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Ivy Birkeland, Estación de transporte Zenith, Cantina
Recostada en la silla que había arrastrado hasta la esquina de la oscura sala, busqué amenazas en el área. Ignoraba a los enormes hombres que se ocupaban de sus asuntos en el bar, aunque uno en particular llamó mi atención. No estaba aquí para esa clase de reuniones, pero él era como una sensual montaña de músculos y yo era una mujer enérgica que sabía lo que le apetecía. Ese bombón tenía el tamaño de un atlán, y hacía que mi problema de ser muy alta se volviera obsoleto.
A estos alienígenas gigantes no les importaba mi altura de metro ochenta. De hecho, había tenido unas cuantas ofertas a lo largo de los cuatro años en los que había estado en la Flota de la Coalición. El trabajo, sin embargo, siempre había estado primero. Ya que estaba exenta del servicio, ahora tenía otra razón para estar aquí afuera, en el espacio. Una misión personal para llevar a un imbécil de Cerberus, llamado Gerian Eozara, a la justicia.
Unas ansias de justicia que no podía evitar ni negar; no sin deshonrar a mis amigos muertos, sin deshonrar su sacrificio. Su memoria. Su servicio.
Las lágrimas se asomaban pero apreté los ojos con una furia que raramente me permitía sentir. La legión Cerberus era responsable por la venta del quell en mi sector del espacio. El quell era la razón por la que había terminado arrastrándome por el fango en Xerima, con mis amigos muertos y mi cuerpo destrozado. Cuando la Central de Inteligencia de la Flota de la Coalición anunció la recompensa por atrapar al responsable, me sobresalté con la posibilidad de entregar a Gerian vivo o muerto. Pero una muerte rápida no era suficiente para los traficantes de quell y sus cómplices. La tortura sería mejor para él… y para cualquier otra escoria de Cerberus con la que me topase.
Forzándome a olvidar el pasado por algunos momentos, disfruté de la vista del grandote, con su culo duro y amplios hombros, pues podía estar concentrada en mi misión, pero seguía siendo una mujer. Su brazalete era verde. El verde de Astra.
«Este no es el alien que estás buscando».
La reproducción mental del diálogo de Star Wars me hizo sonreír. Miré a mi alrededor otra vez, pues volví a tener el control. Después la cantina comenzó a llenarse, se atestaba lentamente con personas que buscaban comida o bebida, dándole un atisbo de normalidad a un lugar donde nada ni nadie era normal; al menos no para mí. Más de una decena de conversaciones pasaban por mi cabeza en casi demasiados idiomas.
Prillón.
Atlán.
Inglés...
Volteando la cabeza a la derecha, vi un grupo de nuevos y jóvenes reclutas humanos tomando shots de whisky del S-Gen como si hubieran visto a su primer soldado contaminado de la Colmena. A juzgar por cómo sus manos se sacudían, y la débil naturaleza de sus falsas sonrisas, probablemente se acababan de dar cuenta de lo que pasaría exactamente si eran capturados por el enemigo. Yo había acabado con media botella de tequila espacial después de mi primera misión. El que era entonces mi capitán, un militar italiano que no se andaba con juegos, nos había dejado ahogar nuestras penas en licor, arrastrarnos unos a otros a la cama y que el sueño hiciera el resto.
Al día siguiente todos fingimos que nada había pasado, pero la verdad era evidente. Y aterradora como el infierno. Nadie en mi unidad de ReCon, ni en la Coalición, quería ser atrapado por la Colmena. Preferíamos morir.
«Ten cuidado con lo que deseas, Ivy». Las advertencias supersticiosas de mi madre hacían eco en mis recuerdos, y me froté la gran cicatriz que me bajaba desde la nuca hasta el cuello. Y más abajo. Cuidadosamente, claro. Hubo varias noches en los últimos seis meses en las que habría preferido estar muerta. Como el resto de mis amigos en la unidad. Muertos. Fallecidos. Ajenos a todo.
