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Ceo Despiadado ¡No Fui Yo!

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Descripción

Eve Aston lo tenía todo para ser feliz: era hija de una de las familias más influyentes de la ciudad y contaba con la amistad incondicional de Elia Lewins, quien la quería como a una hermana. Pero cometió un error fatal: enamorarse del hombre equivocado, Demian Voss, el novio de su mejor amiga.

Cuando Elia es brutalmente asesinada en un bar de mala muerte, todas las sospechas recaen sobre Eve. Demian, cegado por el dolor y la rabia, la acusa sin piedad y la condena a pasar tres años en prisión.

Al salir, Eve descubre que el mundo exterior no es menos cruel que las rejas que dejó atrás: sin pasado, sin futuro y despojada de toda dignidad, solo le queda aferrarse a la supervivencia… y a una pregunta que la consume:

¿Será capaz de levantarse de las cenizas para reclamar justicia… o buscará venganza?

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Capítulo 1
La lluvia caía con furia sobre la ciudad, oscureciendo las luces y borrando los contornos de la noche. Eve Aston permanecía empapada, con el cabello pegado a su rostro y las manos temblorosas. El agua resbalaba por sus mejillas como si el cielo mismo compartiera su desesperación. Frente a ella, el auto n***o de lujo se alzaba como un muro inquebrantable. A través de los cristales empañados, alcanzaba a distinguir el perfil severo de Demian Voss. Su silueta rígida, su mandíbula marcada, la dureza de sus ojos que ni la lluvia podía suavizar. —¡No fui yo, créeme! —gritó Eve, golpeando con fuerza la ventana mojada—. ¡Demian, al menos escúchame! De pronto, la puerta se abrió de golpe y una fuerza brutal la arrastró al interior. Eve tropezó y cayó directamente sobre el hombre, su camisa blanca empapada dejando un rastro húmedo en su traje impecable. —Demian… —su voz quebrada intentó encontrar aire—. Esos hombres… los que lastimaron a Elia… no fui yo… no los contraté… Una mano firme, dura y cruel, le sujetó la barbilla. Demian inclinó el rostro, tan cerca que Eve pudo sentir el olor del tabaco mezclado con el perfume caro que lo envolvía. Su voz grave, cargada de veneno, se deslizó sobre ella: —¿De verdad me quieres tanto? Eve parpadeó, desconcertada. Todo el mundo sabía que estaba enamorada de él, pero… ¿por qué lo preguntaba ahora, de esa manera? Los dedos del hombre, fríos y largos, recorrieron su mejilla mojada con una suavidad engañosa. Su mirada parecía contener una ternura efímera, pero las palabras siguientes se clavaron como cuchillas: —¿Hace frío, Eve? —susurró. —¿Qué…? —balbuceó ella, confundida. Entonces él exhaló, y su aliento se transformó en hielo: —¿Realmente me amas tanto como para matar a Elia? El corazón de Eve se detuvo. Sintió que su cuerpo entero se paralizaba, que la sangre dejaba de correr. Esa pregunta no llevaba duda, sino una condena. —Yo… yo no tenía la intención de matar a Elia… —logró decir con la voz temblorosa. Demian arqueó una ceja, cruel. —Cierto. No tenías intención de matarla… sólo pagaste a unos hombres para que la violaran, ¿verdad? Las palabras fueron un látigo. Sin darle tiempo a defenderse, él desgarró su ropa, rompiendo la poca protección que tenía contra la tormenta. Eve gritó, luchó, pero su fuerza no podía contra la furia del hombre. Un instante después, fue empujada con violencia fuera del auto, cayendo sobre el suelo embarrado. El golpe la dejó sin aliento. La lluvia, implacable, golpeaba su cuerpo humillado. Desde dentro del vehículo, la voz helada de Demian tronó con una claridad insoportable: —Lo que hiciste con Elia, lo haré contigo. ¿No es justo? ¿No es bueno sentirte deshonrada, Eve? Ella levantó la cabeza, incrédula, con los ojos rojos de rabia y lágrimas. Lo vio sentado en el asiento trasero, elegante y altivo, sacando un pañuelo para limpiar sus dedos como si ella fuera algo sucio que debía borrarse. —Estoy cansado, señorita Aston —dijo con indiferencia—. Vuelva a casa. —¡Demian! ¡Escúchame, por favor! ¡Yo no…! Él entrecerró los ojos, y una sonrisa siniestra se dibujó en sus labios. —No es imposible que le dé una oportunidad… Si se arrodilla esta noche frente a la Mansión Voss, tal vez esté de buen humor y le conceda diez minutos. La puerta se cerró con un estruendo seco. Un pañuelo cayó sobre el charco frente a Eve. Ella lo recogió, apretándolo con fuerza en su mano temblorosa, mientras veía cómo el auto se alejaba hasta desaparecer tras las rejas. La puerta de hierro de la mansión se cerró, imponente y despiadada. Eve quedó sola bajo el aguacero, con el cuerpo roto, la ropa rasgada y el corazón hecho trizas. Y entonces, se arrodilló. Pero no era por expiación. No porque aceptara la culpa de un crimen que no había cometido. No porque todos creyeran que ella había mandado a matar a su amiga. Se arrodilló porque Elia era su amiga, y si la habían perdido, ella también debía llorar de rodillas. Se arrodilló porque quería que Demian, aunque fuera por diez minutos, la escuchara. El frío atravesaba su piel, la tela empapada se pegaba a sus curvas apenas cubiertas. Pero aun así, Eve mantuvo la espalda recta, los labios apretados, la mirada obstinada. Orgullosa incluso en la humillación. La lluvia se intensificó, azotando su cuerpo sin piedad. Pasó una hora. Pasaron dos. La madrugada la encontró todavía allí, de rodillas, con la dignidad rota y el alma ardiendo. Cuando al fin amaneció, la joven seguía arrodillada frente a la Mansión Voss. Su cuerpo temblaba, sus labios estaban morados y la piel pálida como la nieve. Pero sus ojos, aun entre lágrimas, brillaban con algo más fuerte que el dolor: determinación. La noche se había desangrado en la madrugada, y el amanecer llegó gris, opaco, con la lluvia todavía cayendo en gotas finas y persistentes. Frente a la imponente Mansión Voss, Eve Aston seguía arrodillada, con la piel pálida y los labios partidos por el frío. Finalmente, la puerta de hierro se abrió con un chirrido solemne. Un hombre salió lentamente desde el patio: Roberth Lewins, el viejo mayordomo de la familia, de cabello plateado y perfectamente peinado, tan rígido como los arbustos recortados del jardín. Sostenía un paraguas n***o anticuado, que parecía tan severo como su porte. Eve levantó apenas el rostro. Una sonrisa cansada, casi rota, intentó dibujarse en sus labios. —Señorita Aston —la voz de Roberth era grave, inflexible—. El señor Demian quiere que se marche de aquí. El mayordomo arrojó un bulto de ropa hacia ella. El paño seco cayó sobre sus rodillas mojadas. Eve, con las manos entumecidas por el frío, lo tomó y se lo puso con torpeza. Su voz salió ronca, pero firme: —Quiero verlo. Roberth no alzó la mirada. Sólo transmitió el mensaje con la precisión de un verdugo: —El señor Demian dijo que su presencia contamina el entorno de la mansión. No desea verla. El cuerpo de Eve se estremeció. Había soportado miradas de desprecio, había aguantado la humillación de estar bajo la lluvia toda la noche… pero esas palabras la atravesaron como un cuchillo. Sus hombros temblaron. Cerró los ojos, y nadie pudo distinguir si lo que resbalaba por sus mejillas eran lágrimas o gotas de lluvia. Cuando volvió a abrirlos, su voz resonó clara: —Roberth Lewins, no importa lo que pienses. No les di dinero a esos hombres para arruinar la inocencia de Elia. Pueden odiarme, pero yo no cargaré con un crimen que no cometí. Por primera vez, el mayordomo mostró una reacción. Sus cejas grises se torcieron y un destello de dolor se convirtió en puro odio en su mirada. —Elia era mi hija. —Su voz se quebró apenas, pero el enojo la endureció—. Desde pequeña fue obediente, pura… Nunca había pisado un sitio caótico y vulgar como ese bar. Y aun así, ahí fue donde la insultaron hasta matarla. Los dedos de Roberth se apretaron con furia contra el paraguas. —Señorita Eve, revisamos sus registros. Antes de morir, Elia la llamó. Le envió un mensaje: “He llegado a Dream, ¿dónde estás, Eve?” Eve sintió que el aire la abandonaba. El mensaje… esa prueba… la hundía más en la oscuridad. —Usted no mató animales, señorita Aston. Mató a un ser humano. Y ya está muerta, ¿cómo se atreve todavía a discutir? —Los ojos de Roberth brillaban de rencor—. Todo el mundo sabe que estaba enamorada del señor Demian, pero él sólo amaba a mi hija. Su envidia la llevó a planear su ruina. Su crueldad no tiene perdón. Eve abrió la boca, pero no halló palabras. ¿Qué podía decir? ¿Cómo luchar contra pruebas que gritaban su culpabilidad? Frente a Roberth, era nada. Una intrusa. Una sombra que sólo había amado en silencio. —Señorita Aston, retírese —concluyó el mayordomo con una voz helada—. Por cierto, el señor Demian me pidió que le transmitiera unas palabras. Los ojos de Eve lo buscaron con ansiedad, como si en esa última frase hubiera esperanza. —Me dijo que se preguntaba… —Roberth la miró directo a los ojos, sin piedad— ¿por qué no fuiste tú quien murió? El golpe fue más devastador que cualquier tormenta. Eve se estremeció de pies a cabeza. Sintió un dolor agudo en el pecho, como si algo dentro se desgarrara sin remedio. Roberth giró con calma, mostrando una ligera curvatura en las comisuras de su boca. No era una sonrisa, era un gesto rígido que hacía de su rostro un cuchillo cruel. Eve trató de ponerse en pie, pero sus piernas entumecidas no la sostuvieron. Cayó sentada en el frío asfalto, con el cuerpo rendido. Una risa amarga escapó de su garganta, una carcajada rota que era llanto y burla al mismo tiempo. —¿Por qué no fui yo…? —murmuró, con los ojos perdidos hacia el cielo encapotado—. Sí, Elia… todos me culpan por tu muerte. Sus labios temblaron. La lluvia seguía cayendo. Y aunque la mansión la había rechazado, aunque el hombre que amaba deseaba verla muerta, Eve seguía respirando. Y esa simple existencia se había convertido en el crimen más grande de su vida.

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