**ALONDRA**
Mientras me termino de arreglar frente al espejo, con los dedos temblorosos y el corazón palpitando como tambor de guerra, Biby, sentada en mi cama con las piernas cruzadas, me observa como si fuéramos niñas otra vez jugando a disfrazarnos. Pero esta vez es real. Esta vez será mi noche.
—Alondra, aún no sabes lo mejor —dice de pronto, con un brillo travieso en los ojos—. Esta cena no es solo para celebrarte. Es en honor a un benefactor muy importante de la universidad.
Me giré hacia ella, ajustándome uno de los pendientes que me prestó. —¿Un benefactor?
—Mi tío Alexander va a estar aquí —responde, con una mezcla de orgullo y emoción—. Él es el principal benefactor de Stanford. Gracias a él, mi padre logró conseguirte la beca.
Me quedé en silencio un instante. El nombre Alexander resuena en mi mente como un título de novela. Alexander Sterling. Me suena a alguien con historia, con peso. En mi imaginación, aparece como un hombre mayor, con barba canosa y bien recortada, traje de tweed, barriga prominente y esa mirada cálida de los sabios que han vivido mucho y aún conservan la ternura en la voz. Un caballero amable y generoso, que dedica su fortuna a cambiar vidas desde las sombras.
—¡Qué tierno! —digo, conmovida—. Me encantaría darle las gracias en persona. Es tan… noble de su parte.
Biby se ríe, divertida por mi expresión. —Te va a caer superbién, ya verás. No es como esos empresarios que solo piensan en números. A pesar de estar siempre ocupado y viajando de un país a otro, siempre hace tiempo para la familia. No es el típico hombre de negocios aburrido. Tiene un carisma… no sé cómo explicarlo. Lo vas a ver tú misma.
Yo me imagino la escena. Me acerco a él con los ojos brillando de gratitud, le doy un gran abrazo —quizás algo torpe, pero genuino— y le digo con una sonrisa de oreja a oreja. “Gracias por todo, señor Alexander. Usted cambió mi vida.”
Y por dentro, sentiría que no bastan las palabras para expresar lo que ha significado para mí. Pero en medio de esa fantasía, la inseguridad me muerde como una sombra que no se va. Bajo la mirada hacia mi reflejo. Sí, la ropa es preciosa. Biby y su mamá me han arreglado como nunca. Pero…
—Biby, espera… —digo, bajando la voz—. No sé. Es un hombre tan importante, y yo… yo no sé comportarme en cenas así. No sé de qué hablar, qué decir, cómo moverme siquiera. No tengo modales de etiqueta. De ningún modo quiero parecer una torpe delante de él.
Biby se levanta de la cama de un salto y camina hacia mí. Me toma las manos con firmeza, obligándome a mirarla a los ojos.
—¡Alondra! Tranquila —dice, con la dulzura y convicción, que solo una amiga de toda la vida puede tener—. Mis padres lo saben. Te conocen. Saben todo lo que vales. Eres brillante, eres divertida, y tienes un corazón tan noble que hasta mi abuela lloró contigo la vez que contaste tu historia.
Una sonrisa se dibuja en mi rostro al evocar aquel día fortuito. Recuerdo vivamente la tarde en que, al salir de la escuela, un suceso inesperado marcó un antes y un después en mi vida. Fue una casualidad, un instante fugaz que, sin embargo, grabó su huella en mi memoria. Mientras caminaba despreocupadamente, mis ojos captaron una escena que demandaba mi atención inmediata: una anciana, a punto de caer del automóvil. Sin dudarlo, actué por instinto, movido por un impulso irrefrenable de ayudar.
Logré evitar su caída, sosteniéndola con firmeza y aliviando el peligro inminente. Poco después, el destino me reservaba una grata sorpresa. Me presentaron a Biby, la nieta de la señora, a quien había auxiliado. Desde aquel encuentro, mi vida tomó un nuevo rumbo, transformándose de una manera que jamás habría imaginado. Aquel acto de bondad, nacido de la pura casualidad, abrió las puertas a un capítulo completamente nuevo en mi existencia.
