1: La Ambición y el Linaje

1996 Palabras
Emely. Desde que tengo memoria, mi mente ha estado anclada en el oropel del espectáculo. No importaba la disciplina: modelo, actriz o, idealmente, cantante; mi meta en la adultez siempre fue brillar bajo los reflectores. Los libros y el aula eran una obligación, nunca una pasión. Obtener buenas calificaciones y ser una estudiante sobresaliente era un mero trámite, no el preámbulo de una vida entre oficinas, leyes o bisturíes. Mi único y verdadero sueño era el escenario, el rugido de la multitud, el reconocimiento al talento, la voz, el baile, la belleza o la actuación. Sin embargo, para mis padres, estos sueños eran el epítome de la frivolidad y la irresponsabilidad. Ellos solo concebían un futuro de prestigio: Medicina, Leyes o alguna rama empresarial. Para ellos, mi ambición artística no era más que un capricho adolescente, la prueba irrefutable de mi fracaso como hija y como futura mujer de bien. Y, a veces, tengo que admitir que sentía que tenían razón. Para alcanzar esa luz, tomé la decisión pragmática de iniciar mi camino como modelo. Pero la realidad de la industria fue un golpe frío. Los castings se convirtieron en una humillación constante, no por falta de habilidad, sino por una cuestión de centímetros y curvas. No soy la típica silueta andrógina que domina las pasarelas; mi cuerpo no encaja en el ideal de delgadez lineal. A mis veintidós años, tengo unas curvas pronunciadas, un busto y caderas generosas, que la industria considera "demasiado" para la percha. Y mi estatura de un metro y sesenta y seis centímetros, que jamás me ha parecido baja, está por debajo del umbral exigido. El sistema quiere estereotipos caducos, siluetas repetidas, no la frescura o la diversidad que yo ofrecía. Mis padres nunca financiaron mis sueños; nunca hubo clases de canto, ni de ballet, solo el sofocante peso de los estudios y las expectativas. Mi rebelión, a los dieciocho años, fue el detonante de la peor noche de mi vida, cuando se desató la violencia por no querer la vida que me habían asignado. Huir fue mi único acto de supervivencia, un exilio autoimpuesto para alejarme de aquellos que se hacían llamar familia. Desde entonces, he estado sola, luchando contra un mundo que no ofrece tregua. No voy a idealizarlo: he pasado necesidades extremas. Hubo días de frío y hambre, donde la dignidad era un lujo inalcanzable. He sufrido situaciones que no le desearía a nadie. Aunque mi hermano intentó ayudarme enviando dinero por un tiempo, incluso ese hilo se cortó sin explicación. En medio de esta miseria, las únicas anclas que me mantienen a flote son mis dos mejores amigos: Henry y Ángel. Son pareja desde hace años y su incondicionalidad es mi mayor tesoro. Fueron mi apoyo inquebrantable después de la paliza de mis padres, mi red de seguridad cuando todo se derrumbó. Hoy, mi realidad se resume en un trabajo de medio tiempo como vendedora en una boutique de ropa, soportando la clientela volátil: arrogantes, indecisos, histéricos, quejosos. —Baker —me llama la jefa con un tono autoritario—, guía a nuestra clienta al probador, por favor. Le ofrezco a la señora una sonrisa genuina. —Sígame, por favor. —La conduzco a la zona de prueba—. Avíseme si necesita alguna otra talla o asistencia. —Gracias, hermosa —responde ella al entrar. Me quedo esperando, hasta que sale con un sofisticado vestido azul marino que realza su figura. —¿Crees que me queda bien? Sé honesta. —Le queda espectacular —le aseguro sin dudar—. Parece una reina. Ella se mira en el espejo, sonriendo con un leve rubor en las mejillas. —Es usted muy hermosa, señora. Su esposo debe ser un hombre muy afortunado. —De hecho —corrige, con una pizca de timidez y misterio—, son esposos. Mis