Llamada inesperada

862 Palabras
De un día para otro ya me encontraba alistando la mochila de Irlanda. Me emocionó el comprar sus útiles, su lonchera, su vaso para el agua... Actividades sencillas y hasta causantes de malestares en otras madres y padres, pero para mí significaban esperanza. El teléfono sonó a media tarde, justo cuando descolgaba la ropa en el patio. Sequé rápido las manos en mi pantalón antes de contestar. —¿La señora Azucena Camacho Pérez? —preguntaron. —Sí, soy yo. —Le hablamos del seguro social. Se liberó una cita con el neumólogo para mañana a las diez. ¿Podrá venir? Por un segundo, no respondí. Experimenté un vuelco en el corazón y se me secó la boca. —Sí… sí puedo, ahí estaré puntual. Colgué el teléfono y me quedé mirando las sábanas que ondeaban en el viento. «Mañana», pensé por completo conmovida por todo lo que me estaba llegando después de haber tenido pensamientos… incorrectos. Después de dejar a Irlanda en su primer día de clases, en el cual fue recibida por las maestras de guardia con una cortesía inimaginable para mí, emprendí la ida a mi esperada y deseada cita. Al llegar, el hospital hervía de movimiento: camillas que pasaban empujadas con prisa, voces que se llamaban entre pasillos, además de un notable olor a cloro y plástico. Apreté mi carpeta de estudios contra el pecho y caminé detrás de la enfermera que me guiaba a paso rápido. —En el consultorio catorce, señora, el doctor Robledo la va a atender —me indicó después de tomarme los signos. Allí anotó que tenía baja la oxigenación. El consultorio resplandecía de luz blanca. Dentro, se encontraban seis personas con batas blancas. Se identificaron como el neumólogo Robledo, cuatro residentes y una trabajadora social. El doctor, un hombre moreno de más o menos cuarenta años, levantó por un momento la vista: —Buenos días, señora Camacho. Ya me di a la tarea de revisar su caso, el doctor Mendieta me hizo llegar el resumen completo —dijo, mirando unos papeles—. La buena noticia es que el seguro va a hacerse cargo de todo el tratamiento. Al escuchar el apellido “Mendieta” supe que fue él el causante de esta cita apresurada. Debía hacerle una visita para agradecerle en persona. —Gracias, doctor. Yo... la verdad pensé que no me alcanzaría para los medicamentos. Sé que son caros. —No se preocupe por eso —intervino la trabajadora social—. El programa al que la vamos a ingresar cubre los fármacos antifibróticos y los inhaladores. ¡Ah!, y también el oxígeno. Usted solo deberá venir sin falta a sus controles. El doctor Robledo se tomó unos minutos para explicarles a los residentes los problemas que yo cargaba, cuáles serían las intervenciones que tendría, entre otros detalles que poco entendí. Esos jóvenes me miraban como rata de laboratorio, pero no me importó. Si iba a obtener todo el tratamiento, que trajeran al hospital completo. —Es importante que también pase a nutrición para que le indiquen la dieta que debe seguir al pie de la letra. Asentí, conmocionada por lo que iba a cambiar en mi rutina. —Voy a hacer todo lo que digan, aunque ya sé que no me voy a curar… —eso salió de mi boca sin permiso. El doctor levantó el brazo, interrumpiéndome: —Es cierto, sí, como bien dice, no hay cura para la FPI. Pero si obedece mis indicaciones, le voy a conseguir más tiempo, y el tiempo, señora Camacho, es valioso. Respiré hondo, tragándome la emoción. Por supuesto que era valioso, mucho más siendo una madre soltera de una especial. —Ahora —prosiguió el médico—, le toca vacunarse. Vaya a que le apliquen la de la influenza y la del neumococo. Salí del consultorio y seguí el recorrido como quien camina dentro de un sueño. Todo sucedía con una eficiencia que me asombraba. Al terminar la vacunación, la trabajadora social me alcanzó con dos hojas impresas. —Señora, aquí está la orden para su terapia de apoyo. —Discúlpeme, pero… ¿qué es eso? —le pregunté confundida. —El doctor Robledo le ordenó rehabilitación pulmonar. Pase a la dirección para que le firmen esta referencia. La van a atender en el Hospital Santa Lucía. —Pero ese hospital es de paga… —Por un segundo, me desmoroné. —Con esta referencia, el seguro cubrirá los gastos. Después de que le firmen, debe llevarla al hospital para que le den las citas. Miré el papel como si fuera un boleto a otra vida. —¿Y… de verdad no tengo que pagar nada? —Nada. Lo que sí tiene que hacer es no rendirse —dijo la trabajadora, de una forma que no sonaba forzada. Sin una clara explicación, personas desconocidas parecían empatizar conmigo, y todavía no lograba asimilarlo. Cuando salí del hospital hasta pude respirar mejor. Algo dentro de mí se había aflojado. Caminé hacia la parada del camión con mi carpeta en las manos, igual que Irlanda se aferraba a mi blusa. Ese día pensé que la vida, de alguna forma, me estaba sosteniendo otra vez.
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