Tomo del brazo a Marco, aferrándome a él como a un ancla en la tormenta, y caminamos hacia la entrada de la carpa. La música, un Ave Maria inquietantemente hermoso, se hace presente. Las cabezas se giran al unísono. Veo caras conocidas: capos ancianos con miradas de hielo, mujeres elegantísimas cuyas sonrisas no alcanzan sus ojos, jóvenes herederos que me observan con una mezcla de lujuria y respeto. Y desconocidos, muchos desconocidos, todos con el aura de poder y peligro que define nuestro mundo. En el altar, bajo un arco de flores blancas y negras, está Stefan. Me da la espalda, respetando la tradición absurda con una rigidez que delata su tensión. Pero no puede resistirse. Se gira. Nuestras miradas se encuentran a través del pasillo abarrotado, y el mundo se detiene. Es como si el a

