Sonreí a los tres, pero cuando miré a Doriav, se me borró la sonrisa. —Afuera. Ahora. —No le di oportunidad de negarse y salí de la sala. Un segundo después, la puerta se abrió y Doriav salió, inexpresivo. Llevaba una camiseta negra simple, jeans y tenis. Sus músculos y tatuajes resaltaban bajo la tela. En un parpadeo me imaginé más tatuajes, más piel firme y bronceada. Un calor me recorrió la espalda y me ruboricé. El cabello lo tenía recogido en un moño, aros brillando en sus orejas, y los dedos llenos de anillos dorados. Parecía un hombre capaz de volarte la cabeza con una bala por solo mirarlo mal. Pero no estaba asustada. Sentía un dolor en medio de las piernas. Seguía colgada de aquella noche en el estacionamiento. —No vuelvas a darme órdenes frente a mis hermanos o mis hombres.