ojos se abren con una genuina sorpresa. —¡Oh, vaya! Eso es aún mejor. Tener dos esposos... ¡Qué suerte! La señora me mira con asombro, quizás esperando el prejuicio habitual. —¿Lo dices en serio? —Por supuesto. Tener dos personas que te amen de esa manera debe ser lo más maravilloso del mundo. —Lo es —suspira, pero la alegría se empaña—. Pero la sociedad no siempre está de acuerdo con ello. —El mundo está lleno de prejuicios —continúo, apoyándome en la honestidad de mi propia vida—. Yo me considero de mente abierta. Mis mejores amigos son gays y no podría estar más orgullosa de ellos. En este mundo, mucha gente se llena la boca hablando de libertad de pensamiento, pero se apresuran a criticar a quien se sale de la norma. Es una hipocresía que me revuelve el estómago. —Se ve que eres una buena persona. ¿Cómo te llamas, linda? —Dice, tomando mis manos con afecto. —Me llamo Emily —le respondo con calidez. —Soy Erika. Es un gusto conocer a una chica como tú. La sociedad se está volviendo tan intolerante... no muchos reaccionan tan bien al saber que soy esposa de dos hombres. —La tristeza vuelve a ensombrecer su mirada—. Pero intento que no me afecte. Solo me importan ellos y mis hijos. —Me regala una sonrisa radiante. Me hubiera gustado, por un instante, que alguien tan afectuosa y comprensiva como ella hubiera sido mi madre. —Señora Erika, intento dar lo mejor de mí cada día. Las opiniones de los demás pueden ser devastadoras, pero tenemos que seguir adelante con la cabeza bien alta. —De verdad que eres maravillosa. —La vida me ha dado muchos golpes —trago con dificultad al recordar el peso de mi pasado—, y esos golpes me han forjado en quien soy ahora. —La vida es injusta, Emily, para unos más que para otros. Pero, al final, nos deja con el conocimiento y el valor necesarios para cambiarla. Asiento. Tenía razón. Las dificultades, la injusticia, son catalizadores para la superación. La diversidad de pensamiento, opinión y gusto es lo que evita que este mundo se convierta en una cárcel de una sola norma. Dean. Mi vida siempre ha sido cómoda, por no decir privilegiada. Jamás conocí la escasez o la verdadera dificultad. Al ser mis padres fundadores y dueños de Morrison Media, una de las firmas de marketing y publicidad más influyentes, mi infancia y la de mis hermanos fue un camino de alfombra roja. Nuestra madre, una mujer con un sentido de la ética inquebrantable, nos enseñó a valorar el trabajo duro, exigiéndonos empezar desde los rangos más bajos de la empresa para ganarnos nuestro lugar. Hoy, soy el presidente de la empresa. Mis hermanos, los mellizos Dennis y Darren, son mis socios: Dennis como vicepresidente ejecutivo, y Darren como nuestro jefe de fotografía y ediciones. Crecimos en una familia polígama, una estructura poco convencional que nos dio dos padres —Gabriel y Alexander— y una madre. Aunque mi madre, Erika, enfrentó juicios y calumnias, siendo vista por muchos como una "cualquiera", nuestros padres siempre la protegieron y la amaron con un vínculo tan único como innegable. Ellos esperan que mis hermanos y yo sigamos sus pasos en el amor, una idea que me resulta absurda. Soy un hombre de relaciones efímeras, estrictamente sexuales y sin compromisos. Jamás me he visto atado a un compromiso formal, y mucho menos a una relación polígama compartida con mis hermanos. Darren es el romántico incurable; cree en el amor eterno, la familia tradicional y en todas esas cursilerías que yo desprecio. Dennis es más solitario y reservado, con una aversión al contacto físico que lo aísla emocionalmente de cualquier relación significativa. Él y yo compartimos un temperamento similar: fríos, estrictos en los negocios y defensores de la soledad, aunque a mí no me