Capítulo 1
Camila Ríos no era como las demás jóvenes de su edad. A sus veinticuatro años, ya se había graduado de medicina con honores, dejando atrás a compañeros que apenas lograban seguirle el ritmo. Su inteligencia era excepcional, de esas que brillan sin esfuerzo, pero lo suyo no era arrogancia, sino disciplina. Mientras otros salían de fiesta, ella pasaba las vacaciones adelantando materias, acelerando su carrera con la urgencia de quien sabe que no tiene tiempo que perder.
De estatura media, piel canela, cabello oscuro y ojos profundos y cálidos como la tierra mojada, Camila caminaba por la vida con una mezcla de determinación y ternura que la hacían imposible de ignorar. Amable, bondadosa, siempre dispuesta a ayudar a los demás, incluso cuando su propio mundo se tambaleaba.
Vivía en el barrio San Gabriel, un lugar golpeado por la pobreza, la indiferencia política y el abandono institucional. Su casa era pequeña, pero siempre olía a sopa caliente, a remedios de hierbas y a esfuerzo. Allí vivía con su abuela, una mujer anciana y enferma que la crió desde niña, y con su hermano menor, Nico, un chico de veinte años que aún no encontraba su rumbo. Amaba el fútbol, dormía hasta tarde y se metía en problemas con sus amigos del barrio, ajeno al peso que Camila había cargado sola por años.
Su madre había muerto cuando ella era apenas una niña. Desde entonces, Camila aprendió a cuidar, a sostener, a resistir. A los diez años ya sabía hervir agua para los medicamentos de su abuela. A los doce, vendía dulces en la calle para pagar los libros escolares. Y a los diecisiete, ya estudiaba en la universidad pública gracias a una beca que obtuvo con las mejores notas de su promoción.
No tenía lujos, pero tenía valores. Y un corazón que nunca dejó de latir por los demás.
Muy lejos de esa realidad, en un mundo donde los edificios tienen espejos tintados y las paredes huelen a mármol y vino caro, estaba Isabella Del Monte.
Hija única del magnate Alberto Del Monte, Isabella era más que una figura pública: era una celebridad de la élite. Su nombre aparecía en revistas, sus fotos eran compartidas en r************* y sus apariciones en eventos benéficos eran cuidadosamente planificadas por asesores de imagen. Había estudiado en Suiza, en uno de los internados más exclusivos del mundo, y se graduó en Ciencias Políticas con honores. Ahora, con apenas veinticuatro años, estaba comenzando su carrera política bajo la tutela de su padre, aunque dentro de ella latía un deseo auténtico de hacer algo que realmente valiera la pena.
Recta, elegante, perfeccionista. Tenía un andar firme, mirada de acero y un corazón escondido tras la armadura de la alta sociedad. Aunque la mayoría la veía como una niña rica más, Isabella tenía un fuerte sentido de la justicia y una necesidad reprimida de romper con el molde al que había sido encadenada desde que nació.
Y fue por eso que aceptó participar en la iniciativa social que su padre impulsaba ese día. Una jornada médica y de ayuda comunitaria en el barrio San Gabriel. Aunque la mayoría lo veía como un show publicitario, Isabella sintió que quizá, solo quizá, ese gesto podría significar algo más.
El sol caía a plomo sobre las calles agrietadas del barrio, como si intentara quemar lo poco que aún resistía al olvido. Los niños corrían descalzos entre los escombros, y las madres vigilaban desde las puertas oxidadas de casas que apenas se sostenían.
Camila revisaba por cuarta vez las jeringas esterilizadas dentro de su caja portátil. La bata blanca estaba ligeramente arrugada y el sudor le perlaba la frente. No era la primera vez que atendía jornadas comunitarias, pero sí la primera organizada por una gran empresa “por caridad”.
—¿Lista, doctora? —preguntó Mateo, uno de los voluntarios del hospital.
—Más lista que los de traje que vienen solo a sacarse fotos —respondió Camila con una sonrisa ladeada.
Dos camionetas negras se detuvieron al final de la calle. Bajaron hombres de seguridad primero, luego fotógrafos, y finalmente ellos: los empresarios, los asesores… y al centro, una figura femenina que llamó su atención de inmediato.
Vestido beige claro, sencillo pero elegante. Cabello recogido en un moño pulcro. Labios pintados con un tono sutil. Caminaba con firmeza, pero sus ojos reflejaban cierta incomodidad, como si ese lugar le fuera tan ajeno como intrigante.
—¿Quién es? —murmuró Camila, sin darse cuenta.
—Isabella Del Monte —le respondió Mateo—. La hija del tiburón. Dicen que estudió en Suiza. No parece de aquí, ¿verdad?
Camila no respondió. No podía dejar de mirarla. Había algo inquietante en su presencia. Algo que removía una parte de ella que no sabía que existía.
Los ojos de Isabella se cruzaron con los suyos.
Un segundo.
Nada más que eso.
Pero fue suficiente.
