones también venía anotado el saber qué opinaba la gente sobre Ámbar, cómo la veían y qué descripción podían darle de su comportamiento antes de que llegara Alan, o como se llamara... El segundo paso era buscar al abuelo y al hermano de la chica ya que la poca comunicación que había tenido con don Manuel, como se llamaba el anciano, fue solo por teléfono, incluso su contratación. Su pago fue enviado por servicio postal.
Cuando llegó la hora de buscar testigos, recorrió incómoda unos cuantos metros la calle principal que, para su sorpresa, seguía siendo empedrada, como lo eran antes en las ciudades. Se sentía como si estuviera caminando en el pasado. Las puntas de sus tacones se enterraban a cada momento entre las piedras, haciéndola tambalear más veces de las que hubiera querido. Pronto unas llagas rojas cubrieron sus talones, pero no eran lo bastante dolorosas como para detenerla.
Con la mirada buscó una casa que no se encontrara en ruina total, hasta que dio con una donde salía humo de un horno de piedra. Aclaró su garganta, se acomodó el cabello que ese día llevaba suelto, abrochó el abrigo que agradeció llevar y luego tocó segura la puerta podrida y medio suelta un par de veces. Segundos más tarde una mujer mayor, regordeta, vestida con una falda larga azul claro tejida con flores y una blusa anaranjada, peinada con una trenza negra que le llegaba casi a las caderas, atendió al llamado.
—¿Sí? —atendió con rudeza, dejando ver las enormes arrugas que cubrían su rostro moreno y cansado.
—Buenas tardes —saludó amable y extendió la mano sin obtener respuesta—. Mi nombre es Lidia Castelo, abogada de la señorita Ámbar Montero. ¿Podría usted proporcionarme cierta información que ayudará al caso que estoy llevando? ¿Permitiría que le haga unas cuantas preguntas?
La mujer la observó con apatía y emitió un gruñido de molestia como si fuera un animal acorralado.
—No tengo más que decir que ojalá a ese monstruo, porque eso es lo que es: ¡un monstruo!, la condenen para siempre y se pudra en esa cárcel por el resto de sus desgraciados días —dijo furiosa y se dispuso a cerrarle.
Lidia sostuvo con ambas manos, con la mayor suavidad que pudo, la puerta para impedirle que cerrara. Las respuestas tenían que salir y ella sabía insistir si se veía orillada a hacerlo.
—¡Por favor, deme la oportunidad de saber algunas cosas! Las necesito para trabajar. ¿Por qué se refiere de esa forma a la señorita Ámbar? ¿Qué fue lo que le hizo? —cuestionó con una voz dulce pretendiendo transmitirle confianza.
La mujer la observó apática. Soltó la puerta, resopló y se plantó firme.
—Mire, señora, veo que es una señora de mundo con sus zapatitos bonitos y su champú que apesta a rosas hasta donde estoy. Voy a decirle una cosa y espero que se lo grabe muy bien: estas tierras no están hechas para personas de su tipo, son peligrosas, esconden verdades que los que son como usted consideran "leyendas" o "mitos", porque no saben qué otro nombre ponerle a lo que les provoca miedo. Hágame caso y váyase, no hay nada aquí que le ayude. Esa muchachita Ámbar debe tener lo que se merece —puntualizó sombría, demostrando que se sentía segura de cada palabra que dijo.
Un repentino escalofrío estremeció a la abogada cuando se dio cuenta de que en realidad temía estar allí, entre tanto rezago y tantos secretos ocultos entre las casas y los árboles que parecían murmurar cuando el aire violento chocaba contra ellos.
—Es mi trabajo y tengo que hacerlo... —exclamó, queriendo distraerse para que la desagradable sensación se fuera y poder continuar con su investigación—. Escuche, ella es muy joven todavía y ahora se encuentra delicada de salud, además de que dice cosas que no comprendo. Le daré un ejemplo para saber si puede ayudarme. Entre sus declaraciones me ha confesado que un... —dudó un instante, pero tenía que decirlo tal cual a pesar de lo ridículo que sonaba—, un demonio vivió aquí, en este pueblo. ¿Usted... usted sabe algo sobre eso? —A pesar de su experiencia, se sentía nerviosa, porque sabía que su pregunta no era una que haría en otro caso.
¡¿Un demonio?! —se burló la mujer y tocó su frente con la palma de su mano—: Sí, eso pasó. El mismo Kisín[1] lo parió. El día que la tierra tembló él vino para destruirnos. ¿No lo ve? —Con un dedo señaló hacia la calle que dejaba ver el deplorable paisaje—. Estamos muriendo por su culpa. Ahora yo quiero que me diga: ¿esa muchacha[2]tonta también le dijo que fue su cómplice? ¿Qué lo ayudó a hacer todo esto?
Lidia no esperaba la afirmación de la existencia del demonio de los relatos de Ámbar, pero la pregunta que la mujer le hizo después la dejó helada.
—¿Cómplice? —le preguntó sin creerlo—. ¿Cómplice de qué?
—¡De lo que ve! ¡Nos hicieron polvo! —Apuntó hacia su casa y luego a las cruces que se levantaban lúgubres en gran número en el camposanto que se situaba a menos de doscientos metros—. Todo quedó reducido a cenizas, incluidos nosotros.
Una voz ronca dentro de la casa logró que la mujer intentara de nuevo cerrar la puerta, pero un anciano apareció por detrás, abriéndola esta vez de par en par y ambos viejos se plantaron en la entrada con Lidia frente a ellos.
—¿Quién es usted? —se dirigió el hombre hacia la abogada.
De inmediato Lidia realizó la pertinente presentación y por un par de minutos la pareja se observó como si así se comunicaran. Luego vio que la mujer ingresó a la casa y el anciano la invitó a pasar por fin. Ella lo siguió sin dudarlo. Allí, pudo observarlo con atención: delgado, estatura media, más o menos de unos ochenta años, con la espalda curveada por la edad y la piel requemada y llena de paño. Caminaba con esfuerzo, apoyado sobre un palo tallado que tenía que ser su bastón. La condujo hasta lo que era la sala... o lo que quedaba de ella ya que no contaban más que con dos sillones acabados y quemados en varias partes de la tela roja.
—Le agradezco que me dé la oportunidad, señor.
—Siéntese donde guste, mi mujer fue por café. —Apuntó con su bastón a los viejos sillones y él se quedó de pie—. Vamos a llamar a algunos vecinos, los que quedan. Podrá hacerles preguntas, pero si nadie quiere hablar es todo lo que tendrá, ¿entiende? —le avisó en un tono más amable que el de su esposa.
—Es muy amable, pero es más cómodo para mí estar de pie. Lo que sea que pueda conseguir, servirá y con su apoyo me ahorrará mucho tiempo.
El comportamiento de la pareja era inescrutable, pero esa era la oportunidad que necesitaba para obtener más información y tenía que actuar con sumo cuidado.
La mujer llegó con un par de tazas de café. Mostraba una expresión de desaprobación, pero no rebatió la decisión de su esposo. Después de entregar las tazas, salió a la calle y regresó en menos de cinco minutos.
Para asombro de Liria, la gente comenzó a llegar en poco tiempo y la mayoría ingresó a la casa, que era espaciosa por la falta de muebles. Cada persona que pudo contemplar llevaba dibujado en el rostro un gran recelo. Un tanto tensa, se preparó para dar inicio, esperando conseguir información útil. Se envaró y se posicionó en medio de la sala.
—Primero que nada agradezco su ayuda. He venido hasta aquí... —intentó presentarse, pero fue interrumpida de manera abrupta.
—Sabemos a qué vino. Tal vez somos gente sin una educación como la suya, pero no somos estúpidos —habló un joven de unos quince años con una voz hostil.
—Disculpe a mi hijo, no recibimos a extraños desde la última vez. —Una mueca de tristeza cruzó por la cara de la señora que intervino y luego prosiguió—: Díganos, ¿qué quiere saber? Sea rápida, por favor, hay muchos quehaceres que terminar. No podemos estar perdiendo el tiempo si queremos comer hoy.
Castelo fue directo al grano.
—¿Qué pueden decirme al escuchar el nombre: Gabriel Alcalá? —los cuestionó, usando el nombre real de la víctima.
Nadie respondió y parecían confundidos.
—Yo no lo conozco —dijo el dueño de la casa.
¡Al menos era un punto a favor para Ámbar! Ninguno allí lo identificó.
—¿Y qué me pueden decir de Alan N?
El bullicio se disparó cuando ella lo pronunció. Sonaban furiosos y algunos maldijeron al hombre.
—Lo que sea que ese tal "Alan" haya sido, ¡no merece ser nombrado! Recuerden que si se nombra al mal, le abrimos la puerta. Es mejor no llamar tampoco a uno de sus retoños —advirtió severa una anciana.
Pero la gente hizo caso omiso y continuaron condenándolo.
Lidia sabía que necesitaba calmarlos antes de que se desatara algo peor. Aclaró la garganta, levantó la cara y volvió a tomar la palabra.
—Podrían decirme qué fue lo que hizo. Es necesario que me lo sepa. Tendré absoluta discreción si así lo desean.
Su intervención no funcionó, hasta que el viejo del bastón caminó hasta Lidia y los presentes callaron.
—Ese hombre —exclamó pensativo—, no sé qué buscaba o a qué vino, pero sí puedo decirle que es el culpable de que estemos viviendo en la miseria. Ámbar era una buena muchacha, siempre le ayudaba a llevar la bolsa del mandado a mi mujer, pero él la contaminó con toda esa maldad que cargaba. A la niña que usted busca proteger ya la perdimos desde hace tiempo, no busque salvarla porque no va a poder. Ella está muerta ya.
—¡Se hicieron amantes! —gritó un hombre adulto con aspecto rudo, interrumpiendo la declaración del anciano que estaba sonando más aterrizada—. Eso es lo que quería saber, ¿no? Ella lo ayudó a que creyéramos que era una buena persona, hizo que nosotros lo aceptáramos como uno más del pueblo, y cuando le dimos la confianza ¡nos traicionó! —Su rencor se podía notar.
Todo lo que escuchaba le hizo saber que ellos creían en serio que un demonio había vivido allí, que la víctima no era un humano. Ese era un pueblo que mantenía sus costumbres y creencias, tal vez por eso aseguraban tales cosas. Era necesario obtener más información y usó su último recurso.
—¿Y qué pueden decirme de Samanta? —soltó sin piedad—. ¿Alguien sabe algo de ella?
La muchedumbre se quedó en completo silencio, como si ella hubiera lanzado una blasfemia.
—Creo que es hora de que nos retiremos —los alentó el anciano del bastón cuando escuchó el nombre, pero su mujer salió de entre la gente y caminó con la vista clavada en los ojos de Lidia, como si estuviera hipnotizada.
—Samanta es mi nieta —afirmó con una profunda tristeza—. Es hija de uno de mis hijos que falleció hace dos años en un accidente de trabajo. Su madre se nos fue en el incendio. Y no, no sabemos en dónde puede estar. Desapareció un día y no la volvimos a ver. Estoy casi segura de que ya está en compañía de sus difuntos padres —Se secó las dos lágrimas que se permitió derramar ante los demás.
—¿Por qué no reportó su desaparición? —indagó la abogada con el tono más dulce que pudo para no herir de más.
El anciano no profería palabra. Por su expresión, se podía saber que le dolía la verdad que su esposa confesó.
—Aquí no se hace justicia para quienes no pueden pagar a gente como usted —continuó más enérgica la señora—. Si logramos que "la justicia" ponga atención en nosotros, lo primero que dicen son cosas como: fue un ajuste de cuentas, se fugó con el novio, seguro cruzó para el otro lado... Dígame, ¿vio en las noticias algo sobre lo que nos pasó? Porque nosotros solo sabemos que en el periódico sale la nota una y otra vez del homicidio de un “joven inocente”. A la televisión y a todos esos políticos que vienen muy amables a pedirnos nuestro voto no les interesamos. Somos los “indios” ignorantes, somos fantasmas sin importancia. Ellos creen que si la gente de ciudad piensa que no existimos vamos a desaparecer; supongo que en gran parte eso es verdad.
—¡Creo que ya le dijimos lo que quería! Pueden irse a sus casas, gracias por venir —avisó el viejo a la muchedumbre. Luego se acercó a su esposa y se la llevó para consolarla.
Las personas comenzaron a dispersarse sin despedirse, hasta vaciar por completo el lugar.
Castelo se mantenía pensativa todavía cuando, de pronto, sintió una fría mano que la sujetó del brazo con ligera brusquedad. Veloz giró a ver quién era y descubrió a una joven que la condujo fuera de la casa. Calculó que tenía más o menos dieciocho años y llevaba puesto un bonito vestido morado.
Ella caminó en silencio y su brazo fue liberado hasta que pisaron la vacía calle.
Antes de irse, quiso hacer una última pregunta.
—¿Dónde puedo encontrar a la familia de Ámbar?
La muchacha se mostró incómoda. Dio media vuelta, avanzó un poco, pero volvió sus pasos para responderle.
—Señora, no se meta de más —le pidió gentil, aunque lo hizo bajando el tono de su voz como si estuviera a punto de decirle un secreto. Observó de lado a lado, asegurándose de que no hubiera nadie cerca y casi susurró las siguientes palabras—: Usted no debió venir aquí. Es poco seguro. Los familiares de Ámbar se fueron después de que la policía se la llevó. No podían quedarse porque su honor fue manchado. Así que le aconsejo que regrese a su casa. —De un momento a otro, sus ojos se pusieron vidriosos—. Solo ocúpese de lograr que salga libre.
—Eso es lo que intento. —Lidia dedujo que esa joven era la persona perfecta para informarse como quería porque le habló como si quisiera comunicarle algo más, y no pensaba desperdiciar la oportunidad.
—Espero que haya recibido mi paquete —se aventuró a decir en confidencia.
La abogada abrió los ojos de par en par.
—¿Tú lo enviaste? ¿Cómo sabías la dirección? ¿Dónde lo encontraste? ¿Por qué le faltan hojas?
—¡Estos citadinos! Creen que vivimos en cuevas y comemos carne cruda —se burló y luego dejó ver en su rostro un brillo de esperanza—. Espero que le sirva. No sé dónde están las demás hojas, así lo encontré tirado entre los maizales… y preferiría que esto quedara entre nosotras. Mi padre se enojará si se entera, y cuando se pone de malas él… usted me entiende.
Lidia movió la cabeza de arriba a abajo. Ella le hizo saber que temía por su bienestar y sintió empatía por ella porque su crianza fue también complicada, por así decirlo.
—Entiendo que hubo un incendio, pero ¿cómo pasó?
—Sí, lo hubo —confirmó—. Tuvimos muchos muertos ese día, el fuego se los llevó, y a otros no nos dejará olvidarlo. —Decidida alzó la manga larga de su blusa y mostró el brazo izquierdo que se encontraba cubierto, desde el hombro hasta los dedos, por una amplia cicatriz—. La verdad es que no sabemos bien cómo pasó —comenzó a narrar, vigilando nerviosa que no la descubrieran—. Una noche estábamos todos bien, y a la mañana siguiente, los que tuvimos la suerte de despertar, vimos lo poco que había quedado del pueblo. La mitad de nosotros estaban muertos, otros heridos y nuestras casas destruidas. Ámbar era mi amiga, yo la quiero mucho, pero ese día no la reconocí. Ella llegó caminando como perdida y hablaba muy rápido. Intentó explicarnos lo que sabía, pero la gente escuchó solo lo que quiso... El problema fue que parecía una loca, se desesperaba y gritaba, y la culparon de todo. Luego vinieron por ella, la gente la acusó de todo, y no la volvía ver... —Se puso más seria y se acercó tanto a Lidia que le volvió a sostener el brazo—. Señora, no quiero ser grosera, pero le recomiendo que se vaya antes de que se haga de noche. Puede volverse un mal lugar si no es de por aquí. Verá, si pone la suficiente atención, se dará cuenta de que los cuervos susurran, y en sus susurros dicen que algo malo sigue entre nosotros. No queremos que despierte de nuevo.
Un escalofrío inesperado cruzó por su espalda al ver volar a un par de cuervos cerca de su cabeza. Sus graznidos casi la ensordecen y el ambiente se percibió tan denso que le costaba más respirar.
—Estoy por irme.
—¡Váyase ya! Y por favor, dígale que la extraño mucho. Me llamo Mati.
La joven le agradeció el preocuparse por su amiga, se despidió y después se fue.
Antes de llegar a ese pueblo, Lidia había imaginado que hallaría todo lo contrario a lo que en realidad encontró. Y por primera vez sintió la necesidad de volver a la seguridad de su casa. Un miedo más fuerte le recorrió todo el cuerpo y la hizo apresurarse a irse de allí, convencida de que no volvería jamás.
El teléfono vibró cuando la señal la alcanzó en el viaje de vuelta y un número desconocido se marcó en el identificador.
—Llamo para informarle que...
Las siguientes palabras que escuchó lograron que acelerara al máximo cuando por fin estuvo dentro de su automóvil.
[1]Según los lacandones Kisin, también llamado Ah Puch, era el dios de la muerte, ya que habitaba el noveno estrato del inframundo, el más profundo, y era quien tenía lo controlaba.