El heredero celoso

1750 Palabras
La mañana llegó sin piedad. No había dormido, no después de lo que ocurrió bajo el muro. Pero aun así me presenté en la cocina antes del amanecer, como siempre. El fuego apenas despertaba, y el olor a pan recién amasado cubría las piedras como un consuelo inútil. Mi madre de crianza me miró y negó con la cabeza. —No tenías que venir hoy —susurró—. Después de anoche… —No podía quedarme en la cama —respondí. Quería trabajar. Quería cansar el cuerpo, porque la mente seguía ardiendo con la sombra de Niamh, con la cercanía de su respiración y con la amenaza que había quedado flotando en el aire. No pasaron ni cinco minutos antes de que un guardia entrara en la cocina. —Bais —dijo secamente—. El consejo te solicita. Mi madre apretó los labios. Yo no me permití temblar. Seguí al guardia por pasillos que conocía demasiado bien, aunque aquella mañana parecían más largos, más fríos, más vigilados. El salón del consejo ya estaba lleno: ancianos, capitanes, el escriba… y él. Mi hermano. Recostado en su silla como si el mundo girara solo porque él respiraba. Cuando entré, no se molestó en ocultar la sonrisa. —Ah, el bastardo puntual. Mirad qué milagro. Algunos ancianos bajaron la mirada. Otros no. El capitán de la torre carraspeó. Yo me mantuve firme. —Tengo órdenes para ti —continuó mi hermano, cruzando una pierna con elegancia forzada—. Puesto que has demostrado… demasiado celo en tus funciones, he decidido reasignarte. Una pausa. Un silencio pesado, intencionado. —A partir de hoy —prosiguió con voz clara— te encargarás del establo inferior. Limpieza, agua, mantas. Nada de guardias. Nada de entrenamientos. Y por supuesto… nada de acercarte a la torre este. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo: degradarme al sitio más bajo para recordarle al consejo quién tenía el poder… y para alejarme de ella. No respondí. No había nada que decir. —¿Alguna objeción? —preguntó con fingida cortesía. —Ninguna —dije. Su sonrisa se ensanchó. —Perfecto. Ya puedes retirarte. Pero no me fui. No porque no quisiera, sino porque justo entonces, las puertas del salón se abrieron y entró Niamh. Vestida con una capa azul oscuro, el cabello recogido con un broche que parecía demasiado pesado para su juventud. Su paso era firme, pero sus ojos… sus ojos buscaron el salón entero hasta encontrarme. Y cuando lo hicieron, temblaron. Solo un segundo. Solo un parpadeo. Pero bastó. Mi hermano lo vio. Todo el consejo lo vio. Y yo entendí, con una claridad brutal, que ese día no solo me habían degradado de rango. Acababan de declarar la guerra. El consejo terminó con la frialdad de una hoja recién forjada. Los ancianos se dispersaron, el escriba recogió sus pergaminos, y mi hermano caminó hacia Niamh como si la sala le perteneciera. Yo me aparté a un lado, dispuesto a irme sin provocar más tensión. Pero ella estaba en medio del camino. Y cada paso que daba hacia él, la obligaba a pasar cerca de mí. Demasiado cerca. —Lady Niamh —la saludó mi hermano, distendiéndose los hombros—. Espero que hayáis descansado bien. Ella inclinó la cabeza con educación impecable. —Lo suficiente para atender mis obligaciones —respondió. Su voz era suave, pero había una firmeza ahí… distinta, nueva. Él no lo notó. Yo sí. Cuando ella avanzó para seguirlo, su capa rozó mi antebrazo. Un roce mínimo, accidental para cualquiera. Pero no para nosotros. Ella contuvo el aliento. Yo también. Seguí sin mover un músculo. No debía. No podía. Mientras caminaban hacia la salida del salón, ella mantuvo el mentón alto, rígido, como si la columna vertebral fuera una lanza. Pero su mirada cayó, solo una vez, sobre mi sombra proyectada en el suelo. No sobre mí. Sobre mi sombra. Porque mirarme de frente habría sido demasiado evidente. El gesto fue rápido, calculado, casi invisible. Mi hermano no lo vio. Sin embargo, uno de los capitanes sí. Lo noté por la forma en que sus cejas se tensaron, como si acabara de descubrir una g****a en el muro que juró proteger. Niamh continuó hacia el pasillo principal. Justo antes de desaparecer bajo el arco de piedra, hizo algo que me quemó más que cualquier golpe: Se detuvo. Solo un segundo. Un gesto inapropiado, delicado, involuntario… y peligroso. Luego siguió caminando, como si nada hubiera ocurrido. —No la mires —susurró Mael a mi lado, apareciendo sin que lo oyera llegar—. No ahora. Te lo ruego, Bais… no le des a tu hermano más razones. —No necesito razones —interrumpió una voz desde atrás. Era el capitán que había visto la sombra de su mirada rozarme. Me escrutó con la frialdad de un juez y un verdugo combinados. —Desde hoy… no te quiero a menos de diez pasos de ella. Si rompes esa distancia, responderé ante el heredero. Y tú… —su mirada descendió como una sentencia— …ante los dioses. Se marchó sin esperar respuesta. Mael suspiró. —Ten cuidado, Bais. El castillo tiene ojos… pero ahora también tiene