Prólogo
La muerta podría llegar de innumerables forma a aquel lugar dejado de la mano de Dios. El geólogo Carlos Sanabria llevaba años soportando el salvaje esplendor de aquellas tierras y, sin embargo, nada podía prepararle para un destino tan cruel e implacable como el que se estaba apunto de acontecerle.
Mientras las cuatro huskies de Carlos tiraban del trineo que transportaba su equipo de sensores geológicos por la tundra,los perros aminoraron bruscamente la marcha y levantaron los ojos al cielo.
-¿Qué pasa, chicas? -preguntó Carlos, bajando del trineo.
Más allá de las amenazadoras nubes de tormenta que se cernían sobre él, un helicóptero de transporte de doble rotor dibujó un arco y enfiló los picos glaciales con militar destreza.
> pensó Carlos. Nunca había visto helicópteros tan al norte. El aparato aterrizó a unos veinticinco metros de él, levantó una lacerante lluvia de nieve granulada. Recelosos, los perros gimotearon.
Las puertas del helicóptero se abrieron y dos hombres salieron del aparato. Llevaban puesto unos trajes térmicos blancos, iban armados con fusiles y se dirigieron hacia Carlos con algún urgente propósito.
-¿El doctor Sanabria? -gritó uno de ellos.
El geólogo estaba desconcertado.
-¿Cómo saben mi nombre? ¿Quiénes son ustedes?
-Coja su radio, por favor.
-¿Cómo dice?
-Haga lo que le digo.
Perplejo, Carlos sacó la radio de parka.
-Necesitamos que transmita un mensaje urgente. Disminuya la frecuencia de su radio a cien kilohercio
> Carlos estaba totalmente confundido. Era imposible recibir nada a una frecuencia tan baja.
-¿A ocurrido algún accidente?
El segundo hombre levantó su fusil y apuntó con él a la cabeza de Carlos.
-No hay tiempo para explicaciones. Limítese a hacer lo que le decimos.
Tembloroso, Carlos ajustó la frecuencia de transmisión.
Entonces el primer hombre le dio una tarjeta en la que había escritas unas lineas.
-Transmita este mensaje. Ahora.
Carlos miró la tarjeta.
-No lo entiendo. Esta información no es correcta. Yo no he...
El hombre pegó la boca del fusil a la cien del geólogo.
A Carlos le temblaba la voz cuando transmitió aquel extraño mensaje.
-Bien -dijo el primer hombre-. Ahora suba con sus perros al helicóptero.
A punta de fusil, Carlos obedeció e hizo maniobrar a sus reticentes perros y subió con el trineo por la rampa trasera del compartimiento de carga. En cuanto estuvieron instalados dentro, el helicóptero se elevó y viro hacía el oeste.
-¿Quiénes son ustedes? -exigió saber Carlos, sudando debajo debajo de parka. >
Los hombres guardaron silencio. A medida que el helicóptero ganaba altura, el viento entraba a ráfagas por la puerta abierta de estribor. Ahora los cuatro los huskies de Carlos lloriqueaban, todavía atados al trineo.
-Por lo menos cierren la puerta -repitió Carlos-. ¿Es que no ven que mis perros están asustados?
Los hombres no respondieron.
Cuando el helicóptero se elevó a poco más de mil metros, viro vertiginosamente sobre una serie de abismos y de grietas de hielo. De pronto, los hombres se levantaron de sus asientos y sin medir palabra, agarraron el pesado trineo y lo lanzaron por la puerta abierta. Carlos vio horrorizado como sus perros luchaban en vano contra el enorme peso del trineo. Un instante después, los animales se precipitaron aullando al vacío.
Carlos ya estaba de pie y gritaba cuando los hombres lo sujetaron. Lo arrastraron hasta la puerta. Espantando, forcejeo, intentando librarse de las fuertes manos que lo empujaban al exterior.
Fue inútil. Instantes después se precipitaba al abismo que sobre volaba el helicóptero.