Le hice una mueca al sombrío pensamiento y arremoliné el dorado tequila dentro del vaso con mi mano libre. Toda una botella descansaba ante mí, sobre la mesa, pero no la había tocado. Ni un sorbo. Solo era un accesorio que usaba para mezclarme entre los demás. Necesitaba mantener mi ingenio. Este no era el lugar para destacar. Aquí, llamar la atención era peligroso.
No era la primera vez que me preguntaba qué estaba haciendo aquí, en el borde del sector 437, en esta estación de transporte, donde criminales, espías y especies de cada planeta interactuaban bajo las estrictas reglas de la Central de Inteligencia de la Coalición.
Las reglas eran simples. No pelear. No matar. No se permitía violencia dentro de las paredes de la estación de transporte Zenith. Aquellos que desobedecían eran ejecutados sin preguntas, si era que los atrapaban. Se les confiscaban sus bienes. Sus naves, también. Romper las reglas era raro, y aquellos que lo hacían solían estar desesperados y eran muy, muy silenciosos. O bien querían morir.
Ya que la estación de transporte se encontraba dentro del sector de la nave Karter, a duras penas, estaba bajo el control de la Coalición; lo cual la hacía lo suficientemente segura para hacer negocios y lo suficientemente salvaje para mantener a salvo a las personas respetables. O a quienes estaban aquí por un propósito, como el mío.
Solía ser una de esas personas. Una persona respetable. Ahora era lo que alguna vez había despreciado. Ya no era de la Coalición. Obviamente no había regresado a la Tierra después de que me diesen de baja. De ninguna manera. Era una rebelde en el espacio, una especie de Han Solo. Era divertido cómo la voluntad de sobrevivir podía cambiar la opinión de uno sobre cualquier cosa.
Debía seguir adelante con esto. Se lo debía a mi unidad, a mis amigos muertos. Había sobrevivido cuando ellos no lo hicieron. Ahora no me detendría. Me reuniría con el agente de Rogue 5, haría el intercambio y conseguiría lo que quería: ir a su planeta, donde podría cazar a Gerian Eozara como el animal que era.
La estación de transporte Zenith era algo dura, pero sabía que no era nada en comparación con la infame base lunar de la que salió mi contacto.
La reunión no sucedería sino dentro de varias horas. Tenía tiempo de admirar al gigante del bar una vez más. El brazalete verde oscuro que rodeaba sus bíceps tenía el símbolo de la legión Astra estampado en el centro. Había estudiado Rogue 5, conocía su historia.
Cientos de años atrás, una nave de la Coalición con algunos cientos de soldados hizo un aterrizaje forzoso en Hyperion, un planeta en las regiones más lejanas de la galaxia. No era parte de la Coalición y por lo tanto carecía de toda la avanzada tecnología. Por lo que entendí, la población nativa de Hyperion estaba solo unos peldaños más arriba que los neandertales; eran inexpertos y no tenían ninguno de los avances que el resto del universo utilizaba.
Por alguna razón que no pude comprender, algunos de los supervivientes de la nave estrellada de la Coalición —atlanes, forsianos, everianos y demás— se emparejaron con hyperions. En algún momento repararon su nave, y los supervivientes y sus descendientes salieron de la superficie, al menos lo suficiente para llegar a la luna de Hyperion, Rogue 5. Allí, la tripulación de la Coalición, junto a hyperions con quienes se emparejaron, construyeron una base para establecer su nuevo hogar.
Durante siglos habían sobrevivido con ingenio, haciendo lo que fuera necesario para proteger su hogar. Eran poco más que piratas y raras veces permitían que los extranjeros llegaran, pero su herencia de la Coalición y de Hyperion permanecía. Ya que los supervivientes estaban aislados, casi todos los que vivían en Rogue 5 tenían sangre hyperion. Pero todos eran como perros mestizos y Rogue 5 era la perrera. Algunos eran hyperions y atlanes, hyperions y viken, hyperions y forsianos, dependiendo de quién se hubiera emparejado con quién en su linaje.
