CAP 01 | Romper un corazón

2756 Palabras
Tres años antes… POV Esmeralda Román Salgo del vestidor con el tercer vestido que me pruebo, sintiendo el roce suave de la tela contra mi piel, como si el vestido supiera que se trata de algo especial. El reflejo del espejo me devuelve una imagen que me cuesta reconocer: una joven de ojos grandes y brillantes, con un vestido de novia que no debería poder pagar, pero que he logrado alcanzar con lo que me he podido ahorrar durante el verano trabajando como mesera. El lugar es luminoso, adornado con encajes colgando de las paredes, con maniquíes que parecen observarnos desde las esquinas. Sé que esta tienda podría estar un poco por encima de mis posibilidades, pero no me importa. Cada centavo que guardé fue por este momento. Matteo insistió muchas veces en ayudarme, en darme parte de sus ahorros, pero no podía permitirlo. Él tiene que invertir cada dólar en su carrera, especialmente ahora que compite en la categoría de F2 con la esperanza de escalar y convertirse en piloto de F1. Su sueño también es el mío, y lo apoyaré con todo lo que tengo, incluso si eso significa limitarme. Al salir, veo a mi madre sentada, hojeando distraída un catálogo. Levanta la vista y sus ojos se agrandan. Se pone de pie, sorprendida, llevándose las manos a la boca como si no pudiera creer lo que ve. Está conmovida. ―Esmeralda… ese… te queda precioso ―dice con un hilo de voz que se rompe por la emoción. Giro lentamente, permitiéndome ver mi reflejo completo. El vestido me envuelve con delicadeza, marcando mi cintura y extendiéndose hacia abajo en un tul vaporoso que me hace sentir como flotando. Mis dedos tiemblan mientras aliso la tela sobre mis caderas. Mi corazón late con fuerza, acelerado por la emoción… Estoy a punto de casarme con el amor de mi vida, con Matteo Montero. Mi madre se acerca, rodea mi espalda y posa con suavidad sus manos en mis hombros. Nuestros ojos se encuentran en el espejo, y los suyos están llenos de lágrimas contenidas. ―Mamá… ―Sé que ya hemos tenido esa conversación, la de que estás joven para casarte… Porque siempre vas a ser mi niña, aunque también sé que debo actuar como una madre madura y responsable. Pero… creo que ya cumplí con mi misión: logré que no salieras embarazada a la misma edad que yo ―dice con una sonrisa ladeada y un brillo pícaro en los ojos. ―Fabiola, ve al grano ―le respondo, sabiendo que siempre se va por las ramas. Ella ríe, igual que siempre. ―Adoro a Matteo. Es un gran hombre. Y creo que ahora lo puedo ver con claridad: serán absolutamente felices ―añade en español, como si con su lengua materna pudiera acercarse más a la verdad de lo que siente. Y su declaración hace que mis latidos se aceleren aún más. Un nudo se forma en mi garganta. Me arde. Y mis ojos se humedecen. Mi madre me tuvo cuando apenas tenía dieciséis años. Llegó como inmigrante con un sueño entre las manos y se enamoró de un estadounidense, mi padre. Formaron una familia en este país, pero todo se vino abajo hace diez años, cuando él falleció en un accidente automovilístico… Un hecho del cual jamás hablo, jamás. Desde entonces, hemos sido solo nosotras dos, sobreviviendo, creciendo, sosteniéndonos. La abrazo fuerte, queriendo quedarme en sus brazos un poco más de lo que debería. ―Gracias, mami ―murmuro en voz baja, y un sollozo me revienta el pecho. Sé que Matteo carga con un peso que no le corresponde. Su familia todavía no acepta nuestra unión. Piensan que soy muy joven para él, que soy un estorbo, una distracción, un problema en su camino hacia el éxito. Para ellos, yo no represento más que un riesgo. Y es cierto que no tengo una fortuna, ni apellidos de peso, ni conexiones, como los Montero. Ellos siempre han sido parte de la élite, conocidos, respetados. Yo