La noche en la mansión Del Monte se vestía de elegancia y nostalgia. Una larga mesa de mármol adornada con candelabros modernos y platos de porcelana esperaba a los tres hijos de Alberto. En el aire flotaba un perfume sutil de lavanda y vino tinto, y el murmullo de la fuente del jardín apenas se oía tras las gruesas cortinas. Camila fue la primera en llegar, acompañada por su eterna aura de serenidad forzada. Estaba agotada, pero con el rostro impecablemente presentado como una armadura. Pocos minutos después, Isabella cruzó el umbral del comedor. Y en cuanto sus ojos se encontraron, ambos corazones temblaron al unísono, como si el mundo entero se hubiera detenido un segundo solo para ellas. Habían pasado días sin verse, sin mensajes, sin llamadas. Silencio voluntario. Doloroso. Necesar

