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LA DULCE DEUDA DE LUCA PRISIONERA DEL MAFIOSO

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matrimonio bajo contrato
forzado
mafia
drama
pelea
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Descripción

Sofía fue entregada siendo pequeña como pago de una deuda a la mafia. Creció prisionera en la mansión De Luca, aprendiendo que obedecer era la única forma de sobrevivir.

Iván De Luca es frío, peligroso y parte del imperio que la mantiene cautiva, siempre creyó que Sofía pertenecía a su hermano mayor… hasta descubrir que la verdad era otra.

Cuando la deuda se salda y ella debería marcharse, Iván decide cobrarla de una forma distinta.

La quiere para siempre, nadie ha sido capaz de soportarlo; ninguna mujer ha sobrevivido a estar tan cerca de él. Pero Sofía sería su esposa, porque el precio de su libertad será pertenecerle por completo.

Todo se complica cuando Iván decide formar su propio imperio y los enemigos comienzan a rodearlo. El más peligroso de todos es Dante, su hermano mayor, quien descubre la única debilidad del hombre al que nunca pudo dominar: Sofía.

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1-La deuda
Capítulo 1 La deuda Sofía Tenía ocho años cuando mi madre soltó mi mano y entendí que no iba a volver con ellos. No lloré en ese momento. Me quedé quieta, mirando el suelo, porque algo en la forma en que me dijo que me portara bien sonó definitivo. Mi padre no dijo nada; nunca hablaba cuando se sentía derrotado. La palabra deuda se pronunció una sola vez, pero pesó más que cualquier despedida. El hombre frente a nosotros asintió y dijo que yo me quedaba, que eso era lo acordado, que más adelante se vería. Mi madre repitió que era solo por un tiempo, aunque evitó mirarme a los ojos. Ese tiempo nunca terminó. La primera noche dormí sola, en una habitación pequeña, sin nada que me perteneciera. Lloré en silencio hasta quedarme sin fuerzas y entendí rápido que llorar no servía, que preguntar solo empeoraba las cosas. Aprendí a obedecer antes de aprender a entender. Limpiar, ordenar, servir, callar. Nadie me explicó las reglas; estaban en los gestos, en los silencios, en la forma en que todos bajaban la mirada cuando Dante De Luca aparecía. Yo no era parte de la familia. Era parte del pago. Con los años aprendí a desaparecer. A moverme sin hacer ruido. A no estorbar. A no cometer errores. A los dieciocho años ya sabía exactamente cuál era mi lugar. No era una niña, pero tampoco alguien a quien mirar. Dante era el heredero. El que mandaba. El que decidía. Nunca me tocó, pero su desprecio era constante, pesado, como si mi sola existencia lo incomodara. Su prometida, Charlotte se veía distinta, peor. Sonreía mientras humillaba, como si hacerlo la hiciera más poderosa. Iván… Iván era otra cosa. Fue cuando cumplí dieciocho que empecé a sentir su mirada de verdad, él tiene cinco años más que yo. Ya no me observaba como se observa a alguien que limpia el suelo, sino como si intentara confirmar algo que no le gustaba, no lo entendí jamás. A veces lo encontraba apoyado contra una pared, en silencio, viéndome trabajar. No me gritaba. No daba órdenes innecesarias. No levantaba la voz. Pero cuando estaba cerca, algo se tensaba dentro de mí… Ahora tengo veintitrés, y nada ha cambiado… —¿Por qué tardaste tanto? —me preguntó una tarde, cuando dejé una bandeja sobre la mesa. Levanté la vista por reflejo y me encontré con sus ojos. Oscuros, marrones. Fríos. Me estaba evaluando, de pies a cabeza, su piel castaña con esos músculos que se notaban aún con su camisa puesta se veían fuertes, más de una vez tuve que ayudarlo al verlo llegar ensangrentado a la casa. —Había más trabajo —respondí en voz baja. —No te excuses —dijo sin alzar la voz—. A nadie le importa, solo debes priorizar las órdenes que te doy. Desde ese día empecé a notarlo siempre, a veces sentía su mirada clavada en mi espalda. Otras, lo veía apartarse apenas entraba en una habitación, como si mi presencia le molestara. Una noche escuché su voz enfrentarse a la de su hermano… Me asusté… —No es asunto tuyo —dijo Dante, irritado. —Todo en esta casa es asunto mío —respondió Iván, seco. No supe de qué hablaban, pero algo en su tono me hizo temblar. Me quedé inmóvil en el pasillo, con la bandeja aún entre las manos, sin atreverme a mover un músculo. El aire se volvió espeso, peligroso. Entonces Dante se detuvo de golpe. —¿Escuchaste eso? —preguntó. Iván no respondió, pero sus ojos se desviaron apenas hacia la puerta. Dante caminó hacia ella y la abrió de golpe. Me encontró ahí. —Mira qué coincidencia —dijo, con una sonrisa lenta—. La sirvienta tiene muy buen oído. —Yo solo… —intenté decir. —Entra —ordenó—. Ahora. Mis piernas se movieron antes de que mi cabeza pudiera pensar. Entré con la mirada baja, el corazón golpeándome con fuerza en el pecho. Sentí la presencia de Iván detrás de mí, silenciosa, tensa. —¿Cuánto escuchaste? —preguntó Dante, acercándose. —Nada —respondí—. Iba a… —Mientes —interrumpió—. Siempre mientes. Dio un paso más. Sentí su sombra encima de mí. El miedo me subió por la espalda. —Te gusta espiar, ¿verdad? —continuó—. Creerte más de lo que eres. Levantó la mano, yo entrecerró los ojos, no sería la quinta o sexta vez que lo hacía, acostumbraba a “castigar” de esa forma, u tras más crueles… El movimiento quedó suspendido en el aire cuando Iván lo tomó de la muñeca. —No —dijo Iván, con voz baja pero firme. El silencio fue brutal, yo no pude entender aquello, pero lo agradecí. Dante giró lentamente el rostro hacia él, sorprendido. —¿Qué hiciste? —No la toques —repitió Iván—. No vale la pena. Mis dedos temblaban. No levanté la vista, pero quise salir de allí deprisa. —Lárgate —ordenó de nuevo—. Ahora. Obedecí de inmediato. Di un paso hacia la puerta, pero la mano de Dante se cerró sobre mi brazo. —Todavía no —dijo—. Nadie se va sin que yo lo diga. Mi respiración se cortó. Iván avanzó un paso y lo tomó del brazo, ambos son muy parecidos pero Dante siempre fue un poco más bajo que su hermano menor y menos robusto. —Suéltala. —¿Desde cuándo das órdenes aquí? —preguntó Dante, con una sonrisa peligrosa—. ¿O es que ahora te interesa esta mujerz***? Iván sostuvo su mirada sin titubear. —Te dije que la soltaras, esto es entre ambos. Dante apretó los dedos un segundo más, solo para dejar claro que podía hacerlo. Luego me empujó hacia la puerta con brusquedad. —Desaparece —escupió—. Y agradece que hoy tengas a alguien que te defienda, no será así todos los días. Salí sin mirar atrás, con el pulso desbocado pensando solamente en lo siguiente… “Unos meses más y seré libre…”

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