solo soy… yo. Pero Matteo me ama, y eso debería bastar. ―Te amo, querida ―dice mi madre, acariciando mi mejilla. Sus dedos recogen las lágrimas que se deslizan silenciosas por mi rostro. Le sujeto la mano con fuerza y le devuelvo una sonrisa―. Tengo que organizarte una despedida de soltera. Quizás un bailarín muy guapo… ―añade con entusiasmo, con esa chispa que nunca pierde. Ella sigue viéndose joven, radiante… de hecho, lo es. Cada vez que caminamos juntas, la gente piensa que somos hermanas. Y en parte, lo somos. Compañeras, aliadas, confidentes. Dejo salir una carcajada, algo aliviada por su ligereza. ―Tranquila. Solo unas margaritas sin alcohol ―bromea, guiñándome un ojo―. No quiero que interfieran con tu tratamiento. Toso suavemente, como si el simple recuerdo de los últimos diagnósticos me cerrara la garganta. Matteo aún no lo sabe. No sabe nada. Ella entorna los ojos, cruzándose de brazos con esa mirada que me atraviesa sin necesidad de palabras. ―No le has dicho, ¿verdad? Desvío la mirada, carraspeo. Me siento pequeña. ―¡Esmeralda María Román García! ―reprende con su tono maternal. ―No me regañes ―chillo, sintiéndome culpable―. Solo… estoy esperando el momento indicado. Le diré. Tiene que saber sobre los diagnósticos, que es posible que no pueda darle hijos, que no sé qué va a pasar con mi salud, si el tratamiento funcionará… Lo sé, mamá. Pero tengo miedo. Miedo de que esto nos rompa. Que lo aleje. Que nos afecte más de lo que ya está afectándonos. Mis palabras salen atropelladas, una tras otra, como si intentaran escapar de mí. Mis brazos se mueven nerviosos, de un lado a otro, como si pudiera espantar el miedo. Mis latidos suenan con fuerza en mis oídos, como un tambor de guerra. Ella suspira, me toma la mano, y su voz se suaviza. ―Lo importante es que estés bien. Y como te dijo el médico, es una fortuna que se haya diagnosticado a tiempo. Tus órganos están bien. Podrás tener una larga vida si te cuidas y sigues con la medicación. Y yo estaré aquí para ayudarte con eso. Siempre. El nudo en mi garganta se vuelve más pesado. Trago con dificultad. ―Todo estará bien, mi Esmeralda. Asiento con lentitud, respirando hondo, buscando algo de paz en su sonrisa. ―No quiero un bailarín o desnudista ―digo con un suspiro. ―Eres una aguafiestas. Me rio, negando con la cabeza. ―No te culpo. Estás totalmente enamorada ―dice, y en ese instante su celular comienza a sonar. Lo toma, frunce el ceño al ver la pantalla y contesta tras disculparse. ―¿Todo está bien? ―pregunto con curiosidad. ―Sí, solo que había olvidado que tenía una cita agendada con una clienta. Su hija tendrá su graduación y quiere que la peine y la maquille ―responde al colgar. ―Ve. Yo compraré este vestido ―digo sin dudarlo. ―Te amo. ¿Te lo dije ya? Eres la mejor hija del mundo ―dice antes de besar mis mejillas con fuerza, dejándome marcas de labial. Ruedo los ojos con ternura al verla tomar sus cosas con apuro. Lanza unos besos al aire mientras se aleja, y yo niego con la cabeza, soltando un resoplido. Me doy la vuelta, una vez más, para mirarme en el espejo. El vestido blanco brilla bajo la luz suave de la tienda. Y de pronto, el recuerdo me golpea como una ola cálida: Matteo, arrodillándose en la arena, después de que habíamos hecho el amor bajo la luna, sobre una manta extendida en la playa. Su voz temblaba mientras me pedía que fuera su esposa. Mi pecho se infla de emoción, porque estoy segura. Estoy completamente segura del amor que siento por él. Sueño con una casa sencilla en el campo, nosotros bailando en medio de la sala, riendo, viviendo… juntos. Para siempre. Muerdo mi labio, sosteniendo ese pensamiento como un tesoro. Entonces, una voz fría, cortante como una daga, rompe la atmósfera. ―No vas a casarte con mi hijo. Me