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Esclava de sus ardientes deseos

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Descripción

Debby se refugia en una vieja cabaña para llorar la pena que la traición de su esposo le dejó, pero entre las sombras estaba oculto Zack, un hombre grosero y malhumorado.

Sin otro lugar a dónde ir, ambos comparten su escondite. La convivencia los empuja a descubrirse y despierta en ellos una pasión que creían perdida.

Cuando el peligro comienza a rondar la cabaña, perturbadores sucesos ocurren en el interior. Debby se esfuerza por desentramar los misterios que aquel hogar guarda con celo al tiempo que intenta controlar lo que está sintiendo por Zack, un hombre que parece querer manipularla con sus mentiras y con sus ardientes besos.

¿Se librará de un nuevo engaño o quedará esclava de su propio deseo?

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Capítulo 1. La cabaña.
«Las mujeres lloronas son molestas, Deborah. Si quieres que tu marido viva feliz, no llores ni hagas dramas innecesarios. Escucha mis consejos, hija». Debby subió el volumen de la música y aumentó la velocidad del auto. Los acordes de Don't speak de No doubt acrecentaban su llanto, pero silenciaban a su conciencia. Quería acallar sus recuerdos, olvidar todo lo que había vivido los últimos años. Necesitaba sacar el dolor que inundaba su pecho. Las decenas de «te lo dije» que Jimena, su socia y amiga, le había apuntado antes de marcharse, aún la atormentaban. Estaba cansada de que le recordaran lo ciega que había sido. O tal vez, nunca lo fue. Quizás siempre supo lo que sucedería de un momento a otro, aunque prefirió ignorar la verdad por miedo a enfrentarla. Su mayor error había sido ser una mujer confiada. Los problemas le enseñaron que el matrimonio no era un contrato indisoluble, no existía el «amor eterno», mucho menos el «felices por siempre». Sin embargo, se había aferrado a esos conceptos para subsistir durante mucho tiempo. La incertidumbre le producía vértigo. Pronto salió de la ruta 61 y tomó la calle Pedersen para llegar a la costa de Lutsen, un lugar ubicado a escasos metros de la orilla norte del Lago Superior, en el condado de Cook de Minnesota. La última acción condescendiente que su amiga Jimena había hecho por ella había sido conseguirle un refugio apartado de la humanidad para que pudiera sacar toda su pena. Si quería seguir adelante, primero debía cicatrizar las profundas heridas que la traición le había dejado. Se internó por el camino de grava que daba acceso a la cabaña vacacional de la familia Kerrigan mientras Alicia Keys interpretaba su melancólica Why Do I Feel So Sad, y parecía repetirle: «Ya debería saber que con el tiempo, las cosas cambian». Apagó con un golpe el estéreo, se enjugó las lágrimas con la manga de su jersey y estacionó el auto frente a una casa de madera con techo a dos aguas, que estaba rodeada de altos cedros y maleza. Apenas se detuvo, una bandada de aves salió de los alrededores de la cabaña y voló con prisa hacia los árboles cercanos. El intempestivo chillido de los pájaros la hizo dar un respingo dentro del vehículo. Miró con aprehensión el lugar que estaba sumergido en sombras y desolación. Los únicos sonidos que la acompañaban eran el silbido de la brisa y el ruido de las olas que rompían contra las rocas en el lago. A pesar de la oscuridad, pudo notar que la vivienda se hallaba en estado de abandono. Jimena le había advertido que los Kerrigan no visitaban la cabaña desde hacía dos años, después de la muerte de su único hijo. Las plantas de las macetas de la terraza principal estaban muertas y cúmulos de hojas cubrían los rincones. No se podía observar el interior porque las ventanas habían sido tapadas con gruesas cortinas y el viento hacía crujir las maderas de la casa como si fueran lamentos. Se estremeció ante semejante escenario, pero pronto se convenció de que en realidad no le