Sus ojos se humedecieron, su pecho se agitaba con furia y un hambre que moría por saciar. Sabía que estaba desesperada por que la tomara. Y, mierda, mis manos estaban empapadas con sus jugos. ¿Cuánto me había deseado? Sin embargo, se aferraba al poco orgullo que le quedaba, aun dándome órdenes y negándose a suplicar. Eso no me gustaba. Quería derribar cada obstinación y orgullo que atravesaban sus gruesas murallas hasta que suplicara por mí.
—¿Qué puedes hacer al respecto, Doriav? —preguntó con voz ronca.
Odiaba cuando me hacía esa pregunta. Y, al mismo tiempo, la amaba. Me daba la oportunidad perfecta para mostrarle lo que podía hacer, cómo podía doblegarla a mi voluntad. Apreté mis dedos en sus pezones y puse mi mano entre sus piernas. Ella gimió, sus dientes se hundieron en sus labios
