Entre deber y deseo

1626 Palabras
El castillo amaneció con un aire de ceremonia. Las banderas ondeaban desde las torres, y el patio se llenó de pasos, saludos y risas forzadas. Yo lo observaba todo desde lejos, con las manos manchadas de hollín y la mirada fija en lo que no debía mirar. Ella. Niamh. Caminaba junto a mi hermano, el heredero. Él hablaba, sonreía, mostraba su mejor versión ante los ancianos y los invitados, y ella asentía en silencio, como si cada gesto le pesara. Desde donde estaba, podía ver cómo su sonrisa no le llegaba a los ojos. No era desdén, ni miedo. Era… contención. Esa clase de calma que solo tiene quien se obliga a sobrevivir entre los muros. Mientras ella se inclinaba ante los ancianos del consejo, mi hermano le ofreció el brazo con un orgullo que casi dolía de ver. Ella lo tomó, pero el gesto fue automático. Lo supe. La conocía lo suficiente, aunque no debería. —Bais —llamó mi madre desde la cocina, rompiendo mi trance—. Si no limpias esas brasas, te las haré tragar. Obedecí sin protestar. Fingí estar ocupado, pero mi atención seguía en el patio. El sol rebotaba en las piedras, dorando su cabello como si los dioses disfrutaran de su crueldad. El bullicio fue en aumento cuando los ancianos comenzaron a repartir los símbolos de la nueva alianza. A mi hermano le entregaron una capa nueva, roja y dorada; a Niamh, un broche de plata con forma de halcón. El emblema del clan Ardan. Sentí un golpe en el pecho. Metí la mano en mi capa y rocé el pedazo de madera ennegrecida que guardaba desde la hoguera. Su forma era la misma, aunque tosca, imperfecta, casi viva. Un halcón tallado por el fuego. El suyo brillaba ante todos. El mío ardía solo para mí. Dos símbolos. Dos fuegos. Y ambos marcaban un mismo destino. Cuando la ceremonia terminó, todos se dispersaron hacia el gran salón para el banquete. Yo me quedé atrás, observando cómo ella se alejaba con la misma elegancia con que uno se despide del peligro. El viento me trajo un eco de su voz, apenas un susurro, pero suficiente para romperme la calma. “Entre la unión y la ruina…” Las palabras de la druida, pronunciadas con su tono. O eso quise creer. No sé si los dioses juegan con los hombres, o si somos nosotros quienes nos inventamos sus juegos para excusar lo que sentimos. Solo sé que ese día, por primera vez, comprendí que la profecía no era mi mayor castigo. Era ella. El cielo estaba gris cuando escapé de la cocina. Necesitaba aire, o al menos la ilusión de tenerlo. Crucé el patio sin rumbo hasta que el olor a heno me guió hacia los establos. Los caballos resoplaban inquietos. El viento de la tarde traía el aroma de la tormenta que se acercaba desde el mar. Me quedé junto al corral, con las manos apoyadas en la valla, sin pensar en nada y en todo a la vez. —Tú siempre huyes hacia los lugares donde nadie busca a los hombres decentes —dijo una voz a mi espalda. Me giré. Era ella. Niamh. Vestía una capa ligera, sin adornos, y llevaba el cabello suelto, algo que nunca hacía en público. Por un momento, no supe si los dioses me castigaban o me ponían a prueba. —No debería estar aquí, mi señora —dije, intentando que mi voz sonara firme. —Lo sé. —Avanzó un paso más—. Pero a veces las normas ahogan más que el mar. El silencio se estiró entre nosotros. Solo se oía el resoplido de los caballos y el chocar de la lluvia en los tejados. —Te vi —dijo de pronto—. Esta mañana, en el patio. No apartaste la mirada. —No tenía motivo para hacerlo —respondí. Ella sonrió con una calma peligrosa. —¿Y si ese fuera el motivo? Sus palabras me atravesaron. Podría haberle mentido. Podría haber bajado la cabeza y fingido obediencia, pero mi cuerpo me traicionó: di un paso hacia ella. —No fue mi intención ofenderte. —No me ofendiste, Bais. —Su voz bajó un tono, apenas un suspiro—. Me confundiste. Me miró, y en esos ojos claros vi algo más que duda. Vi el mismo miedo que me habitaba a mí. El miedo a querer lo prohibido. —¿Por qué los dioses me hacen mirarte cuando no debo? —preguntó, con la voz quebrada. No supe qué responder. Ningún rezo, ningún juramento, ninguna profecía servía para eso. —Tal vez los dioses disfrutan de las tragedias tanto como los hombres —murmuré. Ella rió con tristeza, bajando la mirada. —O tal vez nos usan para escribirlas. El sonido de un trueno nos interrumpió. La lluvia comenzó a caer con fuerza, golpeando el techo de madera. Por un instante, el mundo se redujo a ese pequeño espacio, a su respiración y la mía. Quise hablar, decirle que debía irse, que nos estaban condenando con cada palabra. Pero no lo hice. Porque en su mirada no había culpa. Había destino. Y el destino, cuando llega, no pide permiso. La lluvia seguía cayendo. No era fuerte, pero sí constante, como si el cielo se negara a callar. El sonido llenaba el establo, ahogando el silencio que se había instalado entre nosotros después de sus palabras. Niamh avanzó un paso, sin apartar la mirada. No parecía una dama del clan, ni una prometida. Parecía una mujer… una que había dejado de esconderse. —Anoche —dijo, apenas audible— soñé con fuego. Mi respiración se detuvo. Ella continuó, sin dejarme apartar la vista. —Había una hoguera y una voz. No era humana. Me llamaba por mi nombre. Luego me habló de ti. Sentí cómo el aire se me atascaba en la garganta. —¿Qué te dijo? Niamh bajó la cabeza, apretando los puños. —“El halcón no pertenece a un solo nido. Si uno vuela, el otro caerá.” La voz se me heló en los huesos. Las mismas palabras, casi las mismas imágenes, que había soñado noches atrás. El fuego. La druida. El destino. Ella levantó la mirada y la vi temblar. —¿Qué significa, Bais? —Que los dioses han decidido jugar con nosotros —dije, sin poder evitarlo. —No —susurró ella—. No son los dioses. Es la maldición. Guardamos silencio. El viento soplaba entre las rendijas del techo, y una ráfaga apagó una de las lámparas, dejándonos a medias sombras. —Te lo advertí —dije al fin—. Nada bueno puede salir de esto. —Entonces… ¿por qué no te alejas? No supe responder. Tal vez porque no podía. Tal vez porque, aunque lo hiciera, la distancia no alcanzaría para separar lo que ya se había trenzado dentro de mí. Di un paso atrás, buscando aire. Ella también retrocedió, pero sus ojos no se movieron de los míos. —La druida dijo otra cosa —añadió con voz temblorosa—. Dijo que “el amor que nace del fuego no se apaga con el miedo”. Esa frase me destruyó. Porque sabía que era cierta. La lluvia arreció, golpeando el techo con furia. El olor a tierra mojada se mezcló con el de los caballos, el heno y el deseo. —Vete, Niamh —susurré—. Antes de que los dioses decidan cobrar su precio. Ella no se movió. Solo me miró una última vez, y en esa mirada había más verdad que en todos los juramentos de los hombres. Luego se dio media vuelta y se perdió bajo la lluvia. Me quedé solo, con el corazón golpeando contra las costillas, sabiendo que ya no había marcha atrás. La profecía no nos perseguía. Nos había elegido. La lluvia seguía cayendo cuando ella se fue, y aun así el establo olía a incendio. El eco de sus palabras seguía suspendido en el aire, como si la druida hubiera hablado otra vez a través de su voz. “El amor que nace del fuego no se apaga con el miedo.” Me quedé quieto, mirando el suelo, con las manos aún temblando. No sé cuánto tiempo pasó. Quizás minutos. Quizás toda una vida. Aflojé la capa, empapada por la humedad, y el pedazo de madera tallada cayó al suelo con un golpe seco. El halcón ennegrecido. Mi símbolo. Mi condena. Lo recogí, y al hacerlo, noté que una pequeña astilla se había desprendido de una de sus alas. La giré entre los dedos. La lluvia la había humedecido, pero dentro, en el corazón del trozo, todavía había calor. Como si el fuego siguiera vivo, esperando algo. Esperándola. —¿Por qué a mí? —susurré al vacío. Nadie respondió. Solo el rumor del agua deslizándose por las rendijas del techo. Los caballos se inquietaron un momento, y uno de ellos relinchó, sacándome de mis pensamientos. Me acerqué al portón, abrí apenas una r*****a, y miré hacia el patio. El cielo estaba cubierto de nubes, pero en el horizonte se distinguía un resplandor, un rayo que partía el firmamento en dos. Parecía una señal. O una advertencia. Pensé en Niamh, en su voz quebrada, en el temblor de sus manos al pronunciar mi nombre. Pensé en el destino que me impusieron antes incluso de respirar por primera vez. Y supe que había perdido la batalla antes de librarla. Porque no hay forma de huir de lo que los dioses escriben en la sangre. Guardé el halcón contra mi pecho, apreté los dientes y regresé a la oscuridad del establo. La lluvia no tardaría en cesar. Pero dentro de mí, la tormenta apenas comenzaba.
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