No sé cómo me convencí de dejarlo caminar conmigo hasta la puerta de mi casa. Quizás fue porque mi madre no estaría; doblaba turno esa tarde y no regresaría hasta muy tarde en la noche. Quizás porque, en el fondo, me daba miedo volver a quedarme sola en esas habitaciones llenas de humo, silencio y cosas incompletas. Jared insistió con esa sonrisa suya que tiene un poder extraño, como si supiera lo que me incomoda y quisiera suavizarlo sin preguntarme nada.
—Al menos hasta la entrada, ¿no? —dijo, como si temiera que lo fuera a empujar lejos—. No voy a morderte.
Yo solo asentí, con el estómago encogido, sintiendo que mis pasos pesaban más de lo normal. Mi casa nunca me ha parecido un refugio, más bien un lugar que cargo como un secreto. Es pequeña, oscura, impregnada de olor a cigarro que no importa cuánto abra las ventanas, nunca termina de irse. El refrigerador suena más de lo que enfría, y si alguien lo abre, descubre el vacío como un espejo incómodo. Cada vez que pienso en traer a alguien aquí, me da vergüenza, como si mis carencias fueran a mostrarse más desnudas que nunca.
Caminamos despacio, como si él supiera que no quería llegar tan rápido. Cuando la fachada apareció al final de la calle, tragué saliva. Me parecía vieja, cansada, con la pintura cayéndose en las paredes. Jared la miró con curiosidad, sin decir nada, y agradecí ese silencio.
—¿Quieres pasar? —pregunté antes de pensarlo demasiado, como si mis labios se adelantaran a mi razón.
Él sonrió.
—¿Estás segura?
No lo estaba. Pero aun así abrí la puerta y lo dejé entrar.
El aire de adentro me golpeó con ese aroma rancio de humo y humedad. Apresurada, traté de abrir las ventanas y encender la luz de la cocina. Jared recorrió el lugar con los ojos, sin juicio, como si le pareciera un sitio cualquiera. Pero yo me sentía expuesta.
—¿Tienes hambre? —dije, porque me parecía descortés que hubiera caminado conmigo y no ofrecerle nada.
Él se encogió de hombros.
—Siempre.
Fui al refrigerador. Como esperaba, lo encontré casi vacío: un par de jitomates arrugados, un frasco de mayonesa al que apenas le quedaba una cucharada, medio paquete de pasta. Decidí que con eso improvisaría algo. El agua tardó en hervir, como siempre, y mientras tanto Jared se apoyó en el marco de la puerta de la cocina, observándome.
—Qué escena tan íntima —bromeó, acercándose lentamente hasta quedar justo detrás de mí. Su voz rozaba mi cuello como un secreto—. Tú cocinando… yo esperando… parece un matrimonio.
Lo sentí acercarse más y antes de que pudiera reaccionar, apoyó la barbilla en mi hombro, rodeándome la cintura con sus brazos. Mi corazón empezó a latir tan fuerte que temí que lo escuchara. El olor a su colonia se mezcló con el de la cocina, como un perfume inesperado en medio del humo viejo de la casa.
—No digas tonterías —atiné a murmurar, pero no me aparté.
Él rió bajo, y antes de soltarme, dejó un beso suave en mi cuello. El calor de sus labios me estremeció de una forma que nunca había sentido.
Logré servir la pasta, simple, sin salsa, apenas con un poco de sal y mantequilla. La puse en dos platos viejos que desentonaban entre sí. A mí me daban vergüenza, pero Jared pareció disfrutarla como si fuera un banquete.
—Está buena —dijo, y lo repitió dos veces como si quisiera convencerme.
Yo lo observaba comer, sin poder quitarme de la cabeza lo que había dicho antes: “parecemos un matrimonio”. La idea era absurda, pero también me había dejado un calor extraño en el pecho.
Después, con esa confianza suya que a veces raya en insolencia, me pidió ver mi cuarto.
—No, no… —me negué enseguida—. Está hecho un desastre.
—No me importa —replicó con una sonrisa torcida—. Quiero conocer el mundo de Elisa.
—No es un mundo. Es un cuarto feo.
—Entonces déjame descubrirlo.
Me sentí atrapada en esa insistencia, como siempre me ocurre con él. Al final cedí. Corrí antes a recoger lo peor: los cuadernos tirados, la ropa arrugada sobre la silla, el cobertor hecho bola. No tuve tiempo de disimular más. Cuando abrí la puerta, Jared entró con naturalidad y se dejó caer sobre mi cama como si fuera suya.
—Cómoda —comentó, palmeando el colchón. Luego me tendió la mano—. Ven.
El corazón me golpeaba con fuerza en las costillas. Yo sabía que nada de esto era correcto, que no estaba lista, pero mi cuerpo se movía solo. Me acerqué, él me jaló suavemente, y terminé recostada en su hombro. Sentí cómo su respiración me acariciaba el cabello.
—Siempre obediente —murmuró con un dejo de risa—. Espero que solo conmigo. Con los demás tienes que defenderte, ¿sabes?
No supe qué responder. Guardé silencio, y eso pareció bastarle.
—¿Vives aquí con tus padres? —preguntó de pronto, mirándome a los ojos.
Tragué saliva.
—Con mi mamá. Mi papá… —me detuve un instante, eligiendo con cuidado las palabras—. No vive con nosotras. Tiene… otra familia.
No quise decir más. Omití la parte dolorosa, lo que siempre me pesaba: que yo era el resultado de una infidelidad, que mi madre cargaba conmigo como un recordatorio constante, culpandome, como si mi padre no fuera libre por mi culpa. Jared me acarició la mano, como si entendiera sin necesidad de más explicaciones.
—Mis padres también están ausentes —confesó después—. Los dos son médicos. Mi papá es neurocirujano, mi mamá ginecóloga. Siempre están en hospitales, congresos, cirugías. Crecí en una casa enorme, llena de cosas, pero vacía de ellos. Nunca he contado con nadie.
Lo dijo con una sonrisa triste, como si llevara años acostumbrándose. Me sorprendió esa vulnerabilidad. Por primera vez pensé que tal vez no éramos tan distintos.
—Por eso me gusta estar contigo —añadió—. Porque contigo no hay ruido. Me das calma. Y sabes escuchar.
Sus palabras me atravesaron como una caricia. Nadie me había dicho algo así. Nadie me había mirado de esa forma. Me sentí, de pronto, suficiente.
Él llevó mi mano a su pecho, sobre su camiseta. Yo podía sentir el latido de su corazón, firme y tranquilo. Sin pensarlo, la deslicé suavemente, y cuando caí en cuenta de lo que hacía, quise apartarla. Pero él la sostuvo con la suya.
—No hagas cosas peligrosas —me dijo con un tono extraño, mezcla de ternura y advertencia.
Entonces me besó. Al principio suave, como tanteando mis límites, luego más intenso, más profundo. Sentí que el suelo desaparecía bajo mí. Mis labios ardían, mi piel temblaba. Sus manos buscaron mi rostro, luego bajaron hasta mi pierna, subiendo por debajo de mi falda.
Di un respingo, asustada, y él se detuvo al instante.
—Tranquila —susurró—. Ya lo imaginaba. Eres virgen.
El rubor me incendió las mejillas. Quise negarlo, pero no tenía sentido. Jared me acarició el cabello con suavidad.
—El día que hagamos algo más será un momento especial para los dos. Algo que nunca vas a olvidar. No tengas miedo.
Sus palabras me aliviaron. No me presionaba. Me hacía sentir segura, aunque todo en mi interior era vértigo.
Nos quedamos así, abrazados en silencio, hasta que un ruido seco me arrancó del ensueño. La puerta de abajo se cerraba con fuerza. Mi madre.
Miré el reloj. El tiempo se había evaporado, se había ido volando sin que me diera cuenta. El pánico me subió por la garganta.
—¡Tienes que irte! —le susurré con desesperación.