incomode la intimidad física. Hoy celebramos el aniversario de bodas de nuestros padres en su restaurante favorito. Odio estas cenas. Las detesto porque inevitablemente se convierten en un interrogatorio sobre matrimonio, estabilidad y el linaje de los Morrison. —Madre —pregunta Darren, notando la radiante sonrisa que Erika trae puesta—, ¿Por qué tan feliz? Desde que llegó, mi madre no ha dejado de sonreír, un gesto que solo exhibe cuando algo la ha cautivado profundamente. —¿Se me nota tanto? —pregunta, arrugando la nariz. —Muchísimo, cariño —responde Padre Gabriel. —Bueno, es que hoy conocí a una muchacha encantadora. —¿Una muchacha? —pregunta Padre Alexander. —Agradezcan que no fue un muchacho —bromea Darren—. ¡Auch! —Dennis le da un codazo. —Cállate, idiota —sisea Dennis. Mamá ríe y niega con la cabeza. —La conocí esta tarde en una tienda de ropa; fue la vendedora que me atendió. —Parece que te impresionó —comenta Padre Alexander. —Mucho. Fue tan amable, y genuinamente única. —¿Única? —pregunto, levantando una ceja, esperando la inevitable historia. —Sí. —Su sonrisa se ensancha—. No le pareció extraño en lo absoluto que estuviera casada con dos hombres. Sé cuánto ha sufrido mi madre por los juicios sociales; su círculo se redujo drásticamente al iniciar su relación. —Es una chica de mente abierta, no le importa el juicio ajeno y se nota que ha pasado por mucho. —Suspira—. En el poco tiempo que hablamos, se desahogó un poco. Quiere ser modelo, pero no le dan la oportunidad. No entiendo cómo, es una muñeca andante: cabello rubio y ojos azules. —Ser modelo es complicado si no cumples las características ideales, incluso para los hombres. Si no tienes lo esencial, no eres el indicado —digo, bebiendo mi vino con un pragmatismo que no pretende ser cruel, sino realista. —Vaya, me gustaría conocerla. Te ha dejado hechizada —dice Padre Gabriel. Mi madre nos mira, una chispa de picardía en sus ojos. —A mí me gustaría verla de nuevo. Sería una excelente nuera. Y ahí vamos de nuevo. —Por Dios, mamá. Apenas la conociste hoy y ya quieres que sea tu nuera —Dennis pone los ojos en blanco. —Si no los presiono, nunca se casarán. Ya son adultos, su juventud no les durará para siempre. —Cruza los brazos—. Queremos nietos, y estoy harta de ver solo sus caras. —Eso dolió, amor —bromea Padre Alexander—. Pero tu madre tiene razón. Es hora de que formen una familia y aseguren la generación de los Morrison. —Padres, entiendan que el compromiso es algo que vemos muy, muy lejano —trato de mantener la calma. La sonrisa de Padre Gabriel se borra. —Entonces, si siguen pensando de esa manera, me tomaré la molestia de cambiar los dueños de la empresa. El aire se congela. Los tres tragamos saliva con nerviosismo. Esto sí que es grave. —¿Qué quieres decir con eso, Padre? —pregunta Darren, la alarma en su voz. —No voy a permitir que sigan dándose la vista gorda. Son adultos y tienen un linaje que honrar. No voy a morir sin conocer al menos un hijo de ustedes. —Cariño... —Mamá intenta intervenir, pero Padre Alexander le hace una seña para que guarde silencio. —Padre, creo que estás exagerando las cosas —dice Dennis, la frialdad abandonando su voz. —No, no lo estoy. No los criamos para que vivan en soledad, sin amar y sin herederos. Así que espero que busquen una prometida o una novia antes de que termine el año, o atenganse a las consecuencias. Mis padres toman las manos de mi madre y se retiran del restaurante, dejándonos con un sabor amargo y el miedo clavado en el pecho. Esta vez, Padre Gabriel hablaba en serio, mucho más que otras veces. Sabemos que si no cumplimos, serán capaces de una locura de la que nos arrepentiremos toda la vida.
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