memoria. Me quedé solo en el salón vacío. Y supe, con un nudo en la garganta, que por mucho que ella intentara alejarse… …la distancia ya no existía. No tuve que buscarlo. Él me estaba esperando. Apenas crucé el patio interior, escuché el sonido seco de una espada desenvainada. Instintivamente me giré, pero era solo él, mi hermano, practicando golpes contra un maniquí de paja como si quisiera descuartizarlo. Golpeó una vez más, con b********d innecesaria, antes de hablar: —No te gusta el establo, ¿verdad? La paja no combina con tu… linaje. Tragué saliva. No respondí. —¿No vas a decir nada? —se burló—. A veces olvido que, pese a ser bastardo, sabes comportarte. Se acercó despacio, girando la espada con un movimiento elegante. Era demasiado diestro. Demasiado seguro de sí mismo. Demasiado consciente del poder que tenía. —Sabes por qué lo hago —dijo, bajando la voz—. Y no, no tiene que ver con la profecía… todavía. Apreté los puños, pero seguí en silencio. —Tiene que ver con ella —añadió. Levanté la cabeza. Lentamente. Como si mis huesos pesaran más que el hierro. —No hay “ella” para mí —dije. Él sonrió. Una sonrisa afilada, peligrosa. —Oh, claro que la hay. Eres transparente, Bais. Siempre lo has sido. Como un niño que mira un juguete que sabe que nunca tendrá. Se acercó un paso más. Su aliento estaba tan cerca que pude oler el vino mezclado con menta. —Te vi en el consejo —murmuró—. Y vi cómo te miró. Como si te recordara. Como si… te reconociera. Su tono se volvió frío como el acero. —¿Qué le dijiste? ¿O qué hiciste… para que apenas pudiera ocultar que le importas? Mi corazón golpeó contra mis costillas. No por miedo. Por rabia. —No hice nada —respondí. —No mientas. No se mira así a un sirviente. Menos a un bastardo. Mi mandíbula crujió. —Yo tampoco la miré de esa forma —mentí. Él rio. Un sonido desagradable, hueco. —¿Sabes cuál es tu problema, hermano? Que olvidas tu lugar. Y cuando uno olvida su lugar, el mundo se encarga de recordárselo. Su espada tocó mi pecho. Apenas un roce. Un gesto calculado. —Si vuelves a cruzarte en mi camino… —su mirada ardía, no de ira, sino de celos— …te juro por los dioses que esta vez no habrá ancianos para detenerme. Quitó la espada y se giró para marcharse. Pero antes de irse, añadió: —Y mantente lejos de Niamh. No voy a repetírtelo. Lo observé alejarse, la capa ondeando como un estandarte de guerra. Mi respiración temblaba, pero no por el miedo. Sino por algo mucho más profundo: el deseo de no obedecerlo. Porque mientras él hablaba… …mis pensamientos solo tenían un nombre. Y ese nombre no era el suyo. Creí que después de aquel enfrentamiento tendría al menos un respiro. Un instante de calma. Una g****a en la tensión para poder respirar. Pero el castillo nunca concede misericordia al que ya está condenado. Cuando salí del patio de entrenamiento, dos guardias me esperaban junto a la escalinata. No eran los que solían vigilar las puertas, ni los jóvenes reclutas que aún temblaban cuando empuñaban una lanza. Eran veteranos. Los hombres que mi hermano enviaba cuando quería dejar un mensaje. —Bais —dijo uno de ellos, sin inclinar la cabeza—. Se nos ha ordenado escoltarte. —¿A dónde? —pregunté. —A ninguna parte. La orden exacta fue: “Desde hoy, no se moverá sin que yo lo vea, aunque sea por ojos ajenos.” La frase me atravesó. No por la amenaza, sino por la precisión. Ese era mi hermano. No necesitaba gritar para encerrar a alguien: bastaba con elegir bien sus palabras. Me quedé quieto unos segundos. —¿Es vigilancia o arresto? —pregunté al fin. —Vigilancia —respondió el otro guardia—. Por ahora. “Por ahora.” Dos palabras capaces de cambiar el destino de un hombre. Los guardias caminaron detrás de mí mientras descendía las escaleras hacia el establo inferior. Podía sentir sus pasos coordinados, el peso de sus miradas, el juicio silencioso. A mitad del camino, vi algo que me detuvo. Niamh. Estaba en la galería superior, rodeada de damas de compañía, fingiendo escuchar sus conversaciones. Pero no escuchaba. Miraba hacia abajo. Hacia mí. No pude sostenerle la mirada. Ella sí. Sus ojos recorrieron mi figura flanqueada por soldados, y su expresión cambió: primero sorpresa, luego inquietud… y finalmente algo peor. Culpa. Una dama le habló al oído y ella asentó, obligándose a girar la cabeza. Pero no engañó a nadie. No a mí. Cuando subí al establo, uno de los guardias dijo en voz baja: —Será mejor que aprendas a mirar al suelo, Bais. Al heredero no le gustan los hombres que levantan la vista. No respondí. Pero mientras colocaba agua fresca en los cubos y extendía mantas sobre los cajones, lo único que podía pensar era que el castillo ya no vigilaba mis pasos… …sino mis pensamientos. Y que mi hermano no había ordenado vigilancia para proteger su honor. Lo había hecho para advertirme que, desde ese día, cada latido mío era un delito.
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