Las horas transcurren lentamente, como si el tiempo estuviera burlándose de mí, como si supiera lo que estoy a punto de hacer y quisiera darme la oportunidad de arrepentirme. Camino de un lado a otro, sin rumbo fijo, viendo mis tenis con una atención absurda, como si pudieran ofrecerme una respuesta, una salida. Mis dedos juegan con el anillo de compromiso en mi mano, girándolo una y otra vez, sintiendo su peso, su promesa, su condena. Estoy en el lugar de entrenamiento de Matteo, esperándolo, tratando de reunir el valor necesario para hacer lo que vine a hacer.
Mientras tanto, me repito lo que ya me he convencido de forma absurda una y mil veces: que esto es lo mejor, que él merece algo más, alguien mejor, una vida más ligera. Un futuro donde yo no sea una carga, un ancla que lo arrastre. Él tiene sueños, metas, y yo... yo solo soy un peso. Un lastre que terminaría interfiriendo, entorpeciendo, apagando su luz.
―Esme, qué bueno verte ―dice de repente una voz familiar, cálida, y al alzar el rostro me encuentro con la sonrisa de Madison Montero, la hermana de Matteo.
Me abraza con ese cariño genuino que siempre la ha caracterizado, mientras yo me esfuerzo por esbozar una sonrisa que no siento. La mentira se me cuela en los labios como una espina disfrazada de ternura.
―Madison, qué hermosa estás ―respondo, intentando sonar alegre mientras admiro su cabellera rubia que cae en ondas perfectas sobre sus hombros.
―Gracias, aunque tener a un pequeño niño obsesionado con ser piloto como su tío no ha sido fácil ―dice entre risas, sacudiendo la cabeza―. Necesitaré que tome clases particulares… ¿No estás estudiando educación?
Asiento con la cabeza, agradecida de poder hablar de algo, cualquier cosa que no sea Matteo.
―Sí, y pronto haré una maestría para enseñar español ―respondo, obligándome a mantener la voz firme.
―Eso es impresionante, Esme ―responde con sinceridad.
Entonces aparece el pequeño, corriendo hacia su madre, abrazando sus piernas con fuerza. Sus grandes ojos se clavan en los míos con una mezcla de vergüenza y curiosidad.
―¿No saludarás a Esme, Samuel Braxton? ―le regaña Madison con dulzura.
Él asoma su carita tímidamente, murmurando un tímido:
―Hola…
Me inclino hacia él, sonriendo de verdad por primera vez en todo el día.
―Hola, Samuel. Tu madre me comentó que quieres ser piloto, ¿cierto?
Asiente con entusiasmo, moviendo su cabecita con energía.
―Veo a un futuro gran piloto… pero para eso debes estudiar mucho y hacer todas tus tareas ―le digo, y sus ojos se agrandan con sorpresa.
―O papá no te comprará tu primer auto de competición ―añade Madison en tono travieso.
―¡No! ―chilla Samuel, alarmado.
Ambas nos reímos, y yo niego con la cabeza, divertida. El pequeño sale corriendo cuando su padre lo llama desde la lejanía. Él me saluda con la mano y yo respondo con una leve inclinación de cabeza.
―Bueno, tengo que irme, pero… ¿harás despedida de soltera? ―pregunta Madison animada.
La boca del estómago se me revuelve con violencia, como si sus palabras hubieran removido algo oscuro dentro de mí.
―Mi madre la está planeando ―respondo, sintiendo el nudo subir por mi garganta.
―Adoro a Fabiola, es tan jovial y divertida ―dice con afecto.
―Lo es…
―Nos vemos entonces ―se despide, pero antes de marcharse, frunce el ceño y me observa con atención―. ¿Estás bien?
Respiro hondo, apretando los labios en una sonrisa tensa, que no logra engañar ni a ella ni a mí misma, y asiento con la cabeza.
Me devuelve una sonrisa más suave y se aleja. En cuanto desaparece de mi vista, paso las manos por mi cabello con desesperación, sintiendo que me estoy desmoronando poco a poco. Hasta que su voz me atraviesa como un relámpago.
―Esmeralda…
Su voz ronca y profunda me paraliza. Me estremece de pies a cabeza. Mi corazón se agita como si hubiera estado conteniéndose todo este tiempo, esperando ese sonido. Y cuando me giro para encontrarme con sus ojos deslumbrantes, el alma se me estremece.
Matteo acorta la distancia entre nosotros en dos zancadas, envolviéndome con sus brazos fuertes, esos brazos que tantas veces me han hecho sentir segura. Me alza del suelo, apretándome contra su cuerpo, y me besa… Dios, me besa como solo él lo sabe hacer. Con vehemencia, con hambre, con pasión. Su boca devora la mía como si fuera su salvavidas, su adicción. Incendia mis sentidos y, sin embargo, todo lo que yo siento es dolor. Un dolor terrible, infernal, desgarrador.
―Te extrañé… ¿me extrañaste? ―me pregunta este hombre hermoso, este irlandés de sonrisa letal, al que debo romperle el corazón.
―Mucho… ―murmuro, apenas capaz de sostener su mirada.
―Podemos ir a la cafetería que te gusta, ¿sí? Compraremos todos los rollos de canela y los comeremos mientras vemos una película en el autocine. ¿Qué dices? ―propone con esa emoción en los ojos que me hace querer abrazarlo y no soltarlo nunca.
Pero no puedo. No debo.
―Matteo… ¿podemos conversar?
Su rostro cambia. La alegría cede paso a la inquietud.
―¿Sucede algo? ¿No encontraste el vestido que querías? Te dije que escogieras el que quisieras, no importa el precio, Esme ―dice con ese tono protector que me desarma.
Niego con la cabeza, tragando el nudo que me quema la garganta.
―Sí lo compré ―respondo en voz baja.
Sus ojos brillan, se ilumina por completo.
―¿Me puedes dar una pista? ¿Es sexy? ―arquea una ceja con esa expresión divertida que siempre me saca una sonrisa.
―Lo es, pero no puedes verlo hasta el día de… ―y no puedo seguir. Las palabras se ahogan en mi garganta porque sé que ese día no llegará.
Él toma mi rostro entre sus manos, con una delicadeza que me mata, y su voz se vuelve un susurro cargado de amor.
―Deseo tanto hacerte mi esposa, que tengamos hijos, un hogar… una familia. Joder, te amo tanto, Esmeralda…
Sus palabras son veneno dulce. Me perforan, me arrancan el alma.
Respiro hondo, alejándome de él. Mis piernas apenas me sostienen. Esto es tan doloroso. Tan injusto.
Su ceño se frunce, su mirada se oscurece. Lo siente. Presiente la tormenta.
―¿Qué sucede, Esme? ―Su voz ahora suena más ronca, más temerosa.
Y entonces, lo hago.
―Ya no te amo, Matteo…
Las palabras salen de mis labios como cuchillas, lacerando mi garganta, mi pecho, mi alma. Lo veo abrir los ojos, desorientado, herido. Su mirada es como un golpe seco en el estómago. Me duele tanto no poder sostenerla. Me destruye. Me rompe por dentro.
Aun así, sigo en pie. Por él. Por los sueños que no quiero arruinar.
―¿Desde cuándo? ―pregunta con la voz quebrada, casi un susurro ronco que se pierde entre el bullicio.
Lo miro. Mis ojos arden con una intensidad insoportable, como si el alma misma se me estuviera desgarrando. Las lágrimas se agolpan en mis párpados, amenazando con desbordarse. Gente pasa a nuestro alrededor, ajena al terremoto que estalla entre nosotros. El mundo sigue su curso mientras el mío se rompe.
―Esmeralda…
―Desde ahora ―digo, mi voz tiembla, cargada de determinación y dolor―. Justo ahora. No quiero mentirte, Matteo… pero tú no puedes darme lo que necesito en este momento. Se acabó.
Y con esas palabras, las lágrimas finalmente se rebelan, cayendo calientes por mis mejillas como ríos implacables.
―Me esforzaré más… ―susurra, desesperado―. Espero que me fichen pronto, que me ofrezcan un contrato millonario. Sé que va a suceder. Te juro que te daré la vida que mereces, Esmeralda. Pero no puedes dejarme… no por esto. Nada de eso importa. Yo te amo. Te amo lo suficiente.
Su voz se rompe. Sus ojos están enrojecidos, ardiendo de impotencia, de rabia contenida, de miedo. Todo en él se sacude. Su respiración es irregular. Casi puedo oír cómo su corazón se astilla en pedazos.
―¿Es por lo de mis padres? ―su voz se endurece con un matiz de incredulidad y dolor―. ¿Porque no aceptan nuestro compromiso? ¿Es por la diferencia de edad? ¡Esmeralda, no te creo! Nada de lo que me digas hará que…
―Es muy tarde ―lo interrumpo, dejando que la crueldad me recorra la lengua como un látigo―. Realmente pensé que había pescado a un pez gordo. Un irlandés con una supuesta herencia millonaria. Tu madre tenía razón… soy una cazafortunas, y no iba a encontrar lo que buscaba a tu lado.
Él traga con dificultad, atónito. Sus ojos, amplios, buscan algo en los míos, pero no lo encontrará. Porque he cerrado la puerta. Porque estoy decidida a herirlo.
Pasa una mano con desesperación por su cabello, el gesto de un hombre que no entiende, que se ahoga. Yo barro las lágrimas de mi rostro con una mano temblorosa, luchando con la culpa que me carcome por dentro. Pero tengo que seguir, seguir hiriéndolo hasta dejarlo sin fuerza. Hasta verlo caer. Solo así podré soltarlo.
