Capítulo 12

1697 Palabras
Te buscaré hasta encontrarte. Leonardo Nunca fui un hombre de fe. Siempre confié en los números, en las acciones bien calculadas, en las estrategias meticulosas. Y sin embargo, ahí estaba yo, con el alma desgarrada, mirando las fotos desordenadas que tenía de Valeria, rezando —si es que se puede llamar así— por una mínima pista que me dijera dónde demonios estaba. Nunca fue el plan. No, al principio fue solo una atracción estúpida. Ella era la hija de uno de mis socios, la chica que siempre iba un paso más allá de lo que se esperaba, la que tenía una mirada desafiante incluso en los momentos más vulnerables. Una mujer brillante, orgullosa, jodidamente fuerte. Y yo... yo fui un idiota. Me acerqué por curiosidad, por placer, por ese deseo tan vulgar que creí controlar. Pero a las pocas semanas, algo se quebró en mí. Empecé a buscarla, aunque no tenía nada importante que decir. Solo necesitaba verla. Oírla. Hablar con ella. Ver esa manera tan suya de cruzar los brazos cuando se estaba molestando, o la forma en que se quedó en silencio cuando se sintió decepcionada por su familia. Nunca me lo dijo con palabras, pero Valeria tenía una tristeza en la mirada que gritaba. Y yo no hice nada. Nada. Solo la aumente con mis mentiras. Vi cómo su familia la empujaba al borde, cómo la ignoraban, cómo la convertían en invisible incluso cuando ella era el eje de todo. Y me callé. No por cobardía —o al menos eso me decía entonces—, sino porque creí que no era mi lugar. Qué jodida ironía. El lugar que yo no tomé fue ocupado por el vacío que ella sentía. Cuando me dijeron que se había ido… no lo creí. No quería creerlo. Pensé que era otra de sus formas de gritar auxilio sin abrir la boca. Pero no. Esta vez no hubo señales. Ni una nota. Ni una maldita palabra de despedida. Y eso fue lo que más dolió. Valeria desapareció como si nunca hubiera estado. Como si toda esa historia que habíamos tejido a medias no hubiera tenido peso. Como si yo no hubiera significado nada para ella. Pero lo hice. Sé que lo hice. Cada vez que me miraba, cada vez que discutíamos, había algo más allá de la rabia. Algo que yo, un cobarde de mierda, nunca tuve el valor de enfrentar. Amor. O al menos el esbozo de él. Y ahora... ahora camino como un loco por aeropuertos, por hoteles baratos, por pueblos de mala muerte, preguntando por una mujer que quizás no quiere ser encontrada. Le he mostrado su foto a más gente de la que puedo contar. He dormido en terminales de autobús, siguiendo pistas falsas, tocó puertas de mujeres que se le parecían solo para sentir que hacía algo. No puedo seguir con mi vida como si nada. No puedo sentarme en mi despacho, revisar balances y fingir que todo está bien mientras hay una posibilidad, por más mínima, de que ella esté en algún rincón del mundo preguntándose por qué nadie la buscó. Yo te busqué, Val mi princesa. Y te seguiré buscando. Porque jodidamente te amo. Te amo como nunca pensé que sería capaz de amar a alguien. Con esa desesperación que duele en el pecho. Con esa rabia contra mí mismo por no haberlo dicho antes todo lo que oculte, por no haberme puesto de pie frente a tu padre, tus hermanos, a mi esposa por no haberle dado lo que me pidió en su momento por mi libertad y haber gritado que tú eras lo mejor que me había pasado. Ellos no lo entienden. Nadie lo entiende. Tú me viste como soy realmente. Ni el socio perfecto ni el heredero de un imperio. Tú me viste quebrado, y aun así te quedaste. Fuiste la única que se atrevió a señalar mi mierda sin miedo. Y ahora yo estoy aquí, recogiendo los pedazos que quedaron de ti y de mí. Guardé cada mensaje de voz, cada correo, cada nota que me dejaste. A veces los reproduzco solo para oír tu voz. A veces sueño que abres la puerta, con esa sonrisa cansada, y me dices que ya no tienes que huir más. Que me estuviste esperando. Que aún hay tiempo. Pero despierto. Y todo sigue igual. Vacío. Tu ausencia me pesa como un castigo. No sé si esto es redención, o si solo estoy pagando por cada error, por cada silencio. Pero no me voy a detener. No me importa si tengo que recorrer todo el maldito planeta. No me importa si me lleva años. Voy a encontrarte, Valeria. Y cuando lo haga, te voy a pedir perdón por cada segundo en el que no estuve. Y si me das la oportunidad, te voy a amar como nunca nadie te ha amado. Y espero poder volver a tu lado y tu al mío. Te juro que no me rendiré. No hasta saber que estás bien. No hasta que escuches de mis labios lo que debí decirte hace tanto: —Valeria... eres mía te amo 💖. Nunca fue amor Días después..... Eso