Una tensión invisible las envolvió. No hubo sonrisas, ni gestos. Solo una mirada sostenida que parecía gritar algo que ninguna de las dos entendía aún.
La jornada había comenzado con dudas, pero rápidamente se convirtió en una de esas raras ocasiones en las que el barrio se sentía vivo, feliz, lleno de esperanza.
Los niños corrían entre los toldos, con globos en las manos y caras pintadas de tigres, mariposas y superhéroes. Había música tropical sonando desde un gran sonido instalado para el evento. Una fila de puestos ofrecía arepas, jugos, empanadas, pastelitos y arroz con pollo. Todo gratis, cortesía del evento.
Camila se movía entre los improvisados consultorios con bata blanca, guantes puestos y una sonrisa que no se le borraba. Revisaba gargantas, tomaba la presión a los abuelitos, tranquilizaba a madres nerviosas y jugaba a ser payasa para sacar risas a los más pequeños mientras les aplicaba vacunas.
—¿Y tú cuántos caramelos comiste hoy, eh? —le preguntó a un niño de seis años que intentaba esconder su lengua azul tras un chicle—. ¡Seguro me estás haciendo trampa!
—¡Cinco nomás, lo juro! —respondió el pequeño riendo.
Camila se reía con él. A pesar del calor, del cansancio, de las carencias que la rodeaban, su alma se sentía plena en esos momentos. Aquello era más que un evento: era una pausa luminosa en la rutina oscura de muchos de sus vecinos.
—Doctora Ríos, ¿puede revisar a mi mamá? Le está doliendo el pecho otra vez —le pidió una joven, y Camila asintió sin dudar, siguiendo a la muchacha.
Fue justo al terminar de recetarle un inhalador a la señora, cuando una sombra elegante se acercó con paso firme. Al voltear, se encontró frente a Alberto Del Monte.
—Doctora Ríos, ¿verdad? —preguntó él con voz amable.
Camila asintió con educación.
—Así es. Buenas tardes.
El hombre tendió su mano y ella se la estrechó. Era una de esas manos que hablaban de años de éxito y poder, pero también de control absoluto.
—He escuchado excelentes cosas de usted. La comunidad la valora mucho. Quiero agradecerle personalmente por todo lo que hace.
Camila mantuvo la cordialidad.
—Gracias, señor Del Monte. Solo hago mi trabajo. Pero me alegra que se haya organizado algo como esto. Hoy muchos vecinos están siendo atendidos como merecen.
Alberto asintió, con una sonrisa diplomática.
—Usted representa el tipo de juventud que este país necesita. Fue un placer conocerla.
—El gusto es mío —respondió Camila, sin dejar de observar con atención la forma en que él la miraba. Era como si… ¿la reconociera?
Pero el momento se esfumó en segundos. Alberto se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó acompañado de su asistente.
Y entonces, como saliendo de un segundo plano, apareció ella.
Isabella estaba frente a Camila, de pie, algo tensa, pero con una determinación en los ojos que no había tenido antes. Ya no parecía tan fuera de lugar, ni tan distante. Ahora parecía… humana. Nerviosa. Real.
—Hola —dijo ella, su voz suave pero firme—. Me llamo Isabella… Isabella Del Monte.
Camila la miró directo a los ojos. Le sorprendió la forma en que su pecho se encogió al escuchar su nombre de cerca.
—Camila Ríos —respondió, quitándose los guantes con movimientos tranquilos—. Ya te había visto por aquí.
—Sí, te vi antes también… —Isabella sonrió, con un toque de timidez—. Quería saludarte antes, pero… bueno, mi padre no me soltó en todo el recorrido.
Camila entrecerró los ojos con una sonrisa medio divertida.
—¿Y ahora ya te dejó libre?
—Por unos minutos —dijo Isabella, dejando escapar una pequeña risa—. No soy muy buena en estas cosas, para serte sincera. Pero te vi trabajar y… me impresionaste.
Camila alzó una ceja.
—¿Me impresioné o “te impresioné”?
—Ambas, supongo —Isabella bajó la mirada, y luego volvió a subirla—. Hay algo… diferente en ti.
Hubo un silencio breve, cargado de algo que ninguna de las dos sabía nombrar.
—Bueno —dijo Camila, cruzando los brazos—, tú también llamas la atención, con ese vestido beige en medio del caos.
Isabella se rió, sincera esta vez.
—¿Te burlas de mí?
—Un poco —respondió Camila—. Pero tranquila, todavía no te ganaste mi diagnóstico final.
—¿Y qué tendrías que revisarme?
Camila sostuvo su mirada, desafiante, divertida… y con algo más.
—El corazón, tal vez.
Isabella tragó saliva, sin poder evitar que se le escapara una sonrisa.
Y justo en ese momento, ambas supieron —aunque no lo entendieran del todo— que algo había cambiado. Que ese encuentro no era casualidad.
Y que lo que estaba por comenzar, no tendría vuelta atrás.