Capítulo Dos

931 Palabras
Cuando nació Alex, sentí que el mundo entero se detenía. Era tan pequeño, tan frágil… y aún así, lo llenaba todo. En el momento en que lo tuve en mis brazos, supe que nunca volvería a estar sola. Su llanto, sus manitos aferradas a mis dedos, su respiración suave… todo en él me decía que tenía un propósito: protegerlo. Mis padres se enamoraron de él en cuanto lo vieron; mi mamá lloraba cada vez que lo cargaba, y mi papá no podía dejar de presumir a su primer nieto. A veces pienso que fue Alex quien les devolvió la alegría después de tanto sufrimiento por mi culpa. Los primeros meses fueron duros, pero también los más felices. Las noches sin dormir se mezclaban con las primeras sonrisas, y cada pequeño avance de Alex me recordaba que todo el dolor valía la pena. Aprendí a hacer muchas cosas al mismo tiempo: estudiar, cuidar a mi bebé y seguir respirando aunque me doliera recordar a Daniel. El tiempo pasó rápido. Antes de darme cuenta, ya estaba terminando la universidad. Fue difícil equilibrar las clases, el trabajo y la maternidad, pero gracias al apoyo incondicional de mis padres y a ese pequeño torbellino de energía que me esperaba al llegar a casa, lo logré. Cuando crucé el escenario para recibir mi título de Administración de empresas, con Alex en brazos y mis padres aplaudiendo desde la primera fila, sentí que, por fin, todo estaba en su lugar. Con el título en mano, conseguí un trabajo estable y empecé a construir nuestra vida desde cero. Ahorré cada centavo posible y, con un poco de ayuda de mis padres, dos años después compré nuestra primera casa. Era pequeña, con un jardincito al frente donde Alex adoraba jugar. No estaba lejos de mis padres, lo que me daba tranquilidad. Era pequeña, pero nuestra. Y sobre todo, llena de amor. Hoy, cuatro años después de aquel comienzo tan difícil, mi vida tiene otro ritmo. El trabajo es agotador, sí, pero cada vez que regreso a casa y oigo una vocecita gritar “¡Mami!”, todo el cansancio desaparece. Apenas abro el portón del pequeño jardín, Alex corre hacia mí y se aferra a mis piernas con una sonrisa que ilumina todo. —¡Mami! —grita lleno de alegría. Era mi niño, Alex Dawson, que acababa de cumplir cuatro años. Su cabello lacio y rubio oscuro se movía con el viento, y sus ojos brillaban con travesura e inocencia. Lo abracé con fuerza, y su calor me llenó de una felicidad imposible de describir. —Hola, mi pequeño —sonreí mientras lo levantaba en brazos. Lo había extrañado tanto. —Hola, Anabell, ¿cómo le fue en el trabajo? —pregunta Mónica, que nos observa desde la puerta. Ella tiene veintidós años, de tez clara, cabello n***o y ojos café oscuro. —Oh, Mónica, háblame de tu por favor —río—. Me haces sentir vieja. Y ya sabes, el trabajo… agotador como siempre. ¿Cómo se portó este pequeño diablillo? —pregunto haciendo cosquillas a Alex. —Más travieso que nunca, pero nada nuevo —responde ella divertida. Reímos mientras entramos a la casa. Es pequeña, con una sala a la derecha, comedor al centro, cocina separada por una pared y dos habitaciones al fondo, junto al baño. Sencilla, pero perfecta para nosotros. Después de darme una ducha, me uno a Alex en la sala. Él está ocupado esparciendo sus juguetes por todas partes, mientras Mónica prepara la cena. —¡Mami! —grita levantando los brazos para que lo cargue. —¡Mi amor! —respondo—. ¿Qué haces, pequeñito? —Jugando con mis juguetes, mami —dijo, con la mano en la barbilla como si reflexionara profundamente—. Oye, mami, ¿quieres jugar conmigo? —Claro que sí, bebé. Él frunce el ceño hace que lo baje al suelo, se cruza de brazos y me mira muy serio. —¿Qué pasa, amor? ¿Por qué esa carita? —¡Yo no soy ningún bebé! —responde indignado. Intento no reír. Es tan tierno. Me agacho a su altura. —¿Ah no? ¿Ya no eres mi bebé? —¡No! Soy un niño grande. —Para mí siempre serás mi bebé —dije, sonriendo. —Pero, mami… —gruñó, dando golpecitos con los pies. —Pero mami nada —le hice cosquillas y él estalló en carcajadas—. Te amo, mi vida. —Yo también, mami —respondió abrazándome fuerte. —La cena está lista —anunció Mónica desde la cocina. —Gracias, Mónica. Vamos a comer, pequeñito. —¡Sí! —gritó emocionado. Durante la cena no paramos de reír por las ocurrencias de Alex. Cuando Mónica se va y termino de lavar los platos, nos preparamos para dormir. Alex aún duerme conmigo. Es pequeño, y no puedo evitar preocuparme. A veces creo que exagero, pero con los niños nunca se sabe. —Mami —susurra mientras lo arropo. —¿Qué pasa, cariño? —pregunté, adormilada. —¿Me compras helado? —A estas horas no, corazón —sonreí—. Es tarde, pero mañana sin falta te lo compro sí? —Está bien… —respondió un poco triste. —No te pongas así —le hago cosquillas hasta que ríe—. Te quiero mucho. —Yo también, mami… —murmura, y en pocos minutos se queda dormido. Lo observo por un momento, con una sonrisa cansada, pero llena de paz. Mi pequeño mundo está completo, y eso es todo lo que necesito.
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