Un Cuerpo Apto

2014 Palabras
Eysi abrió los ojos bruscamente, como si emergiera de un pantano de sueños rotos. La luz del lugar donde estaba era tenue, filtrada por gruesas cortinas color perla. La habitación olía a lino caro, a silencio contenido. Estaba recostada en una cama king size con respaldo acolchado, cubierta con sábanas de satén que no le pertenecían. Las sentía demasiado suaves, demasiado frías. Parpadeó. Algo le incomodó. Tocó su rostro y palpó el antifaz, iba a quitárselo, y justo cuando estaba por arrancárselo, desde lejos, una voz emergió. —Tienes prohibido quitárselo sino en el baño —le dijo la voz en una orden y un tono tergiversado. Miró al techo con la mano en el antifaz, era alto y abuhardillado, tenía vigas blancas perfectas, casi inhumanas en su simetría. Desde las lámparas colgantes hasta las alfombras mullidas, todo tenía un lujo desapegado, una belleza sin calor. Como si alguien hubiera decorado el lugar para ser admirado, no habitado. El corazón le martillaba el pecho. Bajó sus manos al colchón. Se sentó con esfuerzo, el dolor en su entrepiernas era incómodo, y el espacio se sentía como si el aire fuera más denso allí. Recordó lo sucedido. Su corazón se arrugó. Miró su cuerpo. se tocó el labio donde sintió dolor, recordó la lesión de la mordida… Llevaba puesta una bata blanca, sedosa. No era suya. Debajo de ella, aún estaba desnuda. Su ropa, su ropa real, había desaparecido. Su piel se erizó. Una punzada cruzó su vientre. No era dolor, era... algo más profundo. Su memoria retrocedió al último momento antes del apagón mental después del arrebatado momento en el que Nathan volvió a tomarla: la habitación semi oscura, el sillón, las cadenas colgantes, su cuerpo ardiendo, el contrato, la frialdad de… él… El hombre que ocasionó su mayor sufrimiento. Nathan Evans, y aunque no conocía su nombre ni su rostro lo odiaba, odiaba todo lo que representaba, con sus acciones y las palabras, término de arrancarle el deseo de ser feliz en esta vida, el que con poder y palabras elaboradas la había obligado a cumplir el acto pactado, algo que ella aún no recordaba haber consentido. La noche sin rostro, fue la noche de su peor pesadilla, esa que no olvidaría jamás. De golpe terminó de recordar todo lo que habían hecho, lo que él le había hecho. Y su cuerpo, ahora, se sentía como un territorio ocupado. Se incorporó de la cama con cuidado, la prueba de la experiencia aberrante, palpitaba dolorosa en su entrepierna. —¿Hola? —llamó pagenada a la puerta en un tono de voz rasposa por el miedo más que por el sueño. Nada ni nadie respondió. El silencio era absoluto, denso, como si la habitación estuviera sumergida en un hueco. El suelo helado le mordió los pies. Giró el picaporte y nada. No se movió, estaba bloqueado. Golpeó una vez, luego otra, y después con ambas manos. —¡¿Hay alguien ahí?! ¡¿Hola?! —gritó desesperada. La respuesta fue nuevamente un silencio que parecía observarla. Desilusionada, regresó a la cama,s e sentó en el borde de ésta. Pasados unos minutos escuchó un clic metálico. A través de una pequeña rendija bajo la puerta, vio como entró una bandeja de acero inoxidable, está contenía pan, queso, jamón, agua y dos tipos de frutas picadas en un plato. Todo estaba pulcro, preciso e inerte. Solo la entrega parecía humillante, la muestra de estar prisionera, la prueba de que ella no pertenecía a sí misma, su voluntad había sido secuestrada. Parecía una rutina clínica, de hospital, o de prisión. En síntesis, sin sabor, sin vida real. —¡¿Qué clase de enfermo hace esto?! —gritó, golpeando la puerta con los puños—. ¡Sáquenme de aquí! Su voz rebotó contra las paredes insonorizadas del ático. Nadie acudió. Nadie contestó. Solo un reloj colgado en la pared marcaba el paso del tiempo con un tic-tac burlón, inútil, desesperante. Eysi se dejó caer. Sus piernas no respondían. Las lágrimas le resbalaron sin fuerza, como si ya no tuvieran sentido. Su mente buscaba oxígeno, mientras pensamientos de escapatoria hacían eco agobiñandola. Recordó los ojos de Nathan, fríos, calculadores, vacíos de cualquier humanidad. No había rastro de duda, ni rabia,mucho menos de afecto. Solo el peso insoportable de una certeza. Él no la miraba: la evaluaba. Como quien revisa una cláusula antes de ejecutar una orden. Y entonces, su voz, precisa, desprovista de emoción y letal, atenazó sus emociones. «Estás donde debes estar. Lo firmaste», recordó que él le dijo. Eso fue todo. No hubo gritos ni mucho menos amenazas. Solamente una afirmación con la exactitud de un contrato ejecutado. Como si fuera evidente que su voluntad ya no importaba. Eysi no era una persona ante sus ojos. Era un acuerdo. Un cuerpo comprometido. Un útero con fecha de vencimiento. Y ahora, una propiedad bajo custodia. Nathan no la retenía por amor. La retenía porque la ley lo amparaba. O eso le estaba haciendo creer a una mujer como Eysi, tan ignorante como pobre. La necesidad la llevó a estar metida allí, a vivir la peor humillación. Y eso lo hacía más aterrador que cualquier obsesión. Después, la oscuridad. Y ahora, esto. Una jaula con paredes de diseño. Sin barrotes, pero con un control absoluto sobre cada centímetro de su cuerpo. No comió, ignoró la comida en la bandeja. Exploró. El ático no tenía ventanas reales, solo grandes paneles que simulaban vistas. Sin rejillas de ventilación visibles, sin cámaras expuestas. Pero ella sabía que estaba siendo observada. La decoración lo confirmaba: había libros que ella habría elegido. Colores que la calmaban. Una alfombra igual a la de su antigua y pobre habitación. No era hospitalidad. Era manipulación psicológica, perfecta. Toda esa pesadilla estaba tan perfectamente armada que analizaron sus gustos, aunque carentes de ambición, les servía para llevar su mente al límite para provocar sensaciones convenientes para Luca y Nathan. En todo el espacio no había ni cuchillos, ni objetos punzantes. Solo objetos básicos. Un rincón de lectura con un diván. Una falsa chimenea con velas electrónicas. Todo estaba limpio. Todo se veía, como ella, muerto. A partir de ese día cada cada mañana al despertar se encontraba perfectamente ordenado en un diván ropa limpia. Pijamas suaves. Lencería delicada. Con su talla exacta. Como si alguien la conociera más que ella misma. Como si su cuerpo ya no le perteneciera. —Esto es una locura... —susurró, mirándose al espejo. Su reflejo tenía las mejillas hundidas. La piel más blanca. Los ojos más oscuros. Empezó a hablarse en voz alta. Era la única manera de conservar su identidad. Cada noche hacía una marca en la pared, con un delineador de cejas que alguien, por error o por crueldad, había dejado en el cajón del baño. —Día uno. Día dos. Día tres... ¿O es el cinco? El tiempo no se medía en horas. Se medía en visitas de comida, en cambios de ropa, en vacíos cada vez más largos. Hasta que, una tarde, una voz emergió de un altavoz invisible. Fría, controlada, desprovista de emoción. —Eysi. Su cuerpo se tensó como una cuerda. —¿Quién eres? ¡Muéstrate! —gritó, buscando el origen. La respuesta que obtuvo fue un silencio, denso, abrumador. Luego, la voz volvió. Grave, masculina, familiar e ineludible. —Estás a salvo. Pero no puedes salir. No todavía. El corazón de Eysi palpitó con rabia y terror. —¿Es usted? ¿El de la noche anterior? ¡¿Qué demonios es esto?! ¡No puede hacerme esto! —Ya lo hice —respondió él, sin inmutarse—. Aguarda con calma. Recuerda el contrato, debes cumplir. —¡Esto es un secuestro! ¡Estoy presa! ¡¡Estoy presa!! —gritó fuera de sí misma. La voz se cortó. La ausencia fue más violenta que su presencia. Eysi se dejó caer de rodillas, temblando. El pánico era un veneno lento. «¿Qué significaba "no todavía"? ¿Qué venía después? ¿Una eternidad al lado de un ser invisible?», se preguntó en la mente. La noche llegó sin estrellas. Se sentó frente al ventanal falso, fingiendo que veía el cielo. Fingiendo que el mundo seguía allá afuera. Al amanecer, sobre la mesa apareció una carta, en papel color crema, tinta azul. Su nombre estaba escrito con una caligrafía que demostraba control y elegancia. Debía ser él, no sabía su nombre. Pero estaba segura de quién era esa letra o eso debía creer. Aunque había un objetivo claro detrás de esa locura, no tenía certeza de quien manejaba los hilos de esa locura. "No entiendes lo que está en juego. No todavía. Pero lo harás. Tu libertad no es un precio que estoy dispuesto a pagar si eso significa ver insatisfecho mi deseo. Aún no es el momento”. Sus dedos temblaban al sostener la nota. La letra era firme, fría, casi cariñosa. Lo que lo hacía más monstruoso aún. Él creía protegerla, y tal vez lo estaba haciendo, solamente físicamente, porque en su mente estaba causando el efecto contrario, cada día que pasaba la destruía más. Desde su trono de hielo, la guardaba como a una propiedad frágil y valiosa. Pero no era amor. No era cuidado. Era control. El necesario para lograr su objetivo. Y, sin embargo, algo dentro de ella le advirtió que había más. Que lo que venía sería peor. Que la jaula no terminaba en esa habitación. Afuera, quizás, había una jaula mayor. Y ella ya no sabía si quería salir o si prefería no saber lo que la esperaba. Debía ser así porque ella ya no era la misma. A fuerza le hicieron cambiar. Dejó de soñar y esperar por un milagro en su vida. Solamente el rostro de su hermana le daba vida, Suky era la única razón en no pensar en desvivirse. Además de ella, no sentía tener una razón para vivir. El día siete —o el octavo, quizás el noveno— llegó sin aviso. Eysi ya no contaba con precisión. El tiempo, en ese lugar, se desdibujaba como tinta en el agua. Lo marcaba por las bandejas de comida que aparecían y desaparecían sin que nadie entrara. Por los cambios de ropa, siempre exquisitos, siempre provocadores, como una provocación calculada. La expresión de su rostro al ver cada prenda era la muestra de la aceptación, aunque no total, si daba a entender que en cierto modo le agradaban. Nathan parecía estar comenzando a conocer cada textura que amaba, cada prenda que la hacía sentir hermosa, o por las que mostraba más satisfacción que por otras. Y eso era lo que más la enfermaba: lo bien que él estaba comenzando a conocerla. Ese día, sin embargo, fue distinto. Cuando despertó, sobre la cómoda de mármol había un sobre rojo. Su nombre en caligrafía pulida: “Eysi”. Lo abrió con manos temblorosas. Dentro, una hoja con una sola frase: "Hoy puedes hacer preguntas. Solo una. Te responderé con la verdad”. Se quedó inmóvil. El desafío la paralizó. Solo una. Tenía tanto dentro, un huracán de dudas, teorías, recuerdos, sospechas. Pero solo una oportunidad. Una verdad. Se mordió el labio. Pensó en Griselda, en cómo nadie se molestó en advertirle las consecuencias de firmar ese contrato. Pensó en su propia cordura. Pero al final, escribió con rabia en el reverso: "¿Por qué yo?” Dejó la nota bajo la puerta. Veinte minutos después, sin aviso, la voz sonó de nuevo por los altavoces: —Porque eres la única digna de darme lo que necesito. No es nada personal, solo eres un cuerpo apto, nada más. Falta menos que al principio. Eysi sintió que la sangre le abandonaba las piernas. Era ignorante de muchas cosas en la vida, pero una cosa sí tenía claro es que lo que él estaba robándole la vida, su libertad. —¡Eres un maldito cobarde! No eres quien para decidir sobre mi ¡Me robaste la voluntad! —gritó, sin esperar respuesta. Pero la voz no volvió. Solo el eco escuchó.
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