―No te amo ―susurro, clavándole la daga final―. Entiéndelo… adiós. No quiero verte más.
Me quito el anillo con violencia, con una torpeza que revela mi desesperación, y lo lanzo contra su pecho. Rebota, metálico, cruel. Cae al suelo con un tintineo que perfora la escena como un disparo.
―Esme… ―balbucea, sujetándome del brazo con un agarre tembloroso, suplicante―. Hablemos, por favor… ¿qué está pasando? ¿Qué es esto?
Sus ojos brillan, cristalinos. El dolor en su voz es tan real que se me clava en la piel, me aprieta el pecho.
―Te amo, Esmeralda… Eres el amor de mi vida…
―¿Qué amor? ―exclamo, girándome hacia él, encarándolo con furia y tristeza―. ¡No siento ese amor, jamás lo sentí! Solo son palabras vacías. No me es suficiente.
―¡Por favor! No me hagas esto… ―su voz se rasga, y yo me estremezco entera. El nudo en mi garganta se deshace en un sollozo silente.
Él me abraza, como si aferrarse a mi cuerpo pudiera evitar que se caiga el mundo. Y duele. Duele más que todo. Porque yo también quiero quedarme en sus brazos. Pero no puedo.
Lo aparto. Y entonces sucede.
Cae de rodillas, abrazándose a mi cintura, como si mi cuerpo fuera la última esperanza que le queda. Se aferra a mí con una desesperación desgarradora, como si supiera que, si me suelta, su vida se desmoronará.
―Matteo… déjame ir ―suplico, mi voz es un hilo de aire.
―Por favor… por favor… ―Su rostro está empapado en lágrimas, sus labios tiemblan, su voz se arrastra por el suelo junto con su orgullo―. Seré mejor… el mejor hombre… te daré la jodida luna si eso es lo que necesitas… Te amo, Esmeralda, y esto… esto me está matando. Me estás destrozando… Sé que me estás mintiendo. Lo sé. Pero te perdonaré… solo dime que esto es una broma cruel… por favor… Esmeralda…
Mi corazón se hace trizas. Me quiebro por dentro y por fuera. Todo mi cuerpo tiembla, mis piernas ceden, pero me obligo a mantenerme firme.
―Adiós, Matteo ―susurro, y mis palabras son un puñal.
Nuestros ojos se cruzan, y lo que veo en los suyos… es desolación. Dolor puro, dolor sin filtro, sin defensa. Sus brazos me sueltan. Caen como si ya no tuvieran fuerza. Sus rodillas siguen en el suelo, derrotadas. Aún lleva puesto el traje ignífugo de competición que le ayudé a elegir. El mismo que le quedó perfecto. El mismo que ahora me rompe.
Cubro mi boca con una mano, temblando.
―Lo hago por tu bien ―añado en un jadeo, una excusa cobarde para poder irme.
―Si te vas… juro que te arranco de mi corazón, Esmeralda ―gruñe, su voz es un rugido ahogado, el lamento de una bestia herida.
―Hazlo… por favor ―le ruego, y echo a correr, huyendo de él, de mí, de lo que éramos.
Cruzo la puerta del lugar sin atreverme a mirar atrás. Pero entonces lo oigo. Un gruñido. Un grito desgarrador.
Matteo ruge su dolor al universo y ese sonido… me parte en dos. Me atraviesa el alma como un rayo.
**
Cuando llego a casa, siento que el corazón se me va a salir por la garganta. Busco desesperadamente, como una niña perdida.
―¡Mami! ―chillo con la voz destrozada, mis pulsaciones golpeando con violencia en mis sienes―. ¡Mami!
―¡Esme! ¿Qué pasó? ―aparece mi madre, con un bote de fijador de cabello en la mano, asustada, sus ojos recorriéndome de pies a cabeza.
Y cuando me ve, cuando ve la sombra de lo que soy ahora, me derrumbo.
Me lanzo a sus brazos sin fuerza, sin orgullo, solo con el dolor, el peso de lo que he hecho. Las lágrimas se desbordan sin control, incontenibles.
Mi madre lanza el bote al suelo, cruzando la distancia en un segundo. Me abraza con fuerza, con todo su ser, meciéndome como cuando era niña, cuando tenía miedo de la oscuridad.
Ambas caemos al suelo, fundidas en ese abrazo de consuelo y angustia.
―Fabiola, ¿todo está bien? ―pregunta una mujer desde la sala, una clienta, supongo.
―Sí, sí… las reprogramaré ―responde mi madre, sin soltarme, con voz temblorosa. Y las mujeres se van, dejándonos solas, en este caos.
―Ya, mi niña… mamá está aquí ―murmura acariciando mi cabello, sus palabras tan suaves, tan rotas como yo.
Y yo… no dejo de llorar. No puedo creer que haya hecho esto. No puedo creer que le haya roto el corazón… al dueño del mío.