La tarde caía sobre la finca como una manta de oro. El sol acariciaba los ventanales de la gran sala de estar donde Alberto Del Monte revisaba unos papeles con su habitual concentración silenciosa. Pero esa vez, no era un contrato. No eran cifras. Era algo más profundo. Isabella entró, con su andar elegante, un vaso de agua en mano. —¿Me llamaste, papá? Alberto levantó la vista, dejando el sobre sobre la mesa de cristal. —Sí, hija. Siéntate. Quiero hablar contigo… de algo importante. Isabella se acomodó frente a él, cruzando una pierna sobre la otra. Aunque solía estar en control en todas las reuniones, con su padre siempre se mantenía alerta. —¿Pasa algo? —Sí. Algo bueno —dijo Alberto, con una pequeña sonrisa—. Es hora de que empecemos a hablar del futuro… de su futuro. Isabella l