—No te preocupes por el protocolo —continúa—. No tienes que ser nadie más que tú. No importa si comes con la cuchara equivocada o si no sabes qué copa es para el agua. Ellos no te invitaron por eso. Mi padre te quiere ahí porque te respeta. Porque cree en ti. Y créeme, Alexander también lo hará —su voz se suaviza aún más, y su mirada se llena de ternura—. Esta noche es tuya, Alondra. No le puedes decir que no.
Sus palabras son un refugio ante mis dudas. Cierro los ojos y me reafirmo: sí, puedo, pertenezco. Al abrir los ojos, me veo en el espejo y sé que no soy una impostora, sino una joven a punto de cambiar su vida.
—Está bien —digo con una sonrisa tímida pero firme—. Vamos a ir.
Biby me guiña el ojo. —Así se habla, futura estudiante de Stanford.
Mi corazón late con fuerza. Es cierto. No puedo decir que no. La oportunidad de conocer a la persona que me ha dado el impulso para alcanzar mi sueño es demasiado grande como para dejarla pasar. Respiro hondo, me observo una última vez en el espejo y me repito en silencio, como un mantra que me sostiene:
“Alondra, tranquila. Solo sé tú misma. Nada puede salir mal.”
—¡Me tengo que ir, Alondra! —dice, abrazándome con todas sus fuerzas, el corazón aún en la garganta.
—¡Gracias por todo! Nos vemos en la noche. —la encamine hasta la puerta.
Corro de nuevo a mi cuarto. Abro el pequeño armario de madera que cruje con cada movimiento, como si compartiera conmigo la emoción. Deslizo con cuidado la bolsa con la ropa que Biby me regaló y la coloco sobre la cama con la misma reverencia con la que uno desenvuelve un tesoro.
Una cena en casa de Biby no es solo una invitación: es un puente entre dos mundos. Uno en el que nací, con manos trabajadoras y sueños aplazados. Y otro que apenas empiezo a conocer, uno donde los sueños se hacen posibles.
Tenía que estar a la altura. Tenía que mostrar que valgo esta oportunidad, que la merezco. Tomo la blusa de seda entre las manos. Es suave, ligera, y perfecta. La falda es sencilla pero elegante, y cuando me la pruebo de nuevo, me siento segura. Es lo más bonito que he usado en mi vida. No es ostentoso, pero tiene algo que me transforma.
En ese momento, oigo la puerta de entrada abrirse. —Mami —susurré para mí, sonriendo.
Es ella, regresando de su turno en el banco. Viene con su uniforme de aseadora arrugado y una bolsa de pan bajo el brazo. Su rostro refleja cansancio, el de una mujer que ha pasado la vida entera trabajando en silencio, pero sus ojos aún logran sonreír al verme.
—Hola, mi amor —dice, con la voz agotada pero amorosa—. ¡Qué bonita te ves! ¿A dónde vas tan arreglada?
—¡Mami, no sabes lo que pasó! —respondí, conteniendo apenas la emoción—. Biby me invitó a una cena en su casa… ¡Y va a estar su tío! ¡El hombre que ayudó con la beca!
Ella se quedó quieta un instante. La sonrisa en su rostro no desaparece, pero noto un leve cambio en su expresión. Una sombra sutil cruza sus ojos. Preocupación.
—Mi amor… —dice con suavidad, bajando la bolsa y dejando el uniforme en una silla—. Me alegro mucho por ti, de verdad. Pero… ¿Estás segura de que es una buena idea?
—¿Por qué dices eso?
Suspira. Se sienta en la orilla de mi cama, pasando una mano por su frente. —Tú sabes que nosotros… somos diferentes a ellos. No quiero que te sientas fuera de lugar, ni que alguien te mire como si no pertenecieras. No quiero que vayas a decir algo que no debas, o que los ofendas sin querer. No porque no seas suficiente, sino porque ese mundo es distinto, mi amor. Y puede ser muy cruel con los que no nacieron en él.