Fácil respirar

1406 Palabras
El Hospital Santa Lucía era otra cosa: pisos de mármol, plantas ornamentales en grandes macetas y abundante aromatizante de manzana con canela. Sin largas filas o bancas rotas. Me puse una blusa negra planchada con esmero y una falda larga azul claro que decían que se me veía bien. Llegué temprano con la orden médica firmada. En la recepción, una mujer de uniforme lila me inspeccionó de arriba abajo antes de recibirme el documento. Luego de revisar con gran calma en la computadora, me entregó un formulario: —Anote también su número de seguro, por favor. Me retiré a unos asientos en silencio para escribir y también para que no se notara el temblor en la letra. No quería cometer ningún error. La recepcionista recibió mi formulario ya completo y me entregó un papelito con la cita para el siguiente día a las dos de la tarde. —¿Podría cambiármela para la mañana? —le pedí, preocupada—. Es que tengo que recoger a mi hija de la escuela. —Las citas para los referenciados del seguro son en las tardes —respondió tajante. Por mi mente pasó una rápida planeación que, sabía bien, Irlanda terminaría resintiendo. Acepté sin más opciones. Por lo menos ya tenía un gran avance y no iba a detenerme por eso. A la salida de la escuela, mi hija me recibió con el dibujo de una tortuga pintado de color verde. —Hoy sí quiso trabajar con apoyo —dijo la maestra Marisela—. En casa necesitamos enfocarnos en la independencia. Límites y reglas son importantes, mamita. Aquí también tenemos una rutina que todos los niños deben seguir. Poco a poco, ya verá que lo logrará. —Gracias. Voy a empeñarme, lo prometo. —Estaba a punto de llorar de solo ver a mi hija con su mochila y su dibujo en la mano. Además, la forma en la que la maestra habló sonó con un compromiso auténtico. Fuimos a casa dispuestas a descansar. El dinero que me dieron del finiquito debía ser usado con sumo cuidado, no habría más, no hasta que consiguiera trabajo. Le cambié a Zoe las terapias por solo una a la semana con duración de dos horas, no podía pagarle como antes, pero tenía que mantener a mi hija ocupada en lo que yo recibía mi propia terapia. Zoe comprendió enseguida. Al día siguiente estuve puntual a las dos de la tarde en el hospital. Me pasaron a una sala con aparatos que parecían ultrasonidos, grandes pelotas de ejercicio, camillas acolchadas, barras… y un enorme espejo de pared. Una mujer alta con el cabello rubio recogido en una cola tirante y traje quirúrgico, entró. —¿Azucena Camacho? —preguntó con tono seco. —Sí. Buenos días. —Yo voy a ser su terapeuta. Mi nombre es Meredith. Pase y siéntese aquí. —Apuntó una cama acolchada color roja—. Vamos a empezar con algo sencillo. Espero que traiga su propia botella de agua, porque aquí no damos nada gratis. Me encogí de hombros. —Sí, sí traigo. —Bien. Este no es un hospital público, ¿entendió? —continuó la terapeuta—. Aquí la gente llega puntual, se baña antes de venir y compra los materiales que van a usar en casa. Apreté las manos sobre las rodillas y contuve las lágrimas que ardían. ¿Acaso insinuaba que yo no me bañaba? La mujer siguió dándome instrucciones como si ya las conociera: —Inhale. Exhale. ¡No tan rápido, no está en una competencia! Hice mi mejor esfuerzo, aunque ella profirió uno que otro resoplido. El reloj avanzaba lento. Cada palabra, cada gesto, era endurecido. Cuando la sesión terminó, apenas y alcancé a darle las gracias. Me fui al baño, cerré la puerta y lloré. ¡No, esa mujer no iba a ser una piedrita en mi camino! Sequé de forma ruda mi cara con una servilleta de papel y fui directo al área de dirección del hospital, dispuesta a presentar una queja. No alcé la voz, pero mi nerviosismo bastó para que la secretaria me escuchara. Ella anotó palabra por palabra en su libreta. Prometió que le pasaría el informe al director cuando llegara. —No me molesta