Nunca pensé que ese día sería distinto. Me levanté como siempre, con el estómago vacío más por ansiedad de que ya era lunes y por fin lo vería, que por hambre, y me vestí sin pensarlo demasiado. Pero cuando terminé de ponerme la falda del uniforme y la blusa blanca, algo me hizo detenerme frente al espejo. Era absurdo, lo sé. Una parte de mí quería intentar, solo intentar, no verme tan gris como todos los días. Tomé el rimel escondido en el cajón, me puse apenas una capa en las pestañas y brillo labial y sujeté mi cabello con dos broches que tenía desde hacía tiempo. Nada espectacular, nada que resaltara demasiado, pero para mí era un mundo entero.
Al salir de la habitación, la voz de mi madre me atravesó como un rayo, llenándome de sorpresa.
—¿Y eso? —dijo desde la sala, con un tono cargado de veneno.
Me detuve, confundida, insegura de si contestar o no. Ella se levantó del sillón y se me acercó, observándome con esos ojos fríos que tantas veces me hicieron sentir que no valía nada.
—¿Qué te pasa? —insistió, su boca torcida en una mueca.
—Nada… solo… —quise decir que iba tarde, que tenía prisa, pero no alcancé.
—¿Nada? —repitió, alzando la voz y arrancándome uno de los broches—. Si vas a estar de zorra, al menos no lo hagas en mis narices, trabaja. Yo no voy a mantener a una cualquiera.
Las palabras me dejaron helada. Abrí la boca, pero antes de que pudiera pronunciar algo, sentí la bofetada arder en mi mejilla.
El golpe fue rápido, seco, y me llenó los ojos de lágrimas que luché por contener.
—Ve a lavarte esa cara —ordenó con desprecio—. ¿De verdad creíste que por ponerte esto en la cara alguien se iba a fijar en ti? Eres insignificante, Elisa. Aprende tu lugar y no vayas al colegio a hacer el ridículo.
Me quedé clavada en el suelo, con el corazón golpeando en mi pecho. En mi cabeza, una y otra vez, resonaba la palabra insignificante. Era un eco conocido, pero ese día dolió más que nunca.
Subí corriendo al baño, cerré la puerta y me miré en el espejo. La cara enrojecida, el rímel corrido, los broches desordenados. Me odié a mí misma por haber pensado, aunque fuera por un segundo, que podía intentar ser distinta. Abrí la llave y me lavé el rostro con furia, borrando cualquier rastro de ilusión. Cuando el agua helada escurrió por mis mejillas, las lágrimas se mezclaron con ella.
Me quedé un momento apoyada en el lavabo, respirando hondo, intentando no gritar. Luego tomé mis cosas, me puse los audífonos y me fui, con la misma actitud de siempre: la de que nadie me viera, la de que nada importaba.
El día en la escuela transcurrió como todos: monótono, gris. Entré a mis clases, hice las tareas mínimas, contesté cuando la maestra me preguntó, pero sin ganas. Nunca fui la mejor alumna, pero tampoco un desastre. Estaba en ese punto intermedio donde nadie repara en ti: ni tan brillante para destacar, ni tan mala para ser señalada. Invisible.
Nadie notó la hinchazón en mis ojos ni la marca rojiza en mi mejilla. Y si alguien la vio, decidió callar.
Durante las horas de clase, mi cabeza iba y venía. A ratos pensaba en lo que había pasado en casa, en la humillación, en el golpe. Otras veces, contra mi voluntad, me sorprendía imaginando su rostro: Jared, aún quería verlo. Quería odiarme por ello. ¿Cómo podía estar pensando en él cuando apenas lo conocía? Y sin embargo, era inevitable. Había algo en la forma en que me miraba, como si me viera de verdad, que hacía que todo lo demás pareciera soportable.
Pero ese día no apareció en ningún pasillo, ni en la cafetería, ni siquiera en el patio donde con sus nuevos amigos del equipo de baloncesto. Y con cada hora que pasaba, la sensación de insignificancia se reforzaba. Tal vez, pensé, todo había sido un malentendido. Tal vez yo había confundido su interés con simple amabilidad. Tal vez no le importaba nada de mí. Incluso podría haber sucedido que yo fui la desesperada que lo bese y él no me aparto por cortesía o que se yo. Tal vez ahora me evitaba.
