40 años antes_París; Francia.
La vida da giros inesperados y pueden hacerte daño, el triunfador está siempre solo, el pasado debe quedar en el pasado. Son frases que se han colado en la sociedad y han convencido a todos de su veracidad, pero qué pasaría si los giros de la vida fueran precisamente el detonante que necesitamos para salir de la zona de confort y crecer como personas, qué pasaría si realmente, el triunfador no está solo y tiene a su lado a alguien que le ha ayudado a llegar a dónde está, cómo pasarían las cosas si llegara a descubrirse que a veces el pasado afecta el presente y la única forma de seguir adelante es solucionar las cuentas pendientes que tenemos con nosotros mismos, porque olvidarlo es imposible si su recuerdo te tortura en el presente. Madeleine Aubert es una chica ingenua que comienza a vivir cambios inesperados, con un pasado que la persigue y la necesidad de triunfar. ¿Será ella capaz de salir adelante?
Narrador omnisciente
La mujer treintañera entra como todas las mañanas a la enorme habitación ligeramente iluminada por la lamparita de noche con forma exagonal. El reloj de pared marca las seis y cuarenta y tres de la mañana. Camina hasta detenerse junto a la cama y dice algunas palabras en voz no muy alta para no asustar a la pequeña que duerme tranquilamente.
Una niña de cabellos rojizos, piel pálida y nueve años arruga los ojos color café claro para que la luz no le moleste. Se levanta hasta quedar sentada sobre la cama. Unos cuantos segundos después aún medio dormida realiza las actividades matutinas seguida de cerca por la nana, que segundos después la ayuda a preparar la mochila con los libros de textos y números. Lista para un nuevo día de clases.
Participa del desayuno con sus padres y su hermano, un chico dos años mayor que ella, de piel unos tonos más oscura y cabellos café. Su madre la acompaña a la salida y la despide con un beso en la mejilla como siempre.
—Adiós papá —dice agitando su mano desde la puerta, con la inocencia de una niña.
—Adiós pequeña, que tengas un buen día en la escuela —responde el hombre de treinta y cinco años que toma apurado un café.
Como siempre se le ha hecho tarde para ir al trabajo.
—Adiós Erick —dice esta vez dirigiéndose a su hermano mayor con el que también se relaciona muy bien a pesar de las discusiones, cosas de hermanos.
—Adiós Abi, recuerda que hoy iremos al parque de diversiones, no llegues tarde —responde el pequeño sonriente.
—Está bien —asegura ella para luego voltearse y caminar acompañada por la nana hasta el auto que siempre la lleva al colegio.
Una mañana tan normal, tan común como todas las anteriores. A penas tiene nueve años y no es capaz de imaginar que su vida está a punto de dar un giro sorprendente.
¿Como va a saber ella que hace meses alguien le pisa la sombra siguiendo sus pasos?
Un auto que espera en las sombras a dos cuadras enciende el motor al tiempo en que el auto de la pequeña Abi echa a andar. La niña escucha un ruido ensordecedor, se cubre los oídos y ve una fina línea roja que resbala desde la sien del hombre a su lado que antes llevaba el volante. El auto comienza a ir a la deriva deslizándose como si se tratara de uno de esos juegos que juega su hermano hasta salirse de la carretera y quedar estampado contra un árbol.
Antes de que la niña pueda recuperarse del enorme susto y el golpe que ha recibido en el impacto unos hombres con la cara cubierta y ropas oscuras ya la han rodeado. Los probables testigos inmediatamente comienzan a cerrar las ventanas para luego poder decir que no han visto nada y la pequeña queda sola a merced de ellos. La mano blanca como ella misma que antes había disparado el arma ahora le cubre los labios opacando sus gritos. A partir de ahora la pequeña Abi es un uno con ceros impreso en un rectángulo verdoso de papel.
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Hace semanas que no arruga los ojos, no entra la luz por ningún recoveco del asfixiante lugar sumamente pequeño y negruzco. Su suerte se encuentra atada al desfortunio y cotiza en billetes que ella no conoce, tal vez porque aunque ella no lo sabe son de otro país. La pequeña no fue aquella tarde a divertirse en la noria del parque o a jugar con su hermano cómo estaba planeado, y tampoco irá a clases de inglés. Hace días que le tiembla el cuerpo y le sudan las manos. Desde hace días sabe que se muere de miedo pero no sabe el por qué.
En todos los canales de la ciudad es noticia la desaparición de una niña de nueve años y a pesar de ello nadie sabe absolutamente nada al respecto, ya que los probables testigos prefieren ignorar el asunto para no meterse en problemas. Su madre y su hermano lloran frente a la habitación de su hija que ahora permanentemente vacía, rogando que vuelva, mientras a su padre no se le ve hace días.
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La pequeña continúa presa en un cuarto a oscuras de cuatro por tres. Luego de dos meses de silencio absoluto y soledad asfixiante alguien abre la puerta que es abierta luego de ese día un sin número de veces más. Aún así ella ya no ve diferencia entre una hora y un mes, no sabe si es de día, de noche, de tarde, si llueve o si escampa. No sabe si querer morir o si murió ya porque su vida de pronto ya no es vida. Entre tanto no conoce que lleva ya tres meses buscando un por qué.
En la piel tierna e inocente de la pequeña lucen yagas rosada. Tiene enormes ojeras y no llora porque se dio cuenta de que no sirve de nada. Sus padres aún visitan los hospitales con la esperanza de encontrarla y Erick solo logra malas notas en el colegio porque extraña a su niña Abi como solía llamarla cariñosamente. La niña escucha que una voz áspera habla desde fuera y agusando el oído logra entender que aún nadie sabe nada. Sus esperanzas que ya eran escasas se desploman convirtiéndose ahora en nulas.
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Han pasado doce meses ya desde aquella mañana más oscura que las anteriores, ya nadie la busca, su madre viste de n***o, su padre pocas veces está en casa y su hermano ya sabe como todos que no volverá. El día ha llegado y el dinero espera debajo de un puente, otra vez alguien abre la puerta y deja entrar la luz. Abi se hace un ovillo y se esconde en una esquina cerrando los ojos con fuerza hasta que un hombre encapuchado se acerca y la saca a empujones. Esta vez la lleva a una sala, aún usa el uniforme ahora sucio y rasgado de aquel día. La puerta de entrada se abre y entra el jefe esta vez sin cubrirse la cara. Abi siente que el cielo por fin le sonríe y la voz sale de sus labios acariciando esa palabra como nunca antes.
—¡Papi! —grita y corre desesperada hasta él.
El hombre retrocede antes de que ella pueda abrazarlo, la niña lo observa confundida. No sabe que el gerente del negocio es su padre y que hace años su héroe ha aprendido a disparar.