Para hacerlo aún más complicado, la base lunar se dividía en cinco legiones. Todos eran parte de una legión. En la estación de transporte Zenith, la cual era el único lugar donde convivían con otros, me había encontrado con decenas de miembros de todas las legiones. Podía diferenciarlos por los colores de sus uniformes y la insignia que tenían. Astra era una de las más respetables en cuanto a criminales. Styx y Kronos también. Pero las otras dos legiones, Cerberus y Siren, eran despiadadas. Asesinos. Homicidas. Ladrones. Traficaban desde armas hasta esclavos sin conciencia o remordimientos. Tenía la sensación de que el agente con el que me reuniría más tarde estaría usando uno de esos dos colores.
El hombre de la legión Astra del bar era un fruto prohibido que realmente quería probar. Quizá estaba equivocada. Quizá podía asistir a mi reunión y divertirme un poco también. Cuando estuve en la Flota de la Coalición nos dijeron que nos mantuviésemos alejados de cualquiera de Rogue 5, sin importar su legión. Todos eran unos canallas, tal y como sugería el nombre de su base en inglés. Eran salvajes. Les habrían llamado chicos malos en la Tierra. De ninguna manera podrían estar a la altura de los estándares de la Coalición.
Pero ¿en cuanto al sexo? A la mierda las reglas y normas. No tenía duda de que él era tan salvaje como su planeta. El chico malo de Rogue 5 sería muy, muy bueno. No tenía duda de que estaría dispuesto a pasar un buen rato y a tener una aventura. Había pasado algún tiempo desde que tuve un orgasmo con un hombre, y basándome en su tamaño, asumía que era muy proporcionado. En todas partes. Mi sexo se contrajo al pensar en ello.
Como si supiera que estaba pensando en él, y en lo que podría hacer si consiguiéramos la superficie horizontal más próxima, se volteó y me miró a los ojos.
Mi aliento se detuvo y una corriente de calor me atravesó como si hubiera bebido algunos tragos de tequila. Cielos, era sexy.
Yo le ponía casi más de dos metros. Fácilmente. Era el hombre más grande que había visto, y había luchado al lado de atlanes en modo bestia. Avergonzaría a jugadores de fútbol americano, atletas de fuerza, y demonios, hasta a los vikingos míticos. Tenía cabello n***o y ojos tan oscuros que no podía diferenciar el iris de la pupila. Incluso estando al otro lado de la sala, no podía ignorar sus pómulos marcados y mandíbula cuadrada. Nariz recta. Labios grandes. Si llevara gafas y una corbata, le rompería la camisa y encontraría una S gigante sobre un traje brillante escondido debajo. Y su superpoder sería destrucción de bragas, porque las mías estaban arruinadas.
La última entrega de una película de superhéroes había salido justo antes de que dejase la Tierra y me presentara para voluntaria a la Coalición, y este chico era como una copia alien más oscura de mi héroe patea-culos favorito.
Él me iba a follar. Estaba segura de ello. Aparte de mi instinto femenino, su mirada no vacilaba, sino que recorría mi rostro, mi boca; todo lo que pudiera ver de mí mientras estaba sentada.
Solamente una mirada suya, y el deseo me consumía hasta hacerme temblar. Había hecho contacto visual con un chico en un bar antes, en la Tierra. Coqueteamos. Follamos. Como mujer, tenía necesidades, nada de lo que avergonzarse. Pero estaba más excitada solo con ver al alien frente a mí de lo que jamás lo estuve por algún chico en mi planeta. Demonios, con cualquier chico con el que haya dormido.
El alien era… potente, y eso era mientras estaba a veinte pasos. Si me tocaba…
Me lamía los labios tratando de imaginar cómo sería su sabor en mi lengua, cómo se sentiría bajo mis manos. El pequeño asomo de mi lengua entre los labios le hizo fijar la vista, tras lo cual se movió hacia mí como si le hubiera amarrado una cuerda y hubiese tirado de ella. Con fuerza.
Nadie se puso en su camino. Nadie se atrevió a hacerlo.
Se detuvo al otro lado de la mesa. Bajó la mirada. Destilaba feromonas. Sudaba sexo, incluso olía a sexo, y tuve que pisar bien con las suelas de mis zapatos en un esfuerzo consciente de evitar levantarme. Porque si me levantaba, me movería. Y si me movía, estaría sobre él precisamente en un segundo. Treparía sobre él como un mono, y esa no era la forma de pasar desapercibida por aquí.