—Devochka —dijo una anciana al entrar en la sala. Llevaba una falda larga negra y una blusa suelta blanca. Tardé un momento en entender lo que dijo antes de rendirme. —Lo siento, no hablo ruso. Me miró como un gato observa a un lagarto antes de abalanzarse sobre él. —¡Arriba! ¡Ahora! Fruncí la nariz. No me gustó para nada el tono de su voz. —¿Perdón? Me lanzó una mirada de arriba abajo con desprecio. —El jefe quiere verte, no puedes presentarte ante él vestida... —me evaluó con disgusto en los ojos— así. —¿Qué tiene de malo lo que llevo puesto? Me dio otra mirada desdeñosa y detallada. —Pareces maldita. Una mujer debería vestirse con más decencia. Rodé los ojos. Cristo, ¿era de la era victoriana? Había pasado por tanto ese día que no tenía energía para fingir amabilidad. —Una