ser disciplinada, señorita, pero no quiero que me traten como si fuera menos —dije herida. Recordé que la señora Félix me enseñó a pararme derecha, y me dijo una y mil veces que no permitiera nunca que la soberbia de otros me encorvara. Ya me bastaba con estar enferma como para aguantar esos tratos. Dos días después, me llamaron para que fuera al Santa Lucía a las nueve de la mañana. Asistí con pocas ganas de escuchar justificaciones. Aun así, estuve antes de la hora indicada en la recepción. Esta vez, la señorita me miró con cautela luego de revisar en su computadora. —Hoy la va a atender otro terapeuta. Pase por favor. —De reojo vi cómo torció la boca. ¡No estaba preparada, no sabía que iba a tener sesión! De todos modos, entré. Con solo dos faltas te daban de baja y no iba a darles esa satisfacción. El hombre que entró poco después lo hizo balbuceando una canción, creo que era una de una película infantil, de las que le ponía a Irlanda. Era joven, demasiado, a mi parecer. Enseguida me preocupó su inexperiencia. Supuse que tal vez me asignaron al menos conocedor debido a mi queja. —Señora Azucena, ¿verdad? —dijo él, tendiéndome la mano—. Yo voy a ser su terapeuta, me llamo Andrés, pero dime Andy. No cuento con tu expediente, te voy a pedir que traigas una copia la siguiente cita. Hoy vamos a trabajar algo básico. Lo miré con cierta desconfianza, sin devolverle la sonrisa. —Espero que ahora sí sepan tratar a la gente —respondí, hosca. A él no pareció preocuparle mi manera de hablar. —Te prometo que sí. —Sin previo aviso, colocó su mano sobre mi espalda—. Ven, acompáñame. Fuimos hasta el fondo de la gran sala. Las luces eran más bajas allí. Había cubículos con camas de terapia respiratoria; al menos así dijo el terapeuta que se llamaban. Él me indicó que tomara asiento en una. Esperó a que me acomodara y, solo entonces, me colocó el equipo. Los cables fríos rozaron mi piel; el monitor encendió su luz verde, y el aire comenzó a fluir con un leve zumbido. Sentí cómo el oxígeno abría paso en mi pecho, donde antes había una presión. —Respira profundo, por la nariz —me indicó—. Reten un poco... Ahora suelta despacio por la boca. Obedecí. Mi cuerpo respondió con torpeza. Él esperó paciente. Después colocó en mis manos un pequeño tubo transparente con tres esferas. Me explicó que debían elevarse con cada inhalación, al menos una, y mantenerse en el aire unos segundos. Intenté hacerlo. Logré que la primera esfera temblara un poco antes de caer. Tosí, sentí ardor en el pecho. El terapeuta se acercó con una servilleta. —Está bien, no lo fuerces —su tono de voz era paciente, casi musical. Seguí sus instrucciones, pero sin verlo demasiado. Entre ejercicio y ejercicio, él revisaba el monitor, ajustaba el flujo de oxígeno, y yo aprendía a reconocer mis propios límites. Cuando la sesión terminó, me retiró la cánula con delicadeza. Tenía la piel húmeda, y el pecho me pesaba, pero en mi respiración había algo nuevo: un orden, un compromiso por ese tiempo prometido. —Para la siguiente sesión le recomiendo traer ropa holgada. —Esbozó una tímida sonrisa—. Yo solo estoy en el turno de la mañana. ¿Le parece bien este horario? ¡Por dentro me alegré, aunque no lo demostré! —¿Se puede? —Por supuesto. Mantuve el rostro serio, pese a que quería echarme a reír. Todo se iba acomodando a mi favor. —Sí, me quedan bien. Andrés me ofreció la mano para bajar de la cama. La acepté solo porque me sentía cansada. Tenía unas manos que apretaban firme. —Entonces nos vemos la próxima semana. No te olvides de la copia de tu expediente. —Sí, como sea. Gracias. Salí sin decir otra palabra. Afuera del hospital, el aire era cálido. Lo respiré con las primeras enseñanzas que recibí. Se sentía más ligera la forma en la que entraba, para mi sorpresa, se sentía más fácil respirar.
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