—Me he tomado la pastilla —le digo a Julian una vez nos hemos acomodado en el jet privado, el mismo avión que nos llevó de Chicago a Colombia cuando Julian volvió a por mí en diciembre—. Y me han puesto esto. —Levanto el brazo derecho para mostrarle una pequeña venda en el lugar en que me han introducido el nuevo implante. Me duele un poco, pero estoy tan feliz de llevarlo que no me importa la molestia.
Julian levanta la vista del portátil con la expresión aún hermética.
—Bien —dice bruscamente y continúa trabajando en el correo electrónico para uno de sus ingenieros. Está describiéndole los requisitos exactos del nuevo dron que quiere que diseñe. Lo sé porque se lo he preguntado hace unos minutos y me lo ha explicado. Se ha abierto mucho más en el último par de meses, por lo que me resulta extraño que parezca querer evitar el tema de los anticonceptivos.
Me pregunto si no quiere hablarlo porque está el doctor Goldberg presente. El pequeño hombre está sentado en la parte delantera del jet, a unos cuatro metros, pero la intimidad no es total. En cualquier caso, decido, por ahora, dejarlo pasar y sacar el tema en un momento más oportuno.
Según va subiendo el avión, me entretengo mirando los Alpes suizos hasta que sobrepasamos las nubes. Después, me recuesto en el asiento y espero a que la preciosa azafata, Isabella, venga con nuestros desayunos. Esta mañana hemos salido del hospital tan rápido que solo he podido tomarme un café.
Isabella entra a la cabina unos minutos después enfundada en un vestido rojo y ajustado. Lleva una bandeja con café y una bandejita con pastas. Parece que Goldberg se ha dormido, así que se nos acerca con una sonrisa seductora.
La primera vez que la vi, cuando Julian volvió en diciembre, me puse celosa de una forma enfermiza. Desde entonces he descubierto que Isabella nunca ha tenido una relación con él y que, en realidad, está casada con uno de los guardias de la finca, lo que ha contribuido a tranquilizar al monstruo de ojos verdes de mi interior. Solo he visto a esta mujer una o dos veces durante los últimos dos meses. A diferencia de la mayoría de los empleados de Julian, pasa la mayor parte del tiempo fuera de las instalaciones, trabajando como su mano derecha en varias compañías aéreas de lujo privadas.
—Te sorprendería cómo se le suelta la lengua a la gente después de un par de copas a 9000 metros de altura —me explicó Julian una vez—. Ejecutivos, políticos, jefes de bandas… A todos les gusta tener cerca a Isabella y no siempre controlan lo que dicen en su presencia. Gracias a ella, he conseguido de todo, desde información privilegiada sobre negocios hasta información sobre tráfico de drogas en la zona.
Así que ya no tengo celos de Isabella, pero sigo opinando que su manera de tratar a Julian es demasiado coqueta para una mujer casada. Aunque, de nuevo, puede que no sea la más indicada para juzgar si el comportamiento de una mujer casada es apropiado o no. Si yo mirara a un hombre durante más de un minuto, estaría firmando su sentencia de muerte.
Julian es superposesivo, mucho más de lo habitual.
—¿Le apetece café? —pregunta Isabella, parándose al lado de su asiento. Hoy mira con más cautela, pero sigo deseando abofetearle esa preciosa cara por los ojitos que le pone a mi marido.
Lo reconozco: no solo Julian tiene problemas de posesividad. Por raro que parezca, siento que el hombre que me raptó es mío. No tiene sentido, pero he dejado de intentar que nuestra relación de locos tenga sentido desde hace mucho tiempo. Es más fácil aceptarlo.
Ante la pregunta de Isabella, Julian levanta la vista del portátil.
—Sí, claro —dice y me mira—. ¿Nora?
—Sí, por favor —respondo con educación—. Y un par de esos cruasanes.
Isabella nos sirve un café a cada uno, coloca la bandeja de las pastas en mi mesa y se aleja pavoneándose hacia la parte delantera del avión, con las caderas exuberantes contoneándose. Siento una envidia momentánea antes de recordar que Julian me quiere a mí. De hecho, me quiere demasiado, pero esa es otra historia.
Durante la siguiente media hora leo con tranquilidad, me como los cruasanes y bebo el café. Julian parece concentrado en el correo sobre el diseño del dron, por lo que no lo molesto; en lugar de eso, me esfuerzo en centrarme en el libro, una novela de suspense y de ciencia ficción que he comprado en la clínica. Sin embargo, mi atención continúa vagando y cada dos páginas pienso en otra cosa.
Me parece extraño estar sentada aquí leyendo. Es casi surrealista, como si nada hubiera ocurrido. Como si no acabáramos de sobrevivir al horror y la tortura. Como si no hubiera volado los sesos a un hombre a sangre fría. Como si no hubiera estado a punto de perder a Julian de nuevo.
Se me acelera el corazón y las imágenes de la pesadilla de esta mañana me invaden la mente con una claridad alarmante. Sangre… El cuerpo de Julian cortado y machacado… Su preciosa cara con una de las cuencas vacías… El libro se me escapa de las manos temblorosas y cae al suelo mientras intento respirar a pesar del nudo que de repente se me ha formado en la garganta.
—¿Nora? —Unos dedos fuertes y cálidos se me cierran alrededor de la muñeca y, aunque se me nubla la vista por el pánico, veo delante de mí la cara vendada de Julian. Me sujeta con fuerza. Su portátil ha quedado olvidado en la mesa de al lado—. Nora, ¿me oyes?
Consigo asentir y me paso la lengua por los labios para humedecerlos. Me noto la boca seca por el miedo y se me pega la blusa a la espalda por el sudor. Tengo las manos clavadas en el borde del asiento y las uñas hundidas en el suave cuero. Una parte de mí sabe que mi mente me está engañando, que esta ansiedad extrema es infundada, pero mi cuerpo reacciona como si la amenaza fuera real. Como si estuviéramos de vuelta en la zona de la obra de Tayikistán, a merced de Majid y los otros terroristas.
—Respira, pequeña. —La voz de Julian es reconfortante; me sujeta la barbilla con suavidad—. Respira lenta y profundamente… Muy bien…
Obedezco mirándolo fijamente mientras respiro profundamente para controlar el pánico. Un poco después, mi corazón se apacigua y suelto el borde del asiento. Todavía estoy temblando, pero el miedo sofocante ha desaparecido.
Avergonzada, envuelvo la palma de Julian con los dedos y le alejo la mano de la cara.
—Estoy bien —consigo decir con una voz más o menos calmada—. Lo siento. No sé qué me ha pasado.
Me observa con su ojo resplandeciente y veo una mezcla de rabia y frustración en su mirada. Nuestros dedos están entrelazados, como si fuera reacio a soltarme.
—No estás bien, Nora —dice con brusquedad—. Estás de todo menos bien.
Tiene razón. No quiero reconocerlo, pero tiene razón. No estoy bien desde que Julian se fue de la finca para capturar a los terroristas. Estoy hecha un lío desde su partida y parece que estoy aún peor ahora que ha vuelto.
—Me encuentro bien —digo, sin querer que piense que soy débil. Fue a Julian a quien torturaron y parece tenerlo controlado, mientras yo me derrumbo sin ninguna razón.
—¿Bien? —Alza las cejas—. En las últimas veinticuatro horas has tenido dos ataques de pánico y una pesadilla. No te encuentras bien, Nora.
Trago saliva y bajo la mirada hacia mi regazo, donde nuestras manos están unidas con fuerza y posesión. Odio no poder restar importancia a esto del modo en que Julian parece hacerlo. Sí, él aún tiene pesadillas con lo que le ocurrió a María, pero esta dura experiencia con los terroristas parece que ni lo haya perturbado siquiera. Él estaría en todo su derecho de perder los nervios, yo no. Apenas me han tocado, mientras que él ha pasado por días de tormento. Soy débil y odio serlo.
—Nora, pequeña, escúchame.
Levanto la vista, movida por el dulce tono de la voz de Julian y me encuentro prisionera de su mirada.
—No es culpa tuya —dice con tranquilidad—. Nada. Has pasado por muchas cosas y estás traumatizada. No tienes que fingir delante de mí. Si empiezas a sentir miedo, dímelo y te ayudaré a superarlo. ¿Me entiendes?
—Sí —susurro, extrañamente aliviada por sus palabras. Sé que es paradójico que el hombre que trajo toda la oscuