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La historia detrás del CEO

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Descripción

Immanuel Schwarz joven, viudo y empoderado. Uno de los más ricos del país de EEUU, uno de los dueños más jóvenes de la empresa Bayer, ubicada en varias partes del mundo.

¿Crees que Schwarz, volverá a enamorarse?

Su vida dió muchos giros inesperados, cosas que sucedieron muy rápido, como la velocidad de la luz.

En el hospital de Massachusetts hubo un acontecimiento terrorífico. Ahora debemos descubrir hechos horripilantes, y quién o quiénes se encuentran de tras de esos hechos.

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Te amo con locura
Alentado, me incliné hacia ella y aspiré hondo. Le sonreí con ternura, y ella me dio un leve apretón de mano muy afectuoso, haciéndome entender que confiaba en mí y en la decisión que estaba a segundos de tomar. Tomé aire y dije: —¿Cásate conmigo? Alicia, me contestó con un sí a mi pregunta, que los dos sonreímos y llorábamos juntos como tontos. Recuerdo la conversación que mantuve con el señor Robinson y también con mis padres para explicarles lo que necesitaba hacer. Ellos interpretaron que solo lo hacía por un capricho de la edad, y los tres intentaron disuadirme, sobre todo cuando se enteraron de que ella había dicho que sí. No comprendían mí comportamiento, tuve que dejárselos claro que, necesitaba hacerlo eso tanto por mí, como por ella. Estaba enamorado de ella, tan profundamente enamorado, que no me importaba lo que pasaría, ni que en un futuro, no pudiéramos estar juntos por mucho tiempo; ninguno de esos factores me parecía relevante. Lo único que deseaba era hacer lo que mi corazón me dictaba. Era la primera vez que sentía que Dios me hablaba de forma directa, y, no se me daba desobedecerlo. Algunos de mis amigos me preguntaron si lo hice por pena; los más escépticos incluso se preguntarán si lo hice porque sabía que lo que podría pasar con Alicia, por lo que en realidad no asumía un compromiso a largo plazo. La respuesta a ambas preguntas es: no. Me habría casado de igual forma, fuese lo que fuese lo que le deparara el futuro. Me habría casado igual, aún si el milagro por el que tanto había rezado se hubiera cumplido de repente. Lo supe en el momento en que se lo pregunté, y hoy sigo teniendo la misma certeza. Lo llevo grabado en mí memoria cada día, como el momento más maravilloso de mi vida. Alicia no fue solo una persona que ayudo a muchos. Alicia fue mí ángel, salvando a todos e incluso a mí, antes que vida se volviera miserable, ella estuvo ahí, tenía fe en mí, creía en mi persona, ella veía algo positivo en todo y en todos. El día 17 de noviembre, tal y como ella había deseado, la iglesia estaba abarrotada de gente, había más de trescientas personas, y algunas más que esperaban al otro lado de las puertas. Dado que decidimos casarnos con tan poca antelación, no tuvimos tiempo para muchos preparativos, así que la gente del sitio, vecinos, amigos y compañeros del instituto, se tomó el día libre con el fin de aportar su granito de arena para que fuera un día especial, algunos trajeron ramilletes, otros algunos jarrones, cintas, lazos y más par adornar la iglesia, y, algunos simplemente mostrándonos su apoyo con su presencia. No faltaba nadie. Todos estaban allí: la señorita Fausto, Marcelo, Ángela, William, Diego, Andrea, Melina, e incluso Miguel Ford con su abuela. Todos los ojos se humedecieron cuando sonó la música que acompañó la entrada de Alicia a la iglesia. A pesar de que estaba muy débil y llevaba más de semanas sin levantarse de la cama, insistió en recorrer el pasillo andando hasta el altar, de la mano de su padre. Recuerdo su dulce voz en mi cabeza “Es muy importante para mí, . Es parte de mi sueño, ¿recuerdas?” Y a pesar de que pensé que no sería para nada posible, simplemente asentí. Su fe y voluntad no dejaba de maravillarme. Recuerdo su insistencia, planeaba llevar el vestido que había usado en el teatro, la noche de la función. Era el único vestido celeste claro disponible, con tan poca antelación, aunque yo no imaginaba que le quedaría más holgado que en aquella otra ocasión. Me estaba preguntando qué aspecto tendría Alicia con aquel vestido cuando mi padre depositó una mano sobre mi hombro, mientras permanecíamos de pie junto al altar, delante de toda la congregación. —Hijo, me siento tan orgulloso de ti. Yo asentí. —Gracias papá, también estoy orgulloso de ti. Era la primera vez que le decía algo como aquello. Mi madre, sentada en la primera fila, se secaba los ojos con un pañuelo, hasta que empezó a sonar las primeras notas de la Marcha nupcial. Las puertas de la iglesia se abrieron y vi a Alicia, entraba sentada en su silla de ruedas, con una sonda de suero a su lado. Con todas las fuerzas que le quedaban, logró ponerse de pie, ayudada por su padre, y, el médico que los acompañaba, quién entrego la bolsa de suero a su padre. Al verla en pie, con su cabello lacio y suelto, un velo pequeño y delicado apoyado sobre su cabeza, y ese vestido en un celeste, del color que se pone en cielo al atardecer, tan perfecto, ella se veía perfecta, ella es realmente perfecta. Acto seguido, ambos empezaron a avanzar lentamente por el pasillo central; todo el mundo en la iglesia permaneció sentado y en silencio. Ya por la mitad del pasillo, Alicia pareció perder súbitamente las fuerzas, y se detuvieron para que tomara un poco aliento. Ella entornó los ojos. Por un momento pensé que sería incapaz de seguir avanzando. Solo habían pasado unos cinco o ocho segundos, pero me parecieron minutos eternos; finalmente, asintió con un leve movimiento de cabeza. Tras aquella señal, Alicia y Robinson reemprendieron la marcha. Mi corazón se hinchó con un orgullo indescriptible. En esos momentos pensé que aquel recorrido, aquel paseo hasta el altar, era el más difícil que nadie tendría que hacer jamás. En todos los sentidos, fue un recorrido corto, pero será inolvidable para mí. El médico se iba acercado la silla de ruedas hasta el altar, mientras Alicia y su padre avanzaban hacia mí. Cuando ella llegó a mi lado, se oyeron susurros de alegría y todo el mundo se puso a aplaudir espontáneamente, nos miramos y sonreímos uno al otro, también eufóricos por su gran logro. El médico colocó la silla de ruedas en la posición adecuada, y Alicia volvió a sentarse, exhausta. Con una sonrisa, me arrodillé para ponerme a la misma altura que ella. Mi padre hizo lo mismo. El señor Robinson, después de besar a Alicia en la mejilla, tomó su Biblia para leernos unos salmos antes de la ceremonia. De repente, parecía haber abandonado el papel de padre de Alicia para convertirse en otra persona más distante, seguramente para ser capaz de contener sus emociones. Sin embargo, podía ver cómo se debatía, mientras permanecía de pie delante de nosotros. Robinson parecía un torreón a nuestro lado, y comprendí que no había pensado en la diferencia de altura. Por un momento, permaneció allí plantado, en silencio, indeciso; entonces, para sorpresa de todos, decidió arrodillarse. Alicia sonrió y buscó la mano libre de su padre; luego cogió la mía, y yo la de mí padre para unirnos. El oficiante inició la ceremonia en la forma tradicional, después leyó el pasaje de la Biblia que Alicia y su padre me habían señalado otras veces. Consciente de lo débil que estaba Alicia, pensé que nos pediría que recitáramos los votos de inmediato, pero, una vez más, el señor Robinson me sorprendió. Miró a Alicia y a mí, a la congregación, y luego otra vez a nosotros dos, como si buscara las palabras adecuadas. Pidió permiso a todos en el lugar y al oficiante de la ceremonia también. Se aclaró la garganta y alzó la voz para que, hasta los que se encontraban en el fondo de la iglesia pudieran oírlo. Esto es lo que dijo: —Como padre, se supone que tengo que dejar mí hija volar, entregarla a su prometido, dejarla vivir y aprender por si sola, pero no estoy seguro de que sea capaz de hacerlo. La congregación se quedó en silencio. Robinson me hizo una señal con la cabeza, como indicándome que le un poco de paciencia. Alicia con su delicada y suave mano, me apretó para darme su apoyo. —No puedo entregar a Alicia, de la misma forma que no puedo entregar mi corazón. Pero lo que sí puedo hacer es dejar que otra persona comparta la alegría y el amor, que ella siempre me ha dado. Que Dios los bendiga a los dos, y sean felices ahora, mañana y siempre. A continuación, bajo su cabeza, se inclinó hacia mí y me ofreció su mano. Yo la acepté, cerrando de ese modo el círculo. Seguidamente, el oficiante nos invitó a recitar los votos. Mi padre me entregó el anillo que mi madre me había ayudado a elegir, y Alicia me dio otro. Los deslizamos por nuestros dedos. Robinson, nos observaba atentamente mientras intercambiábamos los anillos. Cuando terminamos, el oficiante nos declaró marido y mujer. Besé a mí amada esposa con ternura al tiempo que mi madre rompía a llorar. Después, sostuve la mano de Alicia entre la mía. Ante Dios, ante su padre y los míos, y, ante toda la gente allí presente, observando y admirando nuestra unión, le había prometido amarla con devoción, en la salud y en la enfermedad. He de confesar que nunca me había sentido tan bien conmigo mismo como después de aceptar aquel compromiso. Han pasado diecisiete años y todavía puedo recordar todos los detalles de ese día. Quizás ahora tenga más años y sea un poco más sabio; estoy viviendo otra vida desde entonces, pero sé que, cuando llegue mi hora, los recuerdos de aquel día constituirán las últimas imágenes que llenen mi mente. Todavía la amo y nunca me he quitado el anillo. En estos años, no he sentido el deseo de hacerlo. Respiro hondo, aspirando el fresco aire primaveral. A pesar de que eh cambiado de ciudad, el aire sigue siendo el mismo. Todavía siento el aire de nuestra infancia, nuestra juventud, el aire de mis diecinueve años; cuando espiro, vuelvo a tener treinta y seis años. Pero no importa. Sonrío serenamente, con la vista fija en el cielo, consciente de que aún hay una cosa que no te he contado: ahora creo que, a veces, siempre tuviste la razón sobre mí final…

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