importaba el estado de la vivienda, lo único que quería era ocultarse en un rincón solitario donde pudiera llorar en libertad sin que nadie le reprochara su actitud o la tildara de cobarde o estúpida. Después de todo, su interior estaba tan descuidado como aquel lugar. Se peinó con los dedos los cabellos rubios que le caían en cascada sobre los hombros sin saber por qué lo hacía. ¿Qué importaba su apariencia? En esa casa abandonada las únicas que la verían serían las arañas. Se miró en el espejo retrovisor por costumbre. Tenía el rostro hinchado por el llanto. Por suerte no tendría que preocuparse por retocarse el maquillaje para disimular las ojeras y los párpados enrojecidos. Finalmente tomó su bolso y la pequeña maleta que había lanzado en la parte trasera del auto, sacó la linterna y salió del vehículo. Caminó sin ánimo de nada, con la mirada clavada en las baldosas de piedra del pasillo de entrada. A su derecha, el lago Gitchi Gummi reflejaba el brillo de la redonda luna. Subió a la terraza, pero se detuvo cuando la luz de la linterna alumbró un ave blanca de alas grises. El animal estaba parado sobre la baranda del pórtico, frente a la puerta, y la observaba con la cabeza ladeada, como si le advirtiera algo. La espantó con la linterna y el ave enseguida voló. Se perdió entre las ramas de los altos árboles dejándola sola. Debby suspiró, apartó con el pie las hojas secas que estaban acumuladas en la entrada y hurgó en su bolso en busca del juego de llaves que Jimena le había entregado. «No te vayas, tienes que luchar por lo que te pertenece». Recordó la insistencia de su madre para que no abandonara a su marido. «Déjalo ya y márchate para que seas feliz» Habían sido las réplicas de su amiga. «Esa mujer es una envidiosa, ¿por qué no está pendiente de su propio esposo en vez de meterse en lo que no le importa?». Porfiaba su madre, siempre en desacuerdo con lo que proponía Jimena. «Vamos, Debby. Es suficiente con cuatro años de engaños. Vete ya». Fueron las últimas súplicas de su mejor amiga. Su madre y Jimena nunca se habían llevado bien, pero lo que estaba en juego no era la relación entre ellas, sino su tranquilidad. No estaba dispuesta a seguir soportando más humillaciones de su esposo. Al abrir la puerta principal, el crujido que emitió la cerradura al ser utilizada después de tanto tiempo le erizó la piel. Pareció un quejido de advertencia. Adentro, el olor a humedad y el polvo le hicieron picar la nariz. Por las rendijas que dejaban las cortinas se colaban siniestras sombras producidas por las ramas de los árboles, que simulaban garras o rostros deformados. No podía negar que resultaban atemorizantes. Cualquier otro mortal se lo hubiera pensado dos veces antes de entrar en esa cabaña, pero el sufrimiento que sentía Debby le impedía asimilar la desidia que la rodeaba. Estaba cansada, le dolía el pecho. Además, no tenía otro lugar a donde acudir. Cerró la puerta y atravesó con lentitud, alumbrada por la luz de la linterna, la sala de estar, la cocina y el comedor. Todo estaba ordenado, pero lleno de polvo y telarañas. Siguió su camino hasta sumergirse en el oscuro pasillo que conducía a las habitaciones. Halló tres puertas. Le fue imposible abrir la primera. Pudo con la segunda, pero estaba abarrotada de objetos. La tercera, en cambio, tenía algunos lugares libres de suciedad, y allí la cama contaba con sábanas limpias. Sobre la mesita de noche descubrió una lámpara de aceite que descansaba junto a una caja de cerillas. Dejó caer su bolso y la maleta en el suelo y encendió con dificultad la lámpara antes de recostarse. Lloró durante horas, con las imágenes de su desgracia girando en su mente como un carrusel. Allí se quedó el resto de la noche, hasta que las lágrimas y el aceite se secaron y la oscuridad la sumió en un profundo sueño. Se entregó al descanso sin percatarse que no se encontraba sola.

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