Un día, mientras estaba en el gimnasio, lo vi: Eros.
Un tipo guapísimo, de piel morena, alto, musculoso por el gimnasio, y muy dulce. Todos lo consideraban adorable.
Y antes de que me digan que no, sí, uno puede tener un gimnasio en casa, pero el gimnasio de verdad, al que vas, ves gente, te apoyas, y sobre todo ligas y chismeas, esa experiencia se compra con la membresía que pago, y no estoy para perdérmela.
Eros no quería nada con una adolescente de dieciséis años.
Yo lo quería todo con él, al punto de hacer la rutina detrás de él.
—¿Leonor, cierto?
—Como si no lo supieras —le respondo, y él sonríe.
—Es acoso, aunque yo sea un hombre, esto es acoso, nena, y necesito que dejes de hacerlo, porque yo tengo 21 y no voy a ir a la cárcel. No sé si pueden extraditarme desde tu país, pero tampoco tengo ganas de descubrirlo —responde, y yo sonrío.
—Cena conmigo.
—Acabo de decirte que no.
—Dime que sí, invítame a salir —insisto, y él niega con la cabeza antes de dejarme con la palabra en la boca.
Maleducado sí, amargote también, pero a mi favor estaba la rutina, porque es un hombre de esos tan cuadrados que acaba siendo predecible.
Y yo lo sabía todo sobre Eros: soltero, 21 años, libra, proteína sabor a chocolate, fanático de la marca Nike.
Sus papás son arquitectos y él es dueño de seis gimnasios con la plata del fideicomiso y la herencia que le dejó su abuelo. Muy trabajador.
Cuando llegué a casa después de espiarlo, mi mamá me preguntó de dónde venía, como si no pudiera preguntarle directamente a los guardas. Le dije que de hacer mi tarea, y ella suspiró agotada.
—Leonor, necesito que te portes bien —me insiste, y yo asiento.
—Necesito que te relajes.
—Leonor, no puedo relajarme si tengo la presión de tu padre por llevarte a Tierra del Sol o a un internado.
—No me sentiría cómoda en Tierra del Sol, pero tú tranquila, yo no escapo —respondo y la lleno de besos. Ella rueda los ojos.
Mis hermanos me comentan esa noche que mi papá ha llamado y ha estado discutiendo muy serio con mi mamá.
Yo escucho a mis hermanitos, que parecen preocupados también.
Trato de tranquilizarlos porque mi mamá no dejaría que me llevaran lejos o sin familia. Al menos eso creía yo.
Y tal vez, solo tal vez, si no me hubiese enamorado profundamente de él, no me habrían mandado lejos.
A ver, que Eros caía porque caía.
Él salía hasta en la sopa, y luego comenzamos a hablar de todo lo que le gustaba y de todo lo que quería hacer, hasta que me llevó a su lecho de amor.
Yo parecía derretida entre sus brazos, sus besos, sus caricias… y puede que se me olvidara que me escapé.
Y cuando uno se escapa, se va sin celular, sin vigilancia.
Un día puede dialogarse, pero una semana, no hay forma de que a mis papás se les olvide que desaparecí por siete días seguidos sin mandar ni un solo mensaje.
Yo hubiese seguido en mi burbuja de amor, pero mi papá mandó un grupo de militares que me sacó de mi lugar feliz.
Me pusieron ropa, un colchón, y me volaron a Londres, donde el rey y su exesposa me estaban esperando.
Los dos muy serios, no pidieron explicaciones, solo me enviaron al internado sin oportunidad de despedirme o hablar con nadie.
Sin celular, sin correo, nada.
Solo estudios, trabajo, castigos, aislamiento.
Eso exigieron los reyes.
Incluso había llegado Navidad y temía que no vendrían, pero mi mamá pensaba que todo castigo tenía un límite, y que mi lección estaba aprendida, incluso si me había escapado unos meses antes para ir a ver a Alice a Mainvillage.
Suficiente es suficiente.
—Entonces vienes por mí y decides no hablarme.
—Te desconozco, Leonor. No eres la niña pequeña a la que crié. No te comportas como mi hija y, por consiguiente, no sé cómo más hablar contigo.
No sé si es en español, árabe o inglés.
Quiero estar ahí para ti, pero no sé cómo, porque nunca he vivido nada de lo que tú estás experimentando.
No sé cómo ayudarte ni cómo entenderte.
Llevo mucho tiempo intentándolo, así que voy a estar en silencio y esperaré que quieras comunicarte.
Mi mamá tiene dominado el arte del silencio, la falsa indiferencia.
Pero no sé cómo ni por qué a mí se me da tan bien.
Solo me quedo en silencio las próximas horas hasta que aterrizamos en Tierra del Sol.
Me esperan todos mis hermanos, mi madrastra, mi padrastro, pero nada de mi padre.
—¡Leonor! —me llama Sol y me da un abrazo largo. Luego los demás toman turnos, incluidos los trillizos, que probablemente han volado desde Mainvillage para verme.
—Estás más delgada —comenta Leyla.
Omito decirle que, como me escapé en el internado, me metieron a dormir en una celda.
La abren a las ocho de la mañana, cuando ya pasó el desayuno, y la cierran a las 4:30, antes de la cena.
Pensaba en no decir nada, pero lo explico, y mi mamá y mi padrastro comparten una mirada.
Él extiende su brazo hacia mí, me rodea con él y promete que las cosas van a cambiar.
Todos quieren que cambien las cosas, pero aparentemente yo tengo que querer el cambio.
—Estoy deseando ser mayor de edad —comento, y mi mamá me apura para subir al auto.
Todos menos mi mamá y mi papá me hablan.
Están mis primos, mis tíos, mis abuelos.
El castillo es una locura entre la familia y aquellos que dan servicio; se ve saturado, incluso pequeño.
Hay mucha alegría.
Mi abuela me invita a poner la estrella este año, y yo niego con la cabeza.
—Mi amor, has tenido un año difícil —me recuerda—. No quiere decir que no merezcas un poco de paz y alegría —comenta, y pone la estrella en mis manos.
—Pon la estrella —me ordena mi padre—. Tenemos que ir a dar un paseo.
—¿Me vas a dejar pasar sed o hambre en el desierto?
—Leonor, discúlpate con tu madre y conmigo, con tus hermanos, con toda la familia que pasó preocupada por ti mientras andabas de luna de miel.
Discúlpate con la familia a la que le estás arruinando la Navidad y el buen nombre por tus caprichos.
Tú la tienes fácil porque mamá y yo hemos hecho sacrificios, y por eso nos lo debes: estar agradecida y esforzarte para que tus hijos y las generaciones que vengan después puedan vivir la libertad de la que tú has gozado.
—Soy una prisionera.
—Deja de comportarte como una carcelera egoísta —grita mi madre—. Por favor, deja ya de comportarte así.
Mis padres me llevan al auto.
Mi appa conduce en silencio mientras mi amma ve por la ventana.
Yo hago lo mismo: veo cómo nos alejamos de Tierra del Sol, cruzamos Azalam y luego tomamos un helicóptero. Nos vamos a un lugar horrible: el Valle de las Mujeres Solas.
No es un valle en realidad; era un pedazo de tierra olvidada que mi abuelo Murat había seleccionado para aquellas mujeres que habían sido violadas por militares y que, en lugar de darle al país un heredero, le habían dado una niña.
Ellas y sus hijas iban a vivir ahí y repetían el ciclo una y otra vez.
Era un pueblo lleno de tristeza, de magia negra, de llanto.
Mi amma viene todos los años, dos veces al año, a disculparse personalmente por el daño hecho a cada una de ellas.
Se han declarado libres, y mi mamá les ha dado la libertad, pero igualmente hace todo su esfuerzo por devolverles un poco, por minimizar sus heridas y buscar su perdón.
Una mujer vestida con un manto n***o camina hacia nosotros. Sonríe a mi madre y ambas hacen una reverencia.
Mi padre se coloca a mi lado.
—Leonor, ¿quieres venir conmigo?
—¿Quién es usted?
—Caridad —responde—. Pero lo que tengo que decirte sobre tu futuro no es para sus oídos —dice, y me enseña un péndulo de oro.
Veo a mi mamá y a mi papá; los dos intentan decirme que no con la mirada, pero es irrespetuoso humillar a la jefa de todo esto, así que la sigo, pese a sus esfuerzos por detenerme.
Emocionada porque han regresado las lectoras originales y espero que a esta hisotria se unan alguna nuevas.