fue lo que me tomó darme cuenta de lo que había evitado aceptar durante años. Días. Ninguna semana. Sin meses. Solo bastaron unas malditas noches en vela, enfrentando el eco de tu nombre en mi cabeza, para comprender que todo en mi vida estaba podrido… comenzando por el matrimonio que sostenía por conveniencia, por costumbre, por miedo. Valeria se había ido. Desaparecido. Sin dejar rastro. Y yo… yo seguía casado con una mujer que no amaba. Que nunca amé. Elizabeth entró a mi oficina esa mañana como si todo estuviera bien. Llevaba un vestido rojo, perfectamente entallado, y los labios pintados con ese tono que tanto le gustaba porque llamaba la atención en los eventos de sociedad. Siempre fue buena para las apariencias. Siempre supo fingir mejor que yo. —Vas a decirme qué carajos te pasa o tengo que adivinar? —espetó, cruzándose de brazos. No la miré de inmediato. Estaba de pie frente a la ventana, observando el horizonte, las luces de la ciudad, tan frías y lejanas como me sentía por dentro. Tuve que tragarme la rabia, el nudo que me apretaba la garganta desde que vi por última vez a Valeria. —Se fue —dijo, sin más. — ¿Quién? —preguntó con fastidio. Me volví hacia ella. Mi mirada debió delatarme, porque se quedó inmóvil unos segundos. —Valeria, Desapareció. Sus cejas se alzaron con falsa sorpresa. —Y eso ¿qué tiene que ver contigo? —Todo —le respondí con firmeza. Elizabeth bufó, girando sobre sus tacones. Dio unos pasos por la oficina como si procesara la información y luego se detuvo frente a mí. —No me digas que estás otra vez con esa tontería. Esa chica siempre fue un problema. Drama demasiado para una empleada. ¿Acaso vas a ir a buscarla tú también como su patético hermano? La bofetada no fue física, pero dolió más. Sentí que me hervía la sangre, y por un instante consideré gritarle, destruir todo lo que tenía cerca… pero no. El dolor ya me había convertido en algo más peligroso que la ira: la claridad. —Estoy pidiendo el divorcio —dije en voz baja, sin levantar el tono. La habitación quedó en silencio. Ni el zumbido del aire acondicionado, ni el reloj de pared, nada. Solo sus ojos, grandes como platos, fijos en los míos. —¿Qué dijiste? —Que se acabó, Elizabeth. Nuestro matrimonio. Esta farsa. Se echó a reír, una carcajada nerviosa, incrédula. —¿Por ella? ¿Vas a tirar todo por esa… desaparecida? —Voy a tirarlo todo por mí —dije con calma—. Por haberme perdido en una vida que no quería. Por quedarme callado mientras ella se hundía. Por tener que mirarme cada día al espejo y no reconocer al hombre que veía. Elizabeth dejó de reír. Su rostro se endureció. —No lo vas a hacer. No vas a arruinar nuestra imagen. Sabes lo que está en juego. Las propiedades, la empresa, las alianzas familiares… —No me importa. Y era cierto. Por primera vez en años, no me importaba perderlo todo. No me importaban las apariencias, los negocios, las fiestas fingidas, ni los círculos sociales donde todos se apuñalan por la espalda con una copa de vino en la mano. Lo único que me importaba estaba perdido. Tal vez herida. Tal vez sola. Y yo no iba a seguir atado a una mentira mientras existiera una mínima posibilidad de encontrarla y decirle la verdad. Decirle lo que no tuve el valor de decirle cuando podía: que la amaba. Que me enamoré como un idiota de su forma de ver el mundo, de su sarcasmo, de sus heridas mal cosidas, de su voz cuando hablaba de cosas que nadie escuchaba. Elizabeth se acercó, clavando su mirada en la mía. —Sabes que no te la voy a poner fácil. —lo sabes cariño. —Haz lo que quieras —respondí, cansado—. Pero ya está hecho y No hay vuelta atrás. Ella me abofeteó. Esta vez de verdad. La mejilla me ardió, pero no reaccioné. Solo la miré. No con odio. Con lástima. —Espero que encuentres lo que estás buscando —murmuró antes de salir, azotando la puerta. Cuando la cerradura hizo clic, sentí algo que no había sentido en años. Paz. No era alegría. No era alivio. Pero era el comienzo. Esa misma noche llamé a mi abogado y le pedí que iniciara los trámites. Al día siguiente, vendí mi participación en una de las empresas compartidas con la familia de Elizabeth. Comencé a mover hilos para desligarme de todo lo que me ataba a ella. Cada decisión era como arrancar una raíz podrida. Pero tenía que hacerlo. Por mí. Y por Valeria. Te fallé, Val. Pero no voy a seguir fallando. Esta vez, voy a hacer las cosas bien, aunque me lleve toda la vida. Voy a encontrarte. Y cuando lo haga... voy a pedirte perdón, voy a luchar por ti. Porque ya no tengo nada que me detenga.
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