congelo. La figura de Giulia Montero, la madre de Matteo, aparece en el reflejo del espejo como una sombra. Volteo el rostro de golpe, como si mi cuerpo hubiese reaccionado antes que mi mente, y ahí está: sus ojos claros, helados como el acero, clavados en mí como si pudieran atravesarme. El cabello rubio perfectamente peinado, su postura erguida, los brazos cruzados, la mandíbula apretada y el rostro tenso. Su sola presencia lo llena todo de una tensión gélida. ―Giulia… ―pronuncio, sintiendo cómo mi corazón se desboca dentro del pecho, golpeándome fuerte, salvaje. Ella entrecierra los ojos, como si cada palabra que está a punto de soltar tuviera filo. ―Menos mal llegué a tiempo… y pude escuchar que estás enferma. No me sorprende ―dice con una sonrisa venenosa―. Por supuesto que querrías atrapar a un futuro millonario. El veneno en su tono es tan evidente como insoportable. Nunca le agradé, ni siquiera me dio la oportunidad. Y jamás lo hará. Lo sé. Me lo ha dejado claro desde el primer día. Pero no pienso mostrarme débil. Enderezo la espalda y levanto el mentón, como si pudiera hacerme más fuerte a través de la dignidad. ―Planeo decirle… antes de la boda ―respondo con firmeza contenida, luchando porque mi voz no se quiebre―. Que, por cierto, estás invitada. Ella suelta una carcajada seca, arrogante, que me hace apretar los puños con fuerza. ―No existirá dicha “boda” ―espeta con total convicción. ―Qué lástima que no puedas estar presente, Giulia ―digo, obligándome a mantener el temple―. A Matteo le hubiera encantado que su familia aprobara nuestra unión… Porque nos amamos. Ella da un paso al frente, como un depredador a punto de lanzar el zarpazo final. ―¿Amor? ―repite con burla―. Hablemos de amor. Él necesita poner toda su concentración, esfuerzo y dedicación en su carrera. Debe destacar como piloto, conseguir patrocinadores, mantenerse competitivo… Su carrera es costosa. Y tú, con tus lágrimas y tus achaques, solo arruinarás todo. Eso no es amor, Esmeralda. Es egoísmo. Sus palabras caen como piedras, una tras otra, clavándose en mi pecho. Trato de mantenerme firme, pero mi cuerpo está rígido, tenso, como si una corriente eléctrica lo atravesara. El ardor en mis ojos se intensifica, pero no voy a llorar frente a ella. No le daré ese poder. ―Eso no es así ―gruño con fuerza―. Jamás haría algo como eso. No lo permitiría. Pero su crueldad no se detiene. ―Entonces, aléjate de él. Déjalo que consiga a una mujer madura, completa… que no esté enferma, que no sea una carga, que pueda darle un heredero. Las palabras me golpean en lo más hondo, en el lugar exacto donde duele. ―Yo no… ―comienzo, pero mi voz se rompe sin piedad. Trago con dificultad, con el dolor colgando de mi garganta―. Lo amo. No voy a dejarlo. Me doy media vuelta con la intención de quitarme el vestido, de irme antes de derrumbarme por completo. Siento cómo mi corazón late tan fuerte que me duele. Sé que no le agrado, lo he sabido siempre… pero esto… esto es pura crueldad. ―Tu madre se acaba de ir a atender a una clienta, ¿cierto? ―pregunta con fingida inocencia. Mis pasos se detienen. Una corriente de miedo me recorre la columna y me hiela la sangre. Giro lentamente el rostro hacia ella, sintiendo un vacío en el estómago. ―Sí… ―respondo con voz apenas audible. ―Bueno ―dice alzando una ceja―, puede que no sea realmente una clienta, sino el capitán de policía. Para que se la lleven directamente a la cárcel, en caso de que tú actúes como una perra egoísta y te resistas. Te lo pedí de buena manera, pero si decides no obedecer… sufrirás las consecuencias. Mis ojos se abren de golpe. El mundo se detiene un segundo. ―¿Cómo puede amenazarme de esa manera? ¡Mi madre no ha hecho nada malo! ¡Ella es inocente! ―exclamo, con el corazón apretado, la