CAP 03 | Tres años después.

2436 Palabras
POV Esmeralda Tres años después… Termino de ajustarme la coleta con un tirón suave, mientras dejo escapar un resoplido que me ayuda a soltar un poco de la tensión acumulada. El eco lejano de la música que siempre pone mi madre por las mañanas me alcanza desde la cocina, llenando la casa con un aire cálido y familiar. No puedo evitar que mis labios se curven en una sonrisa cuando me veo reflejada en el espejo; en ese instante, me obligo a creer en mí. ―Tú puedes, Esmeralda ―me susurro, como si esas palabras fueran una pequeña armadura invisible que me cubre antes de salir al mundo. Sujeto mi cartera y salgo de mi habitación. La escena que me recibe es la de siempre: mi madre, moviéndose con una gracia despreocupada, bailando entre el aroma del café recién hecho y el sonido de su música. Sus pasos siguen el ritmo de uno de sus cantantes favoritos, de esos que le recuerdan a su tierra, y cuando me ve aparecer, me extiende la mano con esa chispa traviesa en los ojos. Acepto sin pensarlo, dejando que me arrastre a su improvisada pista de baile. Nos reímos mientras ella me hace girar con la ligereza de alguien que aún cree que la vida es un vals eterno, y antes de soltarme, deposita un beso cálido en mi frente. ―¿Cómo dormiste? ―pregunta bajando el volumen de la música. Acto seguido, coloca un plato frente a mí con unas tostadas doradas, señalando con la mirada que empiece a comer. ―Pude dormir ―murmuro, mordiéndole un trozo a la tostada. ―No debes estresarte, resolveremos todo ―responde con ese optimismo obstinado que tanto la caracteriza. Levanto la vista, arqueando una ceja. ―Madre… Billy, tu ex pareja, pidió préstamos a tu nombre, la estética está en riesgo. Además, tengo la deuda enorme del hospital por los tratamientos y quimios… sin contar que ahora debo costear mi insulina todos los meses. Claro, es muy fácil decir “no te estreses” ―le reprocho, con un tono que mezcla cansancio y una pizca de incredulidad. Ella se apoya en la cadera, su melena oscura cayendo perfectamente a un lado, y finge un gesto dramático. ―No lo puedo creer… ¡qué pesimista es mi hija! ―Tengo los pies sobre la tierra ―respondo, rodando los ojos. ―Tienes veinticuatro años, Esme. Disfruta la vida. Dios te dio una segunda oportunidad, superaste el cáncer a pesar de los pronósticos y diagnósticos fallidos. ―Qué lástima que el cáncer no se haya llevado también las deudas ―murmuro con ironía. Ella sonríe como si mi comentario no le calara. ―Lo resolveremos. Venderé el local, pondremos la estética en casa de nuevo, pagaré los préstamos con eso y, si atiendo a unas veinte mujeres al día, podré cubrir las demás deudas y comprarte tu medicina. ―Me mira con orgullo―. Dime, ¿quién es la mejor madre del mundo? Además de joven, guapa y divertida. ―Tú ―contesto, inevitablemente sonriendo. ―Exacto. ―Señala hacia mí con la espátula―. ¿Vas a buscar trabajo en las escuelas? ―Sí. El sueldo de maestra no es gran cosa, pero el seguro de salud es bueno. Con eso podría olvidarme de la insulina. ―Se van a pelear por tenerte. Eres hermosa y, además, la mejor con los niños. Me sirve huevos revueltos y, como quien no quiere la cosa, suelta: ―Te pacté una cita a ciegas. Me quedo a medio masticar, mirándola como si hubiera perdido la razón. ―¿Qué? ―Debes salir más, enamorarte otra vez, superar a Matteo y dejar de espiar las noticias deportivas ―dice cruzándose de brazos, evaluando mi reacción. ―Ya lo superé ―digo con una firmeza que suena vacía incluso para mis propios oídos. ―Entonces no tendrás problema en conocer a este chico. Mi clienta dice que es guapo, tiene buen trabajo y lleva un año soltero. ―¿Tu clienta es su madre? ―pregunto con desconfianza, recordando otras citas desastrosas organizadas por ella. ―Es su tía… ―Mamá… ―¡Vas a ir o te compro otro vibrador y voy contigo a elegirlo! ―amenaza, con esa mezcla de descaro y ternura que solo ella sabe manejar. ―¡Está bien, iré! ―cedo, y ella sonríe como quien gana una batalla. ―¿Qué clase de madre amenaza así a su hija? ―suelto entre dientes, terminando el desayuno. ―La que te compró un lindo vestido ajustado para que luzcas mis herencias ―dice señalando mi escote con descaro. ―Qué emocionante… ―respondo, cargada de sarcasmo, mientras ella se ríe sin pudor. Suspiro y, aunque trato de evitarlo, un nombre se instala en mi mente: Matteo. No puedo impedir que el recuerdo se cuele. Él… seguramente ya me olvidó. Cumplió su palabra y me arrancó de su corazón. Las noticias lo han mostrado junto a modelos, sonriendo bajo los reflectores de la Fórmula 1, vestido con trajes impecables y ese brillo en los ojos que una vez fue solo mío. Estoy feliz de que haya alcanzado lo que soñaba, de que haya seguido adelante. Eso fue lo que quise para él… aunque me haya costado romperme en el proceso. Ahora me toca seguir a mí, arrancarlo de donde todavía me duele: mi corazón. ** Regreso a casa después de un día agotador: cinco entrevistas de trabajo, cinco promesas de “te llamaremos” que probablemente se esfumarán como siempre. No hay nada asegurado, pero trato de no dejar que la frustración me gane. Voy directo a la ducha, dejando que el agua tibia me limpie el sudor y también un poco de esa tensión que llevo clavada en los hombros. Cuando termino, me envuelvo en una toalla y me preparo para la cita a ciegas que mi madre insiste que podría “cambiarme la vida”. Frente al espejo, deslizo el labial sobre mis labios, un rosado suave que me da un toque dulce y sereno, aunque por dentro esté hecha un nudo. Mis dedos acarician mi cabello; ha estado creciendo otra vez, lento pero firme. Antes de la quimio lo llevaba largo, casi hasta la cintura, pero tuve que verlo caer mechón por mechón hasta que cortarlo fue la única opción. Respiro hondo y salgo de la habitación sobre mis tacones, dejando que el clic de cada paso anuncie mi entrada. Me planto frente a mi madre, dejándole ver cómo me queda el vestido n***o ajustado. ―¡Hermosa! ―exclama con un brillo de orgullo en la mirada―. Demuéstrales que eres latina, y que no andas llorando porque tuviste que romperle el corazón al que ahora es un multimillonario piloto… por culpa de una zorra estirada a la que no me dejaste darle una paliza. ―Me acaricia el cabello con ternura y rabia mezcladas. ―Madre… ―murmuro, advirtiéndole con el tono. ―Sí, sí, debo comportarme. ―Se cruza de brazos, pero en sus ojos baila la chispa de la ira―. Pero si llego a estar cerca de esa mujer, le quemo el cabello. No puedo evitar sonreír y la abrazo, tomándola por sorpresa. Ella me rodea con sus brazos después de un segundo de desconcierto. ―También te amo, cariño ―susurra―. Y quiero que seas feliz, ¿entendido? No me molestaría si esta noche decides tener una aventura con este chico. ―Me guiña un ojo―. He puesto preservativos en tu bolso. ―Eres la mejor ―respondo riendo, aunque por dentro la ternura me estruja un poco el pecho. Ella besa mi mejilla justo cuando el claxon del taxi suena afuera. Me coloco el abrigo, llenando mis pulmones con una última bocanada de aire antes de salir. ―¿Te colocaste la dosis de insulina? ―pregunta, con esa mezcla de madre cuidadora y soldado vigilante. Asiento, aunque sé que esa fue la última que me quedaba y que debo de comprar más junto a conseguir dinero suficiente. Le sonrío, le lanzo un beso y subo al auto. ** Han pasado dos horas. Estoy sentada en la mesa reservada, sola, como una tonta. La copa de agua frente a mí se ha llenado y vaciado más de una vez. El mesero me mira con cierta pena antes de acercarse. ―¿Le traigo otra copa con agua? ―pregunta, con cautela. ―No, gracias. La cuenta, por favor ―respondo. ―El agua es gratis, señorita ―aclara. De todos modos, saco un billete de un dólar y unas monedas. Es todo lo que tengo en efectivo y lo dejo sobre la mesa como propina. Me pongo de pie, con un resoplido que intenta sonar despreocupado, y me obligo a pensar como lo haría mi madre: “No pasa nada, quizá la próxima”. Aunque, si soy sincera, tampoco tenía muchas ganas de conocer a alguien. Salgo del restaurante y me abrazo a mí misma bajo el abrigo. El frío muerde, pero decido caminar un poco. La calle está viva, llena de tiendas, luces y gente que parece no tener problemas. Me detengo frente a una vitrina de televisores y electrodomésticos. Las pantallas están sincronizadas, transmitiendo las noticias de último momento. La imagen me golpea como una bofetada: Madison Montero… junto a su esposo, Vicenzo Braxton. Un rótulo en la parte inferior anuncia un accidente mortal en helicóptero, mientras regresaban de un viaje por asuntos políticos. Él estaba postulándose como senador. Mi mano va directo a mi pecho, intentando contener el latido frenético que amenaza con romperme desde dentro. Mis ojos arden. Madison… ella me había estado buscando, insistiéndome para que hablara con Matteo otra vez. Me llamaba, me enviaba mensajes, buscaba cualquier excusa para tenderme un puente hacia él. Y yo… yo la ignoré. Creí que era lo correcto. Creí que estaba protegiéndolo. Ahora… ella no está. La garganta se me cierra. Las lágrimas empiezan a resbalar antes de que pueda contenerlas. Me cubro la boca con la mano, como si así pudiera callar el sollozo que me escapa. Me agacho en medio de la acera, temblando, con el rostro hundido entre las manos, sintiéndome pequeña, culpable y terriblemente sola. ** Al día siguiente, salgo de una de las agencias de cuidadoras de la ciudad. Tenía una entrevista pactada en caso de que ninguna de las escuelas a las que apliqué me llamara, y aunque las propuestas de la agencia no son el trabajo de mis sueños, el pago es mejor de lo que esperaba. El aire frío me recibe en la calle, pero no me congela tanto como el peso que llevo en el pecho. Camino sin pensar demasiado, aunque sé perfectamente a dónde me dirigen los pasos. Hacia la tienda de flores. No debería hacerlo. No debería enviarle flores a mi nombre. No después de tantos silencios. No después de no presentarme a la recepción funeraria… aunque recibí la invitación. Siento, en el fondo, que Madison lo dejó escrito, que quiso que me llegara esa notificación como su último gesto. Saberlo me oprime el corazón hasta casi dejarme sin aire. Empujo la puerta de la tienda, y un golpe de aroma fresco, dulce y húmedo me envuelve por completo. El perfume de las flores se cuela en mis pulmones, casi como un abrazo invisible. ―Bienvenida, ¿en qué le puedo ayudar? ―me pregunta una joven detrás del mostrador, con una sonrisa amable. Mis ojos se posan de inmediato en unas etiquetas con letras negras: “Familia Montero”. El corazón me da un vuelco tan fuerte que siento cómo la sangre me retumba en los oídos. ―Deseo enviar un arreglo a mi nombre… para la recepción ―digo, señalando el lugar correspondiente en la lista. ―Claro, ¿tienes algo en mente? Me humedezco los labios, intentando que la voz no me traicione. ―A ella le gustaban las flores rosadas… tal vez unas rosas mezcladas con otras más… ―paro, trago saliva―. La verdad, no sé mucho de esto. No sé qué se le envía a una amiga que no podrá verlas nunca… ―Mi voz se rompe, y lo último apenas sale en un hilo. ―Podría prepararte un hermoso arreglo rosado con algunas en blanco ―propone la florista, con un tono más suave. Asiento, forzando una sonrisa que no siento. ―La señorita Madison nos contrató para llevar todos los arreglos de su recepción ―añade la joven mientras comienza a armar el ramo―. Si no fuera por ella, no habríamos podido pagar el mes de renta. Fue como un ángel para nosotros. ―Lo es… un ángel ―respondo, sintiendo que la garganta se me cierra. ―¿Se conocían? ―pregunta, mientras acomoda los tallos. Respiro profundo, buscando fuerzas. ―Sí… éramos amigas. ―Lo lamento mucho. No confío en mi voz para responder, así que asiento y me alejo unos pasos, paseando la mirada por la tienda, como si las flores pudieran distraerme de los recuerdos que me asedian. La puerta se abre con un tintineo, y entra un hombre con un delantal lleno de pequeñas manchas de tierra. ―Vengo a llevar los faltantes ―anuncia. Ella le indica cuáles son. ―Faltaría solo este, dame un momento ―dice, señalando el arreglo que todavía está entre sus manos―. Me indicas tu nombre, por favor. ―Esmeralda Román… pero solo coloca “Esme”, por favor ―respondo, evitando que ese nombre completo pese más de lo que ya pesa. Pago y la florista me muestra el arreglo antes de que lo suban a la furgoneta con los demás. ―Gracias… quedó hermoso ―le digo, y lo digo en serio. Me dispongo a salir, con la intención de perderme en la calle y dejar ese momento atrás, cuando algo —o más bien, alguien— me detiene. Un niño, pequeño pero vestido con un impecable esmoquin, está justo en la entrada. Me quedo mirándolo. Hay algo en sus facciones, en esos ojos grandes y oscurecidos, que me golpea con una extraña mezcla de reconocimiento y dolor. Frunzo el ceño, insegura. ―¿Samuel? ―susurro, con incredulidad. Ha crecido tanto que por un segundo dudé si era él. Sus hombros se ven tensos. No sonríe. Y aunque su ropa es perfecta, sus ojos están llenos de tristeza, una tristeza tan adulta que duele. Mi corazón late más fuerte. ¿Qué hace aquí? ¿Está solo?
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