Desde el día en que confirmaron el embarazo, el tiempo dejó de tener forma para Eysi. Cada jornada era una cinta gris que se arrastraba, larga y sorda, por las paredes del encierro. No había amaneceres; solo luces encendidas y apagadas por manos que no veía. Cada mañana era inaugurada por el llanto —no siempre audible, pero siempre presente. A veces era un sollozo tímido; otras, un grito ahogado. Era ese llanto la única constante, su única compañía verdadera. La única que no mentía.
La pregunta que la devoraba desde dentro —¿por qué me sucede esto?— se convirtió en un mantra que repetía sin fe, como una plegaria sin dios, sin consuelo, sin respuesta. No había nadie a quien preguntar, nadie dispuesto a responder. La incertidumbre era una sombra sentada a la orilla de su cama, mirándola en silencio cada noche.
Mientras tanto, su vientre crecía. Lento. Constante. Implacable. Cada centímetro más de esa curva bajo su piel era un recordatorio doloroso de que el tiempo avanzaba, pero no hacia su libertad, sino hacia una fecha desconocida que marcaría su desgarro final. Lo sentía moverse dentro de ella: primero como una mariposa temblorosa, luego como una fuerza viva, un ser que reclamaba espacio, aire, existencia.
Y contra toda su voluntad, contra cada intento de mantener el corazón frío, algo comenzó a quebrarse. Una ternura sorda, se abría paso entre las grietas de su resistencia. No sabía si era amor, pero sí era vínculo. Afinidad. Una conexión tan involuntaria como inevitable. Y eso era, en sí mismo, otra forma de tortura.
Porque sabía —aunque se negara a aceptarlo— que ese niño no era suyo. No debía serlo. Había sido concebido como parte de un acuerdo del que ella no fue parte consciente. Cada patadita, cada latido que sentía desde dentro, era una daga invisible que le recordaba lo que inevitablemente iba a suceder: la separación. El desprendimiento. La entrega. La pérdida.
Lo sabía, sí. Lo sabía desde aquel día de la entrega, desde todos los que la trataban como a una incubadora, no como a una madre.
Su mente, en su afán desesperado por sobrevivir, tejía escenarios alternos. Imaginaba el milagro de un escape, de un giro del destino, de una compasión tardía en los ojos de alguien. Pero todos esos sueños eran papel quemado en su mente al contacto con la realidad.
Para todos los que la rodeaban, ese embarazo era un trámite. Un paso logístico hacia un heredero. Un número de semanas, un resultado esperado. Nadie la miraba a los ojos cuando hablaban del bebé. Nadie le preguntaba cómo se sentía, si podía dormir, si tenía miedo. Porque no importaba, porque su humanidad no figuraba en ese contrato.
Su incapacidad para comprender cómo todos podían actuar con tanta frialdad, con tanta naturalidad ante algo tan violento y artificial, era casi infantil. ¿Acaso no veían lo que hacían? ¿Acaso no sentían nada?
Estaba sola. Aislada por un silencio tan perfecto que a veces pensaba que tal vez ya no existía para nadie. Nadie le explicaba la naturaleza real de su situación. Nadie confirmaba o negaba sus sospechas. Solo recibía controles médicos impersonales, bandejas de comida rigurosamente balanceadas y visitas espaciadas de asistentes que nunca cruzaban más de tres frases con ella.
Y así, día tras día, Eysi empezó a construir un mundo paralelo en su mente. Un espacio secreto donde podía imaginarse dueña de ese niño. Un lugar donde podía llamarlo por un nombre que inventaba en sueños, donde podía imaginar el color de sus ojos y la forma de su sonrisa. Un lugar donde el contrato no existía, donde Nathan era solo un hombre más en la calle, y no la sombra que lo había devorado todo.
Pero ese mundo, tan frágil, tan bellamente absurdo, era una mentira que se rompía cada vez que se veía al espejo y encontraba en su reflejo la expresión de una mujer marcada. Porque aunque intentara no hacerse consciente de ello, aunque se repitiera a sí misma que todo podía cambiar, una parte de ella ya lo sabía: ese día llegaría… y sería devastador.
Ese vínculo silencioso que crecía en su vientre no iba a salvarla, al contrario, iba a destruirla, iba a hacerla pedazos del modo más cruel que existe: arrancándole el amor antes de poder siquiera nombrarlo.
Y, aun así, no podía dejar de sentirlo moverse dentro. No podía dejar de acariciar su estómago en la oscuridad. No podía evitar las lágrimas que le brotaban cada vez que pensaba en cómo serían sus manos, su voz. Porque el alma no entiende de contratos. Solo de amor. Y de pérdidas.
Y Eysi… ya estaba perdida.
Su dolor más grande no fue el del anuncio de su llegada, sino el aviso de la fecha de caducidad no del contrato, sino del vínculo que estableció con ese pequeño ser en su vientre.
El dolor comenzó como un murmullo apagado, un retorcimiento leve y traicionero que nacía en lo más profundo de su vientre. Al principio, Eysi pensó que era otra de esas molestias que la habían atormentado durante las semanas anteriores, pero esa vez era distinto. No se desvanecía. Se aferraba a su carne y creía con cada minuto, como una marea turbia que sube sin permiso. Despertó de golpe, empapada en sudor frío, con la respiración agitada y la garganta reseca. Tardó unos segundos en ubicarse. El techo alto, las vigas blancas, la frialdad impoluta del entorno... El ático. Seguía allí. Seguía atrapada.
Una punzada brutal, como un cuchillo sin filo, le cruzó la espalda. Se dobló sobre sí misma, se aferró a los barrotes del cabecero de la cama. Un jadeo roto escapó de su boca. Gritó. Por instinto, por necesidad, por desesperación. Pero el grito murió entre esas paredes sordas que parecían devorar todo atisbo de humanidad. Nadie vino. Nadie preguntó. Nadie escuchó.
Las horas siguientes fueron un infierno de soledad y dolor. El tiempo perdió forma; cada segundo se alargaba hasta volverse tortura. Eysi jadeaba, lloraba, gemía. El dolor le nublaba la vista, le robaba el aire. Sentía que su cuerpo se partía en dos. Se arrastró por el suelo helado, vomitó bilis, se abrazó a sí misma. Una y otra vez gritó pidiendo auxilio.
Y cuando creyó que el cuerpo no podría soportar más, la puerta se abrió.
Dos mujeres de uniforme blanco entraron. Eran como sombras. Sin rostro. Sin voz. Sin alma. Una se acercó con guantes quirúrgicos, la otra empujaba una camilla metálica que chirriaba al rodar.
—Está comenzando —dijo la primera después de hurgar bajo su bata, sin siquiera mirarla a los ojos.
Eysi quiso preguntar, suplicar, pedir ayuda o clemencia. Pero sólo salió un gemido roto. La alzaron sin cuidado, con la eficiencia de quien manipula un objeto, no una persona. La depositaron en la camilla, sujetándola cuando su cuerpo se convulsionó por otra contracción asesina. No hubo consuelo. No hubo nombre. No hubo humanidad.
La trasladaron por corredores estrechos y grises, con lámparas parpadeantes que proyectaban sombras inestables. El olor a desinfectante le quemaba la garganta y las fosas nasales. Todo estaba tan perfectamente limpio que dolía. Finalmente llegaron a una sala blanca, demasiado blanca. Allí había una camilla de partos, una lámpara quirúrgica que brillaba como un sol muerto y en un rincón bisturíes, compresas, tubos en una bandeja. El espacio daba la apariencia de estar en una sala de parto, o peor aún, una sala de ejecución.
—No hay necesidad de anestesia. Está preparada —dijo una voz masculina desde la sombra.
La pusieron en posición. Sujetaron sus piernas con correas. Los estribos fríos como acero. Todo era blanco, limpio, clínico. Sin olor a humanidad, sin una mano amiga. Eysi experimentó de la manera más cruda no solo la frialdad y voces mecánicas, sino la ausencia de alguien que le diera un voz de aliento.
—Empuje —escuchó que una de las mujeres dijo en una orden.
—Otra vez —dijo la otra.
—Más fuerte —continuó la otra.
Eysi obedecía porque no tenía otra opción. Su cuerpo se abría en dolor, y su alma se desgarraba con cada espasmo. Gritaba, no solo por el tormento físico, sino por la traición, por el vacío, y por sobre todo, por esa certeza inhumana: ese hijo no era suyo. Nunca lo había sido.
Y entonces, el sonido. Lo escuchó, un llanto, frágil, verdadero. El mundo se detuvo para ella.
—¡Mi bebé! ¡Muéstrenmelo! ¡Por favor! —suplicó, en un tono de su voz débil, rota por la esperanza.
Vio caer una especie de cortina entre ella y el espacio donde debería salir el bebé. Se desesperó. Mientras tanto, la enfermera, sin decir nada, envolvió al niño en una manta. Eysi extendió los brazos, el alma entera en las manos, esperando lo que nunca llegaría.
Sin titubeos la mujer se alejó. Caminó hacia la puerta con el bebé en sus brazos. No hubo una caricia. No hubo contacto. No hubo compasión.
—¡No! ¡Dónde lo llevan! ¡Es mío! —chilló Eysi, desgarrándose.
La puerta se cerró con un clic.
Segundos después, una voz que parecía salida de una máquina dijo con frialdad:
—No sobrevivió. Lo lamentamos.
No hubo explicación. No hubo cuerpo. No hubo despedida.
Eysi se desmoronó.
El aire se volvió plomo. La realidad para ella fue un pozo oscuro. Intentó levantarse, ir hasta la puerta. Se dijo que era mentira, pero sintió un pinchazo en el brazo. Algo frío, invadiéndola, y luego, nada. Solo oscuridad.
Cuando despertó, horas después, frente a sus ojos ya no había nada de color blanco. Ya no había mármol, ni frialdad elegante.
Estaba en una cama vieja, sábanas desgastadas, paredes descascaradas, un techo con humedad. Reconoció el lugar al instante. Su antigua casa. Su otra prisión.
Se incorporó, temblando. El vientre apenas abultado, lo sentía más bien como levemente inflamado, y el alma, hecha trizas.
—No... —murmuró, pero no sabía a qué le hablaba. A la vida, a la mentira, a sí misma.
El bebé no estaba. El pasado tampoco. Todo había sido arrancado. Todo menos ella.
Y ese vacío era peor que cualquier muerte.
La luz en la casa era tenue, demasiado débil, paupérrima, lo normal en su vida real, y el silencio era viscoso, aplastante, lo envolvía todo. El mismo que se apoderó del corazón de Eysi cuando abrió los ojos y se encontró de nuevo allí, en su vieja habitación, donde cada grieta del techo conocía sus miedos.
La primera sensación fue el vacío. No en el estómago, sino más profundo. Era una ausencia que ya no podía nombrarse porque había dejado de ser esperanza para convertirse en ausencia definitiva. Se llevó una mano temblorosa al vientre. Adolorido, y vacío. Las lágrimas comenzaron sin aviso, sin sonido. Era como si ya no quedaran fuerzas para llorar de verdad.
Recordó el frío del quirófano, la dureza de las manos que la ataron, la voz sin rostro que le dijo que el bebé no había sobrevivido. Recordó el llanto.
Eso era lo más cruel. Porque había escuchado a su hijo llorar. Esa vida había existido, había sido real, y se lo arrebataron como si fuese un objeto. Como si su cuerpo hubiese sido sólo un envase temporal, desechable.
La mente de Eysi iba y venía, confusa. Por momentos se preguntaba si todo había sido una alucinación. Pero no podía serlo. El dolor era real, el vacío era demasiado cruel para ser una ficción. Se incorporó tambaleante, con los pies descalzos tocó el suelo frío. La habitación era la misma de siempre: el colchón viejo, el armario con la puerta rota, la alfombra deshilachada. Todo estaba igual, todo podrido por el tiempo y por los recuerdos.
Buscó algo, cualquier señal que le explicara cómo había llegado hasta allí. Pero no había notas. No había ropa diferente. Solo una bolsa plástica con una muda de ropa limpia y un cepillo de dientes. Como si alguien se hubiese asegurado de devolverla a su sitio, sin testigos. Sin rastros, sin historia.
Intentó salir de la habitación. La puerta no estaba cerrada. Bajó las escaleras y encontró la casa igual que antes: vacía, desolada. En la cocina había una taza de té caliente. Alguien había estado allí. Muy recientemente. Pero ya no quedaba nadie.
Sobre la mesa, había un sobre. Sin nombre, sin destinatario. Temblando, lo abrió. Dentro, encontró una hoja doblada en tres, escrita a máquina:
"El acuerdo ha sido cumplido.
La compensación fue transferida según lo pactado. Cualquier intento de contacto será considerado una violación directa a las cláusulas firmadas por su representante legal. Le sugerimos encarecidamente rehacer su vida en paz."
Nada más. Ninguna firma, ningún logo. Solo esa frase final que parecía escrita con sangre helada:
«Rehacer su vida en paz», repitió en su mente.
«¿Cómo se rehace una vida después de haber sido despojada del alma?», preguntó en un grito mental.
Eysi se desmoronó sobre el suelo, mientras la hoja temblaba en sus manos. No era solo el dolor físico. Era la comprensión de la magnitud de lo ocurrido. Su cuerpo había sido usado, negociado, su hijo arrancado y su existencia desechada. Era una sombra, una huella que nadie reconocería.
Pensó en Griselda. En cómo todo había comenzado con una traición. El eco de ese primer engaño la había llevado a un camino donde nunca tuvo control, donde todos decidieron por ella. Luca, Griselda, las enfermeras, las voces sin rostro, y él…. el hombre desconocido. Todos.
La noche cayó como un manto de plomo. Eysi no encendió luces. Se acurrucó en el rincón de la sala, abrazando sus rodillas. No había llanto ya. Solo un silencio atroz que le rasgaba la garganta por dentro.
Recordó el sonido del llanto. Lo revivió una y otra vez. Era lo único que tenía de él. La prueba de que había vivido, aunque fuese por un segundo.
—Está vivo —susurró, sin saber si lo decía para consolarse o porque de verdad lo creía—. Lo escuché. Está vivo... Me mintieron.
La idea comenzó a crecer en su interior como una semilla oscura. La posibilidad de que todo hubiese sido un montaje. Un engaño final para cerrar con llave la jaula. Entendió que eso era lo que ellos hacían: controlaban.
Si su hijo estaba vivo, si realmente lo habían separado de ella... no podía quedarse allí. No podía dejarlo en manos de gente capaz de tanta frialdad. Capaz de hacerle eso a una madre.
—Lo encontraré —dijo. Y esta vez, su voz no tembló.
Las fuerzas eran pocas. Pero algo se había encendido en su pecho: una llama tosca, temblorosa, pero viva. Porque el vacío solo podía llenarse con verdad. Y ella iba a buscarla, aunque le costara la vida.
Estaba bloqueada mentalmente, encasilló sus pensamientos a solo esa idea. El primer paso fue limpiar su cuerpo. El segundo, limpiar su mente, dentro del poco raciocinio que el trauma le permitía manejar. Sabía que no podía ir a la policía. No había pruebas. No había nombres. Solo un sobre sin remitente y una cicatriz invisible en el alma. Pero también sabía que la verdad, por más oculta que esté, siempre encuentra una grieta por donde escapar.