garganta ardiendo. ―¿Y qué? ―suelta con desprecio―. ¿Acaso no sabes quiénes somos los Montero? Nuestro apellido tiene influencia. Poder. Y tú… tú no eres más que la hija de una zorra inmigrante que asesinó a su ex esposo. El golpe es brutal. El recuerdo del agua llenando el auto, de mis gritos ahogados, de los cristales astillados… Me estremezco. ―¡Eso no es cierto! ―grito, con los ojos inyectados de dolor, encarando su crueldad. ―Cierto o no ―dice con indiferencia, acomodando su bolso en el brazo―, la visitarás a través de una celda… o quizás la deporten. No sé en qué condiciones lo harán. Da media vuelta, como si todo estuviera dicho, como si mi mundo no acabara de colapsar. Y yo… yo estoy temblando. Todo mi cuerpo tiembla. No sé qué hacer, no sé cómo proteger a mi madre. Aprieto la falda del vestido, sintiendo que mis dedos se clavan en la tela. Las lágrimas caen, calientes, rápidas. Me siento atrapada, acorralada, sola. ―¡Espera! ―suelto de pronto, mi voz se quiebra mientras la detengo. Ella se gira, triunfante, como si hubiese estado esperando este momento. ―¿Qué quieres… que haga? ―jadeo, la rabia, el dolor y la impotencia mezclándose en mi voz, tragándome. ―Será fácil ―dice con una sonrisa gélida―. Rompe el compromiso. Aléjate de Matteo. Y ni se te ocurra decirle que yo te lo ordené. ―Él no aceptará fácilmente ―respondo, conociendo su carácter. Matteo no se rendirá sin más. Querrá respuestas. ―Inventa algo ―sentencia con desdén―. Pero debes romperle el corazón a mi hijo. ―¿Y cómo sabré que cumplirás? ¿Que no le harán nada a mi madre? ―pregunto con miedo, con desesperación. Ella saca su celular y marca un número, colocándolo en altavoz con frialdad. ―Señora Montero ―responde la voz grave de un hombre. ―Ella aceptó. Aborten la orden ―dice con voz firme. ―Esto te costará más. Acabamos de detenerla ―responde el hombre, y yo me cubro la boca, conteniendo un grito. El mundo se me desarma. ―Sí, te enviaré el dinero. Déjala ir ―responde y corta la llamada sin inmutarse. Busco mi celular como una loca, con las manos temblorosas, los nervios al límite. Marco el número de mi madre mientras camino de un lado a otro, sintiendo que el corazón se me va a salir. ―¡Mamá! ―grito apenas responde―. ¿Estás bien? ¡Dime que estás bien, por favor! ―Esme, sí… ¿Qué ocurre? Unos oficiales me confundieron con otra persona, pero estoy bien. ¿Quieres que regrese? ―No… no. Solo… no es nada. Estoy bien ―miento, negando con la cabeza mientras las lágrimas siguen bajando sin freno. ―Hija… ―Estoy bien ―repito con voz baja, temblorosa. ―Hablaremos en la casa, porque te conozco ―dice con firmeza. ―Sí… luego de que me encuentre con Matteo. Cuelgo. Me doy la vuelta para mirar a Giulia, con los ojos ardientes, el alma desgarrada. ―No intentes nada más. Ustedes tienen mucho que perder ―dice con voz tajante―. Cumple con tu palabra. Ah, y ese vestido… qué horror. Se nota lo barato desde aquí. Lo único costoso es ese anillo… que deberás devolver. Señala el anillo que Matteo me dio. Instintivamente lo cubro con la otra mano, como si pudiera protegerlo, como si al hacerlo protegiera lo que significaba. ―Yo podré estar enferma ―gruño, mirándola con todo el desprecio que siento―, pero usted… está podrida por dentro. Ella se detiene un segundo. Luego da media vuelta y se va sin decir una palabra más. Mi cuerpo se dobla, como si algo me hubiese golpeado en el estómago. Siento el dolor expandirse por todo mi ser, un sollozo me estalla desde el pecho y me agacho, sin poder soportarlo. Las lágrimas nublan mi visión. El vestido se arruga entre mis manos. Y ahí, en el suelo de esa tienda, con el corazón hecho pedazos, entiendo que tendré que romperle el corazón al amor de mi vida.
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