Cuando sonó la campana final, recogí mis cosas sin prisa. Caminé hasta la puerta con esa mezcla de alivio y vacío que siempre me dejaba el final de la jornada. Ya casi había cruzado el umbral, cuando lo vi.
Estaba ahí.
Apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, esperándome. Jared.
El tiempo se detuvo un instante, mi corazón se acelero en un instante. Noté cómo varios estudiantes se quedaban mirando, susurrando entre ellos, como si algo extraordinario ocurriera. Porque claro, ¿Qué hacía él ahí, esperando a alguien como yo?
El corazón me golpeó en el pecho. Sentí que todos los ojos estaban sobre mí, y la vergüenza me recorrió entera.
Cuando nuestras miradas se encontraron, su expresión cambió. Frunció un poco el ceño, como si hubiera visto algo más allá de la superficie.
—¿Qué tienes? —me preguntó en cuanto estuve a su alcance—. Te ves triste… más de lo normal.
Yo bajé la mirada, intentando sonar indiferente.
—Nada. Estoy bien.
—No —dijo con calma, con una certeza que me desarmó—. No estás bien.
Negué con la cabeza. No quería que supiera nada, no quería que entrara en ese mundo oscuro que era mi casa, mi vida.
Él suspiró, luego me miró con una mezcla de ternura y decisión.
—¿Tienes algo que hacer esta tarde? ¿Te esperan en tu casa?
Tragué saliva.
—Nadie me espera.
Sus ojos brillaron de una manera que no supe descifrar.
—Entonces ven. Quiero mostrarte un lugar.
No protesté. No lo pensé demasiado. Era como si la posibilidad de decir que no, no existiera.
Me llevó a pie hasta una heladería que estaba a unas cuadras de la escuela. Era un local pequeño, pintado de colores vivos, con carteles desordenados que anunciaban sabores. No era nada sofisticado, pero para mí fue como entrar en un mundo paralelo. Nunca antes alguien me había llevado a un lugar así, solo por invitarme.
—Elige el que quieras —me dijo, sonriendo.
Me quedé paralizada un momento frente a la vitrina, sin saber qué hacer. Él se inclinó hacia mí y me susurró:
—Te prometo que aquí no hay opciones equivocadas.
Al final elegí uno de vainilla con chocolate. Él pidió el mismo. Nos sentamos en una de las mesas de afuera, bajo una sombrilla de colores desteñidos, y empezamos a comer.
—¿Ves? —dijo tras la primera cucharada—. Era la mejor opción.
No pude evitar reír, tímida. Y en esa risa sentí que algo se aflojaba dentro de mí.
Después caminamos unas cuadras más y terminamos en un pequeño puesto de hot dogs en la esquina. Era un lugar sencillo, con un carrito metálico y un hombre mayor que los preparaba con rapidez. Nos sentamos en una banquita de madera, compartiendo un refresco.
No era un restaurante caro ni un plan romántico de película. Era simple, cotidiano. Y sin embargo, para mí fue perfecto.
Me descubrí sonriendo, hablando un poco más de lo normal. Le conté cosas pequeñas, nada profundo, pero suficientes para sentir que estaba compartiendo algo. Y él me escuchaba como si cada palabra mía importara.
Por un momento, me olvidé de mi madre, de la bofetada, incluso de que tendría que volver a casa y verla. En ese instante, existíamos solo él y yo.
Cuando el sol empezó a caer, Jared me pidió acompañarme de regreso. El silencio entre nosotros era cómodo, casi cálido. Unas cuadras antes de mi casa lo detuve. No sabia si mi mamá había vuelto del trabajo y temía una escena, que me golpeara frente a él o me llamara zorra o estorbo. No podría soportarlo.
—¿Te asusta llevarme a casa? —dijo con una sonrisa leve—. No te preocupes, será cuando estés lista.
Sentí un nudo en la garganta. No respondí, porque tenía miedo de que mi voz se quebrara.
Me miró unos segundos más, como si quisiera memorizarme. Toco mi cara, y me dio un beso suave en la mejilla, muy cerca de los labios, lo suficiente como para ansiar ser besada. Luego se despidió con un gesto simple, natural, y se alejó.
Yo me quedé ahí, viendo cómo se perdía entre la gente, con el corazón latiendo tan fuerte que creí que se me saldría del pecho.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentí feliz.
Y esa felicidad, frágil y efímera, fue suficiente para sostenerme.