5. La trampa...

1821 Palabras
Capítulo 5. La trampa del coronel. El rugido lejano de los autos apenas se filtraba entre los gruesos ventanales del hotel, uno de los más exclusivos de la ciudad. La fachada elegante, de mármol blanco y detalles dorados, ocultaba con maestría los secretos que se tejían tras sus paredes. Sebastián Durand descendió del auto con la firmeza propia de un hombre acostumbrado a comandar, incluso fuera del campo de batalla. Vestía su uniforme de gala impecable, con la chaqueta azul marino adornada de medallas que hablaban de victorias y cicatrices que pocos conocían. -- Aquí es, coronel Durand -- anunció el conductor, un hombre de rostro insípido, demasiado correcto para ser confiable. Sebastián frunció el ceño. A sus 28 años su instinto afilado, le susurraba que algo no estaba bien. -- ¿Está seguro de que aquí se llevará a cabo la reunión? -- le preguntó, con tono seco. -- Por supuesto, señor. El coronel Silva pidió expresamente que viniera para que todo este bajo su control -- Sebastián no respondió. Su mirada recorrió la entrada del hotel, donde dos hombres de aspecto discreto conversaban en voz baja cerca del lobby. No vestían uniforme, pero su postura era demasiado recta, demasiado rígida. Militares en cubierto. Sintió la incomodidad en la nuca. Apretó los dientes y avanzó. Al cruzar la puerta giratoria, el aire perfumado y fresco del hotel lo envolvió. Los suelos de mármol relucían como espejos y el personal sonreía con esa cortesía entrenada que solo los hoteles de cinco estrellas dominaban. -- Bienvenido, coronel Durand -- lo saludó uno de sus subordinados, un hombre delgado de cabello engominado y sonrisa astuta, que hasta el momento no había podido obtener ningún ascenso en su carrera. -- Lo estábamos esperando -- Sebastián entrecerró los ojos. Algo en la sonrisa de ese hombre le erizaba la piel. Él había exigido su baja por incapacidad, pero alguien en el cuartel parecía querer mantenerlo ahí. -- Prefiero no perder tiempo. ¿Dónde es la reunión? -- preguntó con tono militar. -- Sígame por favor – le dice el teniente y lo lleva a un privado, donde los hombres en cubierto lo esperaban. -- Permítame ofrecerle una bebida de cortesía mientras esperamos que llegue el general. Un whisky de los mejores, que nos ha enviado de cortesía el hotel -- señalo alzando un vaso que un camarero le acercó, como si todo hubiera sido calculado al segundo. Sebastián dudó, pero el whisky era su debilidad, y después del acto militar como el que estuvo, la garganta le ardía por un trago. Tomó el vaso, sin apartar la vista del hombre. -- ¿Quién más estará en la reunión? – pregunto mientras bebía el contenido. -- Los hombres del coronel Silva, señor. Todo bajo estricta seguridad -- Sebastián bebió, manteniendo el control en cada sorbo. Pero el líquido tenía un sabor extraño, apenas perceptible, como un dulzor ajeno al whisky. De pronto su visión empezó a tornarse difusa. -- ¿Qué diablos…? -- susurró, al sentir el hormigueo en las manos. El teniente sonrió con cinismo. -- Solo relájese coronel. Esta noche, la habitación pronto estará lista para usted – Sebastián intentó incorporarse, pero sus piernas comenzaron a flaquear. La droga actuaba con rapidez. -- ¡Malditos…! -- alcanzó a gruñir, mientras salía de allí tambaleándose hacia el mostrador. -- Una habitación – ordenó como todo un coronel, con esa voz que hacía temblar al cuartel. El recepcionista que lo había visto llegar y quien ya había recibido dinero de por medio asintió. -- Le asignaremos una habitación de inmediato -- le dijo el recepcionista en voz alta, como si todo fuera parte de un servicio de lujo, mientras los clientes del hotel no notaban la trampa. Detrás del mostrador, el recepcionista deslizó dos llaves, una marcada con el número 666. Sonriendo para sí mismo. -- La habitación 666, esta lista para usted -- le dijo en tono bajo, entregándole la tarjeta mientras uno de los empleados lo sujetaba para “ayudarlo”. -- Suélteme yo puedo solo – ordenó Durand. Aquel hombre ya había recibido dinero para organizarlo todo... la droga en el whisky del coronel, y una mujer que se supone debía tener mala reputación, ese requisito no fue cumplido, pero en el estado que estaban ambos clientes estaba seguro de que atendería a ambos por igual... -- Sigan con el plan -- susurró uno de los camuflados, antes de observar cómo Sebastián entraba en el ascensor. -- Número de habitación – le preguntó al recepcionista, quien había tomado dos llaves. El joven revisó el numero de la llave en sus manos y dijo sin pestañear. -- Habitación 999 -- Dentro del elevador, Sebastián forcejeaba contra su propio cuerpo, luchando por mantenerse consciente. Cuando las puertas se abrieron en el piso seis, se arrastró como pudo por el pasillo, intentando buscar el numero de la habitación, giro a la derecha y pronto se encontró al final del pasillo con la habitación indicada. La puerta ya estaba entreabierta. Adentro, el murmullo de un quejido femenino y la música un tanto sugerente llamó su atención, pero asi de desorientado como estaba Sebastián empujó la puerta e ingresó. Él pensó ver a una mujer con una botella en la mano acercándose peligrosamente, su cuerpo ardía de pasión debido al efecto afrodisiaco de la droga y sin pensar se lanzó sobre ella. Sebastián, casi sin poder hablar, fue arrastrado hacia la cama por aquella mujer, quien le pedía que hiciera su trabajo. Paulina lo tomó del cuello de la chaqueta, sin notar las medallas ni el uniforme, cegada por el alcohol y la furia. -- Silencio -- le ordenó con voz ronca, antes de empujarlo hacia el colchón. La habitación olía a alcohol, perfume y deseo reprimido. Sebastián, aturdido, apenas podía oponer resistencia. Su cuerpo reaccionaba solo, atrapado entre la confusión de la droga y el calor del cuerpo que lo envolvía. Paulina se dejó caer sobre él con fiereza, besándolo con una intensidad desesperada. Las manos de Sebastian recorrieron el cuerpo de la joven de pies a cabeza, la suavidad de su piel lo enloquecía, y el placer por tenerla lo estaba consumiendo. Sus labios recorrieron su cuello, bajando por su pecho hasta detenerse en sus senos, suaves y erectos. Un gemido de placer escapó de sus labios apenas se lo metió en la boca, estaba hecho a la medida, pensó él. Con su lengua hacia círculos en sus pezones. Mientras sus dedos bajaban por su vientre hasta llegar a su feminidad, húmeda y excitante. Sebastian mordía con sus dientes la punta de su pezón mientras sus labios absorbían de él. Los gemidos de Paulina se podían escuchar en toda la habitación, cuando sus dedos encontraron su punto de deseo un orgasmo llegó a ella, calmando un poco la necesidad de penetración, no sabía quién era él, pero lo quería dentro suyo. -- Dame todo lo que tienes -- susurró Paulina, tirando de sus cabellos. Un grito gutural junto con gemidos salieron de los labios de él, dejando sus senos para jalarla hacia arriba, sus labios ahora estaban en su parte intima, jugando, explorando, disfrutando de ese placer. La noche transcurrió lenta, Sebastian la hizo suya una y otra vez, sin tabúes, ni pesares, en ese momento eran solo una mujer despechada y un hombre a punto de que su masculinidad explote -- A mitad de la noche cuando Paulina pensó que todo había terminado, el hombre la levanta en vilo, la pega contra la pared y la enviste nuevamente, con fuerza, con rapidez, dejándola exhausta, pero satisfecha. En su borrachera Paulina llegaba a pensar que los Stripper debían recibir clases para satisfacer a las clientes, pues ella estaba más que satisfecha. Lo que restaba de la madrugada se volvió un torbellino de sudor, caricias frenéticas y gemidos ahogados. Ninguno pedía explicaciones. Solo existía el deseo ciego y la necesidad de destruir sus propias cadenas, aunque fuera por unas horas. Cuando la luz del amanecer se filtró entre las cortinas, Sebastián abrió los ojos con dificultad. El dolor de cabeza era brutal, pero su mente entrenada comenzó a reconstruir los hechos. -- ¿Qué diablos…? -- gruñó, al mirar a su alrededor. Estaba solo. La cama desordenada, las sábanas arrugadas… y sobre la almohada, un objeto que lo dejó inmóvil: Una tiara plateada, con la palabra “Novia” incrustada en brillantes de fantasía. Su mandíbula se endureció al instante. -- ¡Maldición…! -- susurró, con el ceño fruncido. Ahora todo tenía sentido. La trampa no había sido solo la droga. Lo habían arrojado en una habitación con una mujer comprometida. Y por la tiara, no era difícil deducir que se trataba de una novia, ¿pero ¿quién? Pensó... Sus enemigos planeaban arruinarlo, deshonrar su carrera, exponerlo como un maldito degenerado, lo supo apenas recobro la conciencia... Pero esa mujer había escapado antes de que alguien los sorprendiera. -- ¿Quién carajos eres? Y ¿Por qué te unirías para ensuciar mi trayectoria? -- esas preguntas son las únicas que venían a su mente. Sebastián apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando la puerta fue abierta con violencia. Dos de sus enemigos, cámaras en mano, irrumpieron en la habitación. -- ¡Perfecto, lo tenemos! -- gritó uno, levantando la cámara. Pero al no ver a la mujer en la cama, se detuvieron en seco. -- ¿Dónde está la mujer? -- gruñó el otro, revisando la habitación. Sebastián se levantó de un salto, desnudo, con una furia helada ardiendo en sus ojos. -- Fuera de aquí -- les escupió, su voz resonando como un latigazo. Los hombres titubearon, pero él ya había recuperado el control. Avanzó hacia ellos como una fiera, sin importarle su desnudez, con la mirada de un hombre que no teme ensuciarse las manos. -- ¿Quieren arruinarme? Intenten hacerlo… pero primero tendrán que salir vivos de esta habitación -- les advirtió, con una calma escalofriante. Los hombres, acobardados, dieron un paso atrás. -- Esto no quedará así, Durand… -- dijo el coronel Silva, quien había sido el participe de todo. Sabia que estaba perdido, así que no le importaba sacrificar algo más, esperando que la mujer saliera de donde estaba. -- ¡Oh no! Claro que no quedará así -- lo interrumpió Sebastián, con una sonrisa letal. -- Ahora sabrán lo que es conocer de verdad al militar de verdad -- Sebastian los agarro del cuello y comenzó a golpear, una vez rendidos los sacó a empujones, cerrando la puerta con un portazo brutal. Ya solo en la habitación, su respiración aún agitada, Sebastián se dejó caer sobre la cama, con el ceño fruncido. Miró la tiara entre sus dedos. Y, pese a la furia, un detalle se quedó grabado en su mente: El perfume de aquella desconocida mujer. Un aroma dulce, envolvente… imposible de olvidar. Sus labios se curvaron en una sonrisa oscura. -- Seas quien seas… te encontraré mujer --
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