Capítulo 1
El sol comenzaba a mostrarse tras las enormes montañas del norte. Desde aquél pequeño pueblo, donde aquellas montañas no eran más que borrones lejanos en el horizonte, una pequeña niña de cabellos rizados y rojizos, lo observaba elevarse en la majestuosidad, dejando atrás la noche y poco a poco, sometiendo a la oscuridad al dominio de su luz.
La pequeña, de nombre Merlyn, admiraba cada mañana observar el amanecer, sentada en el pequeño banco de madera junto a su casa. Ésta, de paredes circulares de piedra y techo recubierto de paneles de madera, junto a una chimenea que liberaba el humo del interior donde se cocinaba el desayuno. Amaba su aldea, su casa, el sol y el bosque; era un alma libre que deseaba algún día poder caminar por cada rincón del bello mundo que la rodeaba.
Del interior de la cabaña, un hombre de unos sesenta años salió para tomar el aire frío de aquella mañana de octubre. Caminaba encorvado, con un bastón de roble para ayudarle a no perder el equilibrio. La edad no perdonaba a nadie, y bañándose por la reciente luz solar que comenzaba a iluminar sus rostros, se sentó con dificultad junto a su pequeña hija.
—Hola cariño ¿Otro día más observando salir el sol? —preguntó esbozando una sonrisa a la pequeña.
Ésta asintió, observando la lejanía. Sus cabellos brillaban como fuego cuando les daba el sol, y sus ojos verdes que parecían guardar la vida de los bosques en su interior, resplandecían como luciérnagas en la noche más negra.
—Papá, ¿Qué es el Sol? Siempre aparece por el mismo lugar, como si viniera a vigilar de que estoy aquí sentada esperándolo.
El anciano río de la ocurrencia de su hija. Observó junto a ella por unos segundos el horizonte y después habló:
—El Sol, cariño, es nuestro protector. Es la propia vida, pues ilumina los campos y el mar y nos proporciona alimento. Aleja a los malos espíritus y nos deja ver con claridad los caminos a seguir. Sin el Sol, sólo habría oscuridad, maldad y hambre, pues no podría crecer la comida de la tierra ni haber viva sobre ella.
La pequeña Merlyn escuchaba entusiasmada la historia de su padre. Agitaba alegremente las piernas mientras señalaba al bosque, a unos trescientos metros de su casa.
—¿Y el bosque? Algún día quiero entrar en él.
—El bosque guarda muchos secretos, cariño. Criaturas que buscan la oscuridad de sus profundidades, seres peligrosos que no atienden a razones o comportamientos humanos… en el bosque viven monstruos.
—El bosque a mí no me da miedito, quizás solo estén tristes por qué el Sol no les ilumina como a nosotros… algún día me convertiré en ese Sol y les iluminaré también, para que puedan encontrar su camino como nosotros.
El anciano río tras el comentario de su hija. Le acarició su cabello y añadió:
—Merlyn, a veces piensas unas cosas que me hacen pensar si de verdad sólo tienes seis años… pero al menos hasta que seas grande, intenta alejarte del bosque.
El hombre le dió un beso en la frente, y se puso en pie, caminando de vuelta al interior de su casa. «Vamos cariño, es hora de desayunar » dijo a la pequeña, que se puso en pie apurada y fue tras él.
En la lejanía, una silueta observaba la casa. Salía del interior del bosque, y comenzó a caminar hacia ella. Aquella silueta caminaba con elegancia y paso firme, cubierta por una túnica de seda roja que ocultaba incluso el rostro. Cuando se detuvo a varios metros de la puerta, se retiró la túnica de la cabeza, dejando ver a una mujer de no más de treinta años de edad, piel blanca cono la nieve, y cabello n***o recogido, el cuál le daban una apariencia estricta. Dió cuatro pasos más, lo que la separaban de la casa, y tocó tres veces aquella puerta de madera. Aquella mujer se quedó inmóvil durante el casi un minuto que tardó en abrir el anciano, como si fuera una escultura de hielo.
—¿Es usted Aren el carpintero? —preguntó aquella mujer una vez el señor estaba parado tras la puerta abierta.
—Bueno querida, como ve, ya no puedo ser carpintero, pero sí soy Aren. ¿Qué necesita de éste pobre anciano?
Su voz sonaba sería, pues sentía algo en aquella mujer que no le gustaba, quizás fuera su mirada de hielo penetrante o su piel del color del invierno, pero estaba seguro de que no podía ser de fiar.
—Me llamo Margoth, matrona de la casa Grimmdoth del noble reino de Zaphyria. Estoy aquí en la búsqueda de la pequeña Merlyn, la cuál vive con usted en esta… —Tras observar con espanto aquella casa de simple piedra, rectificó—. La pequeña Merlyn que vive en este agujero.
El anciano señor, se molestó notablemente, pero no quería mostrar en su rostro ese sentimiento. Se encogió de hombros y negó con la cabeza.
—Lo lamento mucho, señora Margoth de la casa de Grimmdoth, pero la niña que buscas no irá a ninguna parte, es mi hija y así seguirá siendo hasta el día de mi muerte.
La pequeña, aún sentada a la mesa terminando su desayuno mientras observaba el crepitar de la madera en la chimenea, empezó a prestar atención a la conversación cuando oyó su nombre. Hasta entonces, nadie había ido a visitarla, pues las pocas personas que viven en esa pequeña aldea son más mayores y están más ocupadas con sus trabajos y labores en las tierras.
Intrigada entonces, se puso en pie y se acercó a la puerta, a las espaldas de su padre. Desde allí vio a esa mujer intimidante y fría, observándola por encima del hombro del anciano.
—Ahí estás, niña —replicó con un deje de odio en la voz—. Tienes que venir conmigo, este no es hogar para tí. Tú estás destinada a algo más grande.
—¡Guarda silencio! —Increpó el anciano levantando el bastón hacia el rostro de la mujer—. Merlyn es mi hija, y no va a ir contigo a ninguna parte. Yo seré quién la cuide y la acompañe hasta el día de mi muerte, y no necesita de ningún aristócrata de la capital para hacerme sentir inferior. ¡Lárgate, y no vuelvas por mi hogar!
Tras eso, cerró violentamente la puerta en su rostro, y allí se quedó de pie, inamovible.
—Papá, ¿Qué quería de mí? —preguntó la pequeña, asustada al ver el rostro furioso de su padre, el cual estaba murmurando con rabia; «Aún no es el momento, aún no estoy listo».
Siguió murmurando solo, sentado en el sillón de piel de vaca en una esquina de la habitación. Tras minutos, miró a Merlyn, la cuál no se había movido del sitio donde se encontraba, a medio camino entre el salón y la cocina, y con un gesto de cabeza la hizo entender que fuese a su lado. La pequeña, tras tomar asiento, cruzó sus manos sobre sus piernas y agachó levemente la cabeza.
—Merlyn, no quiero que estés triste ni tan seria. Tú no hiciste nada malo, así que no pierdas tu sonrisa, esa alegría que siempre ilumina tu rostro es el Sol que yo necesito para encontrar mi camino —Sin apenas fuerzas, la tomó de las manos y la miró directamente a los ojos —. Hija mía, esa mujer viene por tí, por qué naciste con un don especial que quiere desarrollar y entrenar.
—¿Un don especial? Papá no entiendo lo que intentas decirme…
—Tú llevas sangre de elfos en tu interior, más concretamente la de tu madre. Ella era una elfa poderosa, y ahora tú llevas esa sangre.
La niña parecía no entender lo que su padre le estaba diciendo, que tuviera en su interior sangre de una r**a extinta era imposible.
—Papá, los elfos no existen, me contaste hace años de muchas razas que habían desaparecido en una gran guerra…
—Tu madre, ella fue la que sobrevivió hasta el día que te tuvo a ti. Era hermosa, valiente y fuerte, y amaba la naturaleza y el Sol como tú, pero ella tenía sangre de elfo y tú eres medio humana, por eso tus orejas son como las mías. Yo sabía que algún día vendrían a buscarte… pero tenía la esperanza de que fuera mucho más tarde.
El hombre parecía abatido, más cansado que minutos atrás, y le costaba respirar. Merlyn, aún sin entender del todo la historia de su padre, comenzó a preocuparse por su estado de salud. Fue rápidamente a la cocina a por un vaso de agua, pero la jarra estaba vacía. Se dispondría a salir al pozo a por ella, pero un golpe seco en el salón la hizo correr hacia él.
Su padre estaba tirado en el suelo, sujetándose fuertemente el pecho. Merlyn corrió hacia él comenzando a llorar de la impotencia de no poder hacer nada.
Eren tomó su mano, y la besó.
—Papá, ¿Qué puedo hacer? —preguntaba entre lágrimas.
—Hija mía, este es mi final en el mundo terrenal, pero estaré cuidando de tí en el reino del Sol. Nunca dejes de iluminar con su sonrisa, cariño, nunca dejes que nadie te apague… pase lo que pase a partir de este momento, prométeme que serás fuerte…
—Te lo prometo, papá… —Besó la frente de su padre, que ya había dado su último aliento y cabalgaba hacia las estrellas.
Merlyn no podía parar de llorar. Su padre siempre había estado enfermo pero perderlo así, en un segundo, le resultaba imposible de digerir. Sus gritos de desesperación camuflaron el sonido de la puerta abriéndose, y dejando entrar a la señora que poco antes quiso llevarse a la niña.
—Niña, ven conmigo. Es hora de que entrenes tu poder por el bien del reino.
Èsta dió un respingo, no la había oído entrar y se asustó.
—¿Qué quieres de mí? Yo no quiero ir a ningún lugar con usted, quiero quedarme aquí con papá.
Margoth, visiblemente malhumorada de los lloriqueos y quejas de la niña, que le estaban haciendo perder mucho tiempo, carraspeó fuertemente para que le prestara atención y añadió:
—El señor Aren dijo expresamente, que él te cuidaría hasta el día de su muerte, y qué curioso, ese día acaba de llegar.
El aura maléfica de esa mujer erizó los vellos de la pequeña, que aún aferrada a su padre, entendió que ahora es cuando debía ser fuerte, entendió sus palabras. Sabía que una vez muriera la obligarían a ir a aquél lugar desconocido, pero que debía soportar todo lo necesario hasta que fuera libre.
—Yo no tengo nada especial que pueda serle útil, sólo soy una niña normal que acaba de perder a su padre —hablaba entre lágrimas—. No quiero ir a ningún lugar alejado de él.
La señora Margoth, avanzó varios pasos más hacia ella, y se detuvo a escasos centímetros. Prepotente y autoritaria, tomó a la niña de la mano y con cierta violencia la puso en pie, tomó su rastro y le sujetó la barbilla, haciendo que la pequeña la mirase directamente a los ojos.
—Escucha, niña. Desde que naciste, has estado destinada a desarrollar tu magia latente en la capital, en la casa Grimmdoth, cuna de sabios y reyes. Una maldita plebeya como tú solo soñaría con siquiera acercarse, y te estoy ofreciendo la posibilidad de ser parte de la élite algún día, de que aprendas a ser toda una señorita, y que tus poderes élficos vean la luz en pos de ayudar al reino. No tienes opción, sólo decidir si vienes por tí misma, o si me harás llevarte a la fuerza.
Con cada palabra, apretaba más fuerte el rostro de la niña, dejándole marca cuando la soltó. Merlyn estaba asustada, vacía por dentro y sentía que toda su vida se había roto en un segundo. Debía ir, por su seguridad y por su padre que confío en que sería fuerte.
—Está bien, iré —dijo mirando al suelo y apretando los puños sobre su falda—. ¿Algún día podré ser de nuevo, libre?
—Cuando ya no tenga nada más que enseñarte, serás libre, y esa libertad se la deberás al reino, como tu lealtad inquebrantable —respondió la matrona, con orgullo en su voz—. Ahora toma tus pertenencias, y vámonos, los aldeanos se encargarán de darle un entierro digno a ese hombre, pero cuando lleguen debemos estar fuera.
Asintiendo sin estar muy convencida, pero entendiendo que negarse podría generar una situación violenta, tomó sus pocas pertenencias, incluyendo un colgante de oro que su padre tiempo atrás le había regalado, cuya piedra preciosa, la cuál era un diamante, tenía forma de Sol, y se marchó junto a aquella mujer, al mundo desconocido que tras su aldea, encontraría.