CAPITULO TRES

1215 Palabras
**ALONDRA**  Mi mamá siempre ha sido así: fuerte, callada, realista. Sabe lo que cuesta ganarse un lugar en este mundo. Conoce lo que se siente ser mirada de arriba a abajo, como si valieras menos por no vestir de cierta forma o hablar con ciertas palabras. Me arrodillo frente a ella y le tomo las manos. —Mami, te entiendo. De verdad. Pero esta vez… quiero intentarlo. No quiero que el miedo me detenga. No quiero seguir creyendo que hay puertas que no puedo tocar. Yo sé quién soy. No voy a mentir para encajar. Solo quiero agradecerles. Ser yo misma. Ella me mira largo rato. Sus ojos se llenan de lágrimas que no llegan a caer. —Solo prométeme que no vas a dejar que te hagan sentir menos. Asegúrame que, pase lo que pase esta noche, vas a recordar quién eres. Lo lejos que has llegado. Lo fuerte que eres. —Te lo prometo, mami. Ella asiente, y con ternura me acomoda un mechón de cabello detrás de la oreja. —Entonces ve. Y brilla, como sé que lo harás. La miro, y por primera vez comprendo de verdad su preocupación. No es solo por educación o por miedo al ridículo. Es algo más profundo, más íntimo. Mi madre ha trabajado toda su vida para que yo no tenga que vivir lo que ella vivió, para que no sienta vergüenza por no tener, para que nunca me miren con lástima o desprecio. Le duele estar enfrente de un mundo que puede juzgarme por mi origen, por la ropa que uso, por la manera en que hablo. Y, aún más, le duele no poder protegerme de eso. Me acerco a ella, le tomo las manos con suavidad y, con la voz firme, pero llena de cariño, le digo: —Mami, te prometo que me voy a portar bien. Voy a ser la mejor versión de mí misma. Voy a demostrarles que me gané esta beca, que merezco estar aquí. Y le daré las gracias al señor que me la concedió, como se merece. Sus ojos se llenan de una mezcla de amor y miedo, de esperanza y orgullo. Sus labios se curvan en una sonrisa cálida, esa que siempre me daba fuerzas cuando era niña y lloraba por no tener lo que otros tenían, esa que ahora me abraza con tanto cariño. —Sé que lo harás, mi amor —me dice, con una ternura que atraviesa el alma—. Eres una chica brillante, de buen corazón. Solo sé tú misma. Con eso basta. Ellos lo verán. Yo ya lo veo en ti, en cada pequeño gesto, en cada sueño que compartimos. Nos abrazamos, y en ese abrazo no hay solo un contacto físico: es un escudo, un refugio, una promesa silenciosa entre madre e hija. Su calor me envuelve, y por un momento, quisiera quedarme allí, envuelta en ese abrazo para siempre. Pero esta noche es importante. La noche en la que doy un paso más cerca de mi futuro. Y en ese abrazo, me hago una promesa: no voy a fallarle. Ni a ella, ni a mí misma. No llevo maquillaje. Nunca lo he hecho. Pero mi piel tiene un brillo natural, uno que nace de la emoción que me recorre entera. Me paso los dedos por el cabello, lo acomodo con cuidado, y, por primera vez, no me critico frente al espejo. Solo sonrío, con la certeza de que hoy, soy más fuerte que nunca. Hoy, no soy solo Alondra, la chica humilde del barrio. Soy una soñadora con alas propias, lista para enfrentar lo que venga, con la esperanza intacta y el corazón lleno de orgullo. Hoy soy Alondra, la futura estudiante de Stanford. Un sueño hecho realidad de mi madre, la prueba tangible de su amor y sacrificio. Eso se agradece. Después de casi una hora de darle forma a todo lo que llevo encima, suspiro y me digo a mí misma: llegó el momento. Antes de salir de la habitación, me acerco al cuarto donde ella ya descansa. La encuentro dormida, rendida tras su largo turno. Su respiración profunda y pausada revela el cansancio que lleva en el alma. La luz tenue de la lámpara acaricia su rostro, y en ese instante la veo con más claridad: sus ojeras oscuras, sus manos desgastadas por el trabajo, las pequeñas arrugas que el tiempo, la vida y el esfuerzo han dejado en su piel. En la silla, como cada noche, su uniforme de limpiadora está cuidadosamente doblado. Es el mismo que usa cada día para limpiar donde nadie sabe su nombre, donde todos caminan sobre pisos relucientes sin detenerse a pensar quién los dejó así. Un nudo se forma en mi garganta, áspero y espeso. Ella nunca se queja. Nunca pide nada. Solo da, sin esperar nada a cambio. Me acerco despacio y me inclino para besarla en la frente, con la ternura más profunda que tengo. —Te amo, mami —susurré en un acto casi sagrado, como un secreto que guardo en lo más profundo de mi corazón. Ella no se despierta, pero en su rostro aparece una pequeña sonrisa, como si pudiera escucharme desde algún rincón del sueño. Salgo en silencio, con pasos decididos, y el corazón latiendo con fuerza. No llevo joyas. Ni tacones caros. Pero camino con la frente en alto, con la dignidad intacta. Porque esta noche, llevo el amor de mi madre como una corona y su sacrificio como un estandarte. Ella me enseñó que los verdaderos logros no se miden en títulos ni en riquezas, sino en el amor, la entrega y la esperanza que llevamos en el alma. Aunque yo he decidido seguir la riqueza y la gloria, me río de mis pensamientos locos. Hoy, camino hacia Stanford, con la certeza de que su sacrificio no fue en vano, y con el firme compromiso de hacerla sentir orgullosa de mí. El taxi me espera en la esquina, justo donde la lámpara del poste parpadea con una irregularidad que parece reflejar también mis nervios. Subo con cuidado, acomodando la falda del vestido sobre mis piernas temblorosas, sintiendo cómo cada movimiento se vuelve un acto de valentía. Le doy la dirección de la casa de Biby con voz clara, aunque por dentro soy un torbellino de pensamientos, una mezcla de ansiedad y esperanza. El viaje, aunque breve, se vuelve eterno en mi mente. Cada minuto se arrastra, como si el tiempo quisiera ponerme a prueba, jugar con mis sentimientos. Las luces de la ciudad se filtran por la ventana, pasando rápidamente y reflejándose en mis ojos como estrellas fugaces que desaparecen antes de poder atraparlas. Me pregunto cómo será la cena, si sabré comportarme, si encontraré las palabras correctas para no parecer una intrusa. En mi imaginación, visualizo al señor Alexander: un hombre mayor, con barba blanca y mirada amable, cuya voz profunda transmite confianza y calidez. Lo imagino como un benefactor sabio, de esos que han leído mil libros y recorrido mil países, que siempre tienen una historia que contar y una sonrisa que tranquiliza. Me lo imagino tendiéndome la mano con una calidez genuina, recibiéndome como si ya supiera quién soy, como si siempre hubiera creído en mí, incluso en mis momentos más oscuros. Ha de ser un adorable anciano.
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