El silencio en el ático se quebraba apenas con el zumbido lejano del aire acondicionado. Eysi ya no contaba los días. La pared con marcas se había quedado atrás, como un vestigio de una resistencia que se deshacía.
De repente comenzó con náuseas persistentes, agudas. Después vinieron los mareos, el rechazo a los olores, la fatiga. Cada síntoma era una alarma que su cuerpo encendía sin piedad.
Una mañana, el desayuno llegó con una pequeña caja sobre la bandeja. Dentro, un test de embarazo. Sin instrucciones. Sin notas. Solo eso.
Lo sostuvo entre sus dedos temblorosos, sintiendo cómo la realidad se desmoronaba bajo sus pies. Leyó las instrucciones contenidas en la caja, y terminó yendo al baño a hacer paso por paso lo que allí se le indicaba.
Lo hizo. Tomó el test con manos temblorosas, como si sostuviera un artefacto maldito. El silencio del ático era tan absoluto que podía oír el golpeteo frenético de su propio corazón. Esperó, conteniendo el aliento, contando los segundos como si con ello pudiera alterar el resultado. Pero no, allí estaban. Dos líneas, firmes e indiscutibles. Como una bofetada, como un sello impuesto sin su consentimiento. La prueba no mentía. Ya no era una suposición, ni un presentimiento: era un hecho innegable, implacable. Sintió cómo el mundo se cerraba sobre ella. Era real. Estaba embarazada. Y su cuerpo ya no le pertenecía.
Eysi se aferró al borde del lavabo, respirando entrecortadamente. No lloró. No al principio. Era una conmoción que no tenía forma, un abismo que no terminaba nunca.
Tocó su vientre plano. Apenas perceptible, pero ya ocupado. No sabía qué sentir, no sabía que estaba sintiendo en ese momento, no sabía si era ira, horror o incredulidad lo que sentía. ¿Cómo había pasado? ¡Sabía cómo! El recuerdo de aquella noche, de la frialdad de Nathan, de su cuerpo usado sin ternura, las escenas al volver a su mente se clavaron como espinas en la memoria.
No sabe cuánto tiempo estuvo ahí en el baño, tirada en el suelo frío. Cuando pudo, obligó a su cuerpo a ir hasta la cama, donde se dejó caer como cuerpo sin alma. Mientras tanto la comida aún reposaba en la bandeja en el piso.
Horas más tarde, la puerta del ático se abrió por primera vez en semanas. Entró una mujer alta, de gesto neutro, vestida con un uniforme gris sin insignias. No saludó. Dejó una carpeta sobre la mesa y se marchó sin una palabra.
Eysi, curiosa se levantó y la abrió con manos entumecidas.
Eran papeles, fichas médicas que debía llenar. Hizo caso omiso a eso. No le interesaba nada de eso. Volvió a la cama, y al final de ese día llegó la misma mujer pero con un equipo médico, y la obligó a acostarse.
—¿Qué… qué quiere? ¿Qué me va a hacer? —preguntó Eysi nerviosa.
La mujer no respondió a sus preguntas. Ni siquiera le dedicó una mirada. Ejecutó su tarea con la diligencia esperada, como quien cumple con una rutina sin espacio para las emociones. Le tomó una muestra de sangre con movimientos silenciosos, eficaces, casi robóticos. Luego, sin decir palabra, se dio la vuelta y abandonó la habitación. Así, sin más. Como si Eysi no fuera una persona, sino un recipiente de funciones biológicas a observar.
Minutos después, apareció otra mujer. Una de las que solían llevarle la comida, siempre en silencio, deslizándola bajo la rendija de la puerta. Pero esta vez entró. Llevaba una bandeja con alimentos distintos, más coloridos, cuidadosamente balanceados. No los dejó en el suelo, sino que los colocó sobre la mesa del comedor y los destapó. El aroma era suave, pero a Eysi se le hizo insoportable.
—Aquí están sus alimentos —dijo con tono neutral, sin siquiera mirarla a los ojos—. Le sugiero comer algo. No ha probado bocado en todo el día, y al señor no le agradará saber que la gestadora de su primogénito está decidida a matarlo antes de haberse formado siquiera la cuarta parte de él.
La frialdad de las palabras fue más dura que cualquier golpe. La mujer tomó las bandejas anteriores, como si todo aquello fuese una rutina más. Como si Eysi no estuviera al borde de un colapso.
A la mañana siguiente, el desayuno llegó acompañado de dos frascos de comprimidos perfectamente etiquetados y un sobre blanco. Esta vez, la misma mujer lo dejó todo sobre la mesa sin molestarse en explicarlo demasiado.
—Le sugiero seguir las indicaciones contenidas en el sobre. Luego se le notificará cuándo será trasladada para una evaluación médica completa —informó con sequedad, antes de girarse y marcharse.
Todo a su alrededor era impersonal, metódico, inhumano. Las personas que la rodeaban no eran personas, eran funciones. Ejecutores de protocolos. Autómatas. Se sentía más enferma que en los primeros días. Sentía dolor. Pero no era su cuerpo lo que dolía. Era el alma. La conciencia. El peso de una realidad de la que no podía escapar. La depresión comenzaba a colarse entre las rendijas de su mente, silenciosa, devastadora.
Tal como se le advirtió, a medía mañana del día siguiente fue llevada a otro sector de la casa. No era una clínica. No era un hogar. Era una cárcel elegante, desalmada, donde todo estaba preparado para recibirla como si fuera una pieza de laboratorio.
El espacio, acondicionado como si fuera un verdadero consultorio estaba equipado con tecnología de última generación. Monitores, instrumentos, batas blancas. Todo impecable. Todo ajeno. Todo hostil. Sin explicaciones, sin palabras de consuelo, la sometieron a una batería de exámenes. Analizaron su cuerpo sin preguntarle nada. La trataron como lo que ahora entendía que era: una propiedad.
Cuando todo terminó, la regresaron a su prisión disfrazada de lujo. Más vacía que nunca. Más rota que antes.
A las pocas horas le fue entregado un informe clínico que confirmaba el embarazo, y adjunto a éste, una serie de documentos legales con membrete de Evans Corporativo.
Todo frío. Redactado en un lenguaje impersonal. Como si ella no fuera una mujer, sino un protocolo.
Estaba titulado: "Contrato de gestación por sustitución."
Eysi comenzó a temblar. Leyó las cláusulas con creciente angustia: la concepción, el cumplimiento del plazo, la obligación de entregar al nacido, la compensación millonaria. Todo estaba ahí. Todo legalizado, sellado, y lo más importante, resaltante, firmado por ella y una firma ilegible.
De todo lo que leyó lo que resaltó en su mente fue ver su nombre.
—Esto no puede estar pasando...—susurró, horrorizada.
Pero su firma estaba en cada página. Fechada y certificada.
—¡Yo no firmé esto!—gritó de pronto, lanzando la carpeta al suelo.
Su voz rebotó contra las paredes, hueca, sin respuesta. Cayó de rodillas, jadeando. Las lágrimas llegaron por fin, calientes, furiosas.
Horas más tarde, cuando la oscuridad envolvía la habitación, la puerta se abrió de nuevo.
Entró Luca.
El hombre no traía seguridad ni amenaza. Traía frialdad. Una expresión vacía que no escondía compasión alguna.
—Eysi—dijo simplemente, y se sentó frente a ella, cruzando las piernas como si se tratara de una reunión de negocios.
Ella lo miró con ojos hinchados, desesperados.
—¡Esto es ilegal! ¡Yo no acepté esto! ¡Nunca hubiera aceptado ser una... una incubadora humana!
—La firma está en los documentos—respondió Luca, sin alterar su tono.
—¡No es mi firma! ¡Yo no los firmé! ¡Eso es una falsificación! —intentó justificarse pero no podía evadir la realidad, si era su firma, lo que desconocía era el contenido.
Luca abrió un portafolios de cuero y extrajo una hoja adicional. La colocó con cuidado frente a ella. Era un escaneo de la página final del contrato, ampliado, con su firma... y otra más abajo.
La de su madre.
El documento decía: "Firmado por la tutora legal en representación de Eysi Wescott." Con fecha de dos meses mes atrás de haber sido notariado.
Eysi se paralizó.
—No... —la voz se le quebró—. No...
—Tu madre aceptó el acuerdo. A cambio de tu seguridad, de cubrir ciertas deudas, de la seguridad de Suky. La cifra fue significativa.
—Ella no tenía derecho... ¡yo ya soy mayor de edad!
Luca la miró, sin moverse.
—No cuando se firmó. Tenías diecisiete. Legalmente, estaba autorizada. Tienes encerrada aquí tres meses Eysi. La noche en la que sucedió el encuentro entre tu y mi señor cumpliste la mayoría de edad. Por lo menos llegaste al apto con capacidad para hacerte responsable de tus actos.
Eysi estaba tan sumergida en sus pensamientos que no era capaz de recordar ese detalle. Pero aun así no aceptaba ese destino. No. No quería.
El mundo se le vino abajo. Las paredes del ático se encogieron. Todo lo que había vivido, toda la presión, la manipulación, el "acuerdo", la noche sin rostro... no había sido una decisión. Había sido una verdadera trampa.
—¡Me vendió!—escupió, entre sollozos.
Luca no confirmó ni negó. Solo deslizó otro documento. Una transferencia millonaria, firmada, dirigida a una cuenta con el apellido Wescott.
Eysi sintió náuseas de nuevo. No por el embarazo. Sino por la traición, por el asco de haber sido utilizada por dinero, por la impotencia.
En ese momento perdió el control por completo. Luca solo se hizo a un lado con una serenidad que espantaba, mientras Eysi gritaba, golpeaba el suelo, rompió la bandeja contra la pared. Hasta que cayó, exhausta, abrazando su propio cuerpo como si pudiera protegerse de algo.
Luca se movió. La observó con una mezcla de distancia y cumplimiento del deber.
—Te sugiero que leas bien todo. El incumplimiento del contrato tiene consecuencias legales graves, y personales.
Ella alzó la vista, con odio puro.
—Dígale a ese monstruo, a ese maldito ser que está detrás de todo esto que venga a verme. Que tenga el valor de mirar lo que hizo.
Luca se detuvo en la puerta. Por primera vez, hubo una sombra de algo en su rostro. Quizá duda. Quizá compasión. Pero no dijo nada. Cerró la puerta tras de sí.
Eysi se quedó sola. Pero no vacía. Había una nueva presencia en su cuerpo. Y en su alma, una grieta imposible de cerrar.
Eysi era consciente de que aunque insistía en que el contrato lo había firmado otra, era ella quien cargaría las consecuencias.
En ese mismo instante comprendió que quienes están llamados a protegerte no siempre cumplen con su deber. A veces, te vende al mejor postor.