Cartas en la oscuridad

1966 Palabras
El establo inferior olía a heno húmedo y a silencio castigado. Desde que me relegaron allí, mis días transcurrían entre baldes de agua, mantas ásperas y el sonido tranquilo de los animales que no sabían nada de profecías ni de celos. Fue en ese entorno, donde nadie debería buscarme, que ocurrió. Mientras cambiaba la paja del último cajón, escuché pasos suaves detrás de mí. No eran los de un guardia. Ni los de un soldado. Eran demasiado ligeros. Me incorporé, el corazón tensándose sin razón aparente. Una joven doncella estaba allí. No la conocía: rostro redondo, mejillas sonrojadas, las manos aferradas al delantal como si escondiera algo. —¿Necesitas algo? —pregunté. No respondió de inmediato. Miró hacia la puerta… dos veces. Luego dio un paso más dentro del establo. —Esto es para vos —susurró, extendiéndome una pequeña hoja doblada. El gesto fue tan rápido que cualquiera diría que se deshacía de un insecto, no que entregaba un mensaje. Tomé la nota, intentando que mis dedos no rozaran los suyos. Ella dio un paso atrás, respiración entrecortada. —¿Quién te envía? —pregunté. Sacudió la cabeza con fuerza. —No preguntéis, mi señor. Solo… no la dejéis caer. No aquí. Mi señor. Hacía años que nadie me llamaba así. Quizá nunca. Antes de que pudiera añadir una palabra, la joven corrió hacia la puerta, desapareciendo entre las sombras. Me quedé solo, con el sonido del viento cruzando el establo y el papel ardiendo entre mis dedos. No debía abrirlo. No debía siquiera tenerlo. Pero… la tinta tenía el aroma que reconocería incluso en plena guerra: un toque leve de salvia, el que ella usaba en su cabello. Desdoblé la nota. La caligrafía era fina, firme, elegante. Cada trazo era ella, aun si no firmaba. “Tú no estás solo. Y yo tampoco. Si el mundo te encierra… búscame donde el fuego no llega.” No decía su nombre. No necesitaba hacerlo. Guardé el papel dentro de mi camisa, cerca del corazón, temiendo que los dioses pudieran verlo. Porque aunque ella no lo supiera, esa nota no era un mensaje. Era un peligro. Y yo ya estaba dispuesto a leerlo entero. Guardé la nota en el doble fondo de mi cofre, bajo la manta más vieja que tenía. El corazón aún me latía como si hubiera corrido desde la torre hasta el mar. Era absurdo: nadie venía al establo inferior, y menos a revisar mis pertenencias. Pero sabía que la vigilancia no se movía por lógica, sino por celos. Las horas pasaron lentas. Los guardias se turnaban en silencio, observándome siempre desde lejos, como si temieran ensuciarse al acercarse demasiado. Al caer la tarde, Mael apareció con un saco de cebada. —Traigo esto de parte del encargado —dijo, pero me miró de un modo extraño—. Abre cuando estés solo. Lo vi marcharse antes de atreverme a tocar el saco. Esperé a que los guardias se reunieran fuera para hablar entre ellos, aprovechando la mínima distracción. Solo entonces desaté la cuerda. Dentro, además del grano, había un pequeño libro de tapas de cuero. El que yo solía usar para anotar tareas del establo superior… perdido hacía semanas. O eso creía. Lo abrí con cautela. Entre las páginas había una flor seca. Una flor de invierno, blanca y ligera como un copo atrapado por descuido. Y entre sus pétalos, un papel doblado en cuatro. Lo desplegué. “No puedo hablarte. No puedo mirarte. Pero puedo escribirte.” Respiré hondo. Pasé las páginas siguientes, temblando como si mis dedos fueran ajenos. En la mitad del libro, cerca del pliegue central, había otra nota escrita con la misma caligrafía fina. “Si yo soy vigilancia, tú eres fuego. Y temo que un día arderé sin que nadie lo note.” Me quedé sentado sobre el fardo de paja, perdiendo la noción del tiempo. ¿Había sido hoy? ¿Ayer? ¿Durante cuántos días había te escondido palabras entre los objetos que los demás no miraban? Cerré el libro, con la flor protegida entre sus páginas. Pero aún faltaba una última sorpresa. Cuando fui a colgar mi capa, un pequeño trozo de tela sobresalía de la costura del interior. Lo tiré con suavidad. Otro pedazo de papel. Otra línea escrita con prisa. “No vengas a mí… pero no te alejes.” Tragué saliva. Era un mensaje imposible. Un pedido absurdo. Una contradicción tan bella y tan cruel como ella. Y aun así… ya no podía negarlo. Estábamos hablando en un idioma que el castillo todavía no sabía escuchar. La noche cayó espesa sobre el castillo. Demasiado silenciosa, demasiado consciente. El tipo de silencio que obliga a los hombres a escuchar lo que no quieren sentir. No podía dormir. Ni quería. La última nota aún quemaba en mi bolsillo como un carbón vivo: “No vengas… pero no te alejes.” La repetí una y otra vez en mi cabeza, hasta que entendí que no era una advertencia. Era una invitación disfrazada de miedo. Salí del establo con pasos lentos, calculados. Los guardias no me perdían de vista, pero la vigilancia también se cansa. A esa hora, la mayoría estaba en sus rondas externas. Eso me dejaba huecos. Pequeños, peligrosos… y suficientes. Me moví junto a la muralla norte, donde las sombras son más profundas y la luz de las antorchas no alcanza. No tenía destino claro. Pero mis pies sabían dónde ir. El corredor de piedra que llevaba a los jardines interiores estaba quieto, solo acompañado por el murmullo de las hojas del acebo que crecía contra la pared. El aire olía a tierra húmeda y a invierno quebrado. Entonces la vi. Niamh estaba allí, a media luz, envuelta en un manto que no era el suyo: era gris, áspero, parecido a los que usaban las sirvientas. Quería pasar desapercibida. Pero el brillo de sus ojos era imposible de ocultar. —No deberías estar fuera de tus aposentos —dije con voz baja. —Tampoco tú —respondió sin mirarme—. Pero aquí estamos. Me acerqué un poco, no lo suficiente para que nos descubrieran, pero sí para ver cómo su respiración se condensaba en la noche. —¿Por qué me escribes? —pregunté, apenas un murmullo. —Porque no puedo hablarte cuando todos miran —dijo ella, crispando los dedos bajo el manto—. Y porque… —su voz tembló— no sé qué hacer con lo que siento. Mis piernas se tensaron. —No deberías sentir nada. —Lo sé. El silencio entre nosotros se volvió insoportable. Podía oír mi corazón, podía oír el suyo. Ambos latían como si hubieran escapado corriendo de una batalla. Ella respiró hondo. —Cuando te enviaron al establo, pensé que el dolor sería soportable. Que… si no te veía, si no te escuchaba… —se detuvo, mordiéndose el labio— …esto se apagaría. Mi pecho ardió. —¿Y no se apagó? Negó muy despacio. Sus ojos se levantaron hacia los míos, temblorosos pero firmes: —No. Crece, Bais. Cada día. Cada vez que te apartan, cada vez que te humillan, cada vez que te veo contener el fuego que yo sí veo en tus ojos. Tuve que desviar la mirada. El aire se volvió demasiado estrecho para los dos. —Niamh… eres la prometida de mi hermano. —Y tú eres el hombre al que miro cuando nadie debería mirar —dijo ella, casi sin voz. El mundo se detuvo. Las estrellas parecían más cerca. El viento dejó de soplar. Las sombras aguantaron el aliento. Y ella dio un paso hacia mí. Solo uno. Pero ese único paso hizo que todo mi cuerpo temblara. —No puedo elegir lo que siento —susurró—. Pero puedo elegir lo que hago. Y esta noche… solo necesitaba verte. Mi mano casi se movió hacia ella. Casi. Pero recordé las palabras del capitán. Recordé la vigilancia. Recordé los celos de mi hermano. Y recordé que un solo roce podía condenarnos a ambos. —No debería quedarme —dije, apartándome apenas medio paso. Ella bajó la cabeza. —Lo sé. Pero antes de que yo pudiera añadir algo más, levantó la mirada y añadió: —Entonces vete… o quédate conmigo un momento más. Ese “momento más” valía más que cualquier juramento. Y por primera vez desde que nos vimos, dejé que los dioses decidieran por mí. Y no me moví. Apenas regresé al establo, el mundo parecía distinto. Más pequeño. Más frágil. Como si cualquier sonido pudiera romper la noche que acabábamos de compartir. Intenté dormir, pero no pude. Las palabras de Niamh seguían vibrando en mis oídos, como si todavía estuviera frente a mí. Crece, Bais. Cada día. Pasé horas mirando el techo, sintiendo que el pecho iba a estallar. Al final, me rendí. Encendí la vela pequeña que guardaba debajo del banco y saqué su primer mensaje, el que había recibido esa mañana. Necesitaba releerlo. Necesitaba sentir que no lo había imaginado. Pero justo entonces escuché pasos. Unos pasos que no pertenecían a los guardias. Lentos. Cautelosos. Demasiado curiosos. Apagué la vela de un soplo. El establo quedó en penumbra, iluminado solo por la claridad débil de la luna que entraba por las rendijas. Me quedé inmóvil, respirando apenas. Los pasos se acercaron. Una sombra entró en el corredor central, deteniéndose justo frente a mi puesto. Era el mozo de las cocinas, un joven nervioso que siempre evitaba mirarme a los ojos. Nunca venía a esa hora. —¿Qué haces aquí? —pregunté con frialdad. Se sobresaltó tanto que casi deja caer el cubo que llevaba. —Yo… el encargado pidió revisar si necesitabais algo —balbuceó. Mentía. Y mal. Mi mirada descendió a su mano. A la tensión con la que cerraba el puño. —¿Qué llevas ahí? —N-nada —respondió, retrocediendo un paso. Lo alcancé antes de que pudiera huir. Le sujeté la muñeca, sin fuerza, pero sin darle opción. Su mano tembló. Y el papel cayó al suelo. Un papel doblado con cuidado. Un papel que yo no le había dado. Un papel que reconocí con solo verlo. La flor de invierno. La página marcada. La letra de ella. Mi corazón se detuvo. —¿Dónde la encontraste? —mi voz fue un hilo de acero. —En… en la ropa que dejaste colgada —balbuceó—. Cayó cuando la sacudí para secarla. Yo solo… yo solo quería saber si— —¿Si qué? —lo interrumpí—. ¿Si valía oro? ¿Si te serviría para chantajear? El muchacho palideció. —No… yo… no sabía que era de usted… —No es mía. —Mis dedos se cerraron en torno al papel antes de que él pudiera tocarlo de nuevo—. Y si vuelves a meterte donde no debes, no necesitaré guardias para disciplinarte. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. Retrocedió, tropezó con un cubo y salió corriendo del establo, casi a cuatro patas. Lo dejé ir. No tenía fuerzas para perseguirlo. Me quedé solo con el papel entre los dedos, sintiendo que me quemaba. Porque ahora ya no era solo nuestro secreto. Era una amenaza. La abrí. Y lo que leí me desgarró el alma. “No temo que nos vean. Temo que te hagan daño por mi culpa.” Ella lo había escrito antes del encuentro. Antes del susurro en la noche. Antes de que mi hermano ordenara vigilancia. Y ahora… alguien más sabía que había cartas. Alguien más sabía que había una historia. Alguien más sabía que Bais, el bastardo, tenía algo que perder. Apreté el papel contra mi pecho y cerré los ojos. Porque acababa de empezar. Porque ya no era deseo. Porque ya no era secreto. Era peligro. Y el castillo entero… tenía oídos.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR