**ALONDRA**
También pienso en la familia de Biby: sus rostros abiertos, sus sonrisas sinceras, esa forma de mirarme con cariño y comprensión que nunca me había hecho sentir menos. Ellos han sido una luz en los momentos más oscuros, una esperanza que ahora me regala un futuro lleno de promesas y nuevas oportunidades.
La noche me abraza con su silencio, pero en mi interior arde una chispa de esperanza, de que este encuentro será el comienzo de algo diferente. Aunque el miedo aún susurra en mis oídos, también hay una parte de mí que empieza a creer en la posibilidad de un nuevo capítulo.
El taxi se detiene frente a la imponente casa, una estructura de arquitectura moderna que parece emerger de un sueño. Luces cálidas y acogedoras iluminan el jardín perfectamente recortado, haciendo que todo parezca brillar con una magia especial. Por un instante, siento que he llegado a otro mundo, uno donde todo es posible.
Pagué al taxista, bajé con cuidado y caminé despacio hacia la puerta principal. Respiré hondo, el corazón latiendo fuerte en el pecho. El silencio de la noche lo envolvía todo, mientras la incertidumbre y la emoción se entrelazaban en mi interior. Es ahora o nunca. Estoy tocando el timbre, con la mano temblorosa, consciente de cada pulsación.
La puerta se abre de par en par, revelando a un hombre alto, vestido con un esmoquin impecable. Por un segundo, me quedo paralizada, sorprendida por la elegancia y el misterio que irradia. “¿Un pingüino? ¿Estoy en una película?”, susurré para mí misma, una sonrisa traviesa asomándose en mis labios.
Me contengo para no reírme en su cara, pero una chispa de humor y maravilla ilumina mi interior. La diferencia entre mi mundo y este, tan lleno de brillo y perfección, parece absurda y maravillosa a la vez. Antes de que pueda pronunciar una palabra, una voz familiar rompe mi trance.
—¡Alondra! — exclama Biby, bajando los escalones con una energía vibrante que contagia. — ¡Qué alegría que llegaste! ¡Te ves increíble!
Me abraza con fuerza, su calor y entusiasmo, disipando cualquier temor. Me aferro a ella, sintiendo que en ese abrazo se funden todos mis miedos y dudas, recordándome que no estoy sola en esta aventura. A su lado, sus padres me observan con sonrisas cálidas y miradas llenas de ternura. Él, con una postura elegante pero sin arrogancia, y ella, con un vestido sobrio que refleja sencillez y gracia.
Con un movimiento suave, la madre de Biby toma mis manos entre las suyas, transmitiéndome una confianza que me envuelve. —Gracias por todo —musité, con la voz entrecortada por la emoción—. No sé cómo agradecerles lo que han hecho por mí.
—No tienes que agradecer —responde ella, con una dulzura que acaricia el alma—. Sabíamos que lo lograrías. Tú eres quien se ganó esta oportunidad. Solo te dimos un pequeño empujón.
En ese instante, siento que el peso de la noche se disipa, reemplazado por una esperanza renovada y la certeza de que, con su apoyo, todo es posible. Su padre asiente, y añade con una voz firme, pero cálida: —Lo que hicimos por ti, lo haríamos mil veces más. No por obligación, sino porque personas como tú merecen llegar lejos. Y estamos orgullosos de ti.
Una emoción profunda me aprieta el pecho, casi como si una corriente eléctrica recorriera mis venas. No estoy acostumbrada a ese tipo de reconocimiento, mucho menos a ese nivel. Es un momento que me deja sin aliento, una sensación de ser vista en toda mi esencia, sin máscaras ni prejuicios.
Por primera vez en mi vida, experimento la sensación de haber sido realmente vista. No como “la chica estudiosa del barrio” ni como “la amiga humilde de Biby”, sino como Alondra: aquella que se ganó su lugar a pulso, con esfuerzo y determinación.
—Vengan —dice Biby con entusiasmo contagioso—. La cena está por comenzar. Y no me vas a creer quién ya llegó…
Antes de que pudiera preguntar, una figura aparece desde el fondo del salón, y mi corazón se detiene por un instante. No es lo que esperaba. Es la abuela de Biby, viniendo en una silla de ruedas. Ella ya no conoce a nadie, pero sigue siendo simpática. La saludé con un beso, ella me agradeció y no dejaba de preguntar quién era yo. Es una ternurita.
—¡Ven, vamos al salón! —dijo Biby, tomándome de la mano con esa energía que la hacía parecer una ráfaga de viento alegre.
Asentí, pero de pronto, una sensación urgente me invadió. Mi estómago se retorció de los nervios y la presión en mi abdomen me recordó que había olvidado algo esencial entre tanto entusiasmo: ir al baño.
—Biby… ¿Puedo usar tu baño un momento? —pregunté, sintiéndome torpe por detener el momento.
—¡Claro! —respondió con una sonrisa—. Ve hasta el final del pasillo, a la derecha. No te vas a perder.
Eso pensaba yo también. Me adentré por el pasillo, y lo que encontré fue un mundo completamente ajeno al mío. Los suelos brillaban como espejos, las paredes estaban adornadas con arte que parecía salido de un museo, y cada detalle —desde las molduras en el techo hasta las manijas doradas de las puertas— hablaba de una vida que hasta hace poco solo había visto en revistas o películas.
Pasé una puerta, luego otra. Me detuve frente a una que parecía estar en el lugar indicado y la abrí con cuidado. Pero no era el baño. Era una habitación inmensa, silenciosa, perfectamente decorada, con una cama King cubierta de sábanas blancas impecables, un escritorio de madera oscura, y un ventanal que ofrecía una vista panorámica de la ciudad iluminada. Me quedé en el umbral, dudando, a punto de retroceder y cerrar la puerta con discreción, cuando de repente… un sonido me congeló.
La puerta del baño dentro de la habitación se abrió lentamente, dejando entrever una silueta que parecía emerger de un sueño. Mi corazón dio un vuelco, acelerado por la incertidumbre y la sorpresa. Entonces, lo vi.
No era un señor mayor de barba blanca que había imaginado durante días. Ni el benefactor, con aire paternal al que había estado a punto de agradecer. La figura que apareció en la puerta era completamente diferente: un hombre joven, de unos treinta y tantos años, alto, con el torso aún húmedo por la ducha. Su cabello oscuro se pegaba en la frente, y una toalla blanca, ajustada a su cintura, dejaba entrever una piel bronceada y tersa. Gotas de agua caían lentamente por su cuerpo, reflejando la luz de la habitación e intensificando su presencia casi irreal.
Era el tipo de hombre que desafía la realidad, que parece salido de un lienzo perfecto. Su cuerpo parecía esculpido por un artista obsesionado con la perfección, y su presencia, incluso en silencio, era capaz de dejar sin aliento. Pero lo que más me atrapó fue su mirada: penetrante, seria, cargada de una intensidad que parecía atravesar mi alma. Como si pudiera leer todo lo que pensaba, todo lo que sentía, sin decir una sola palabra.
Nuestros ojos se cruzaron. Y en ese instante, la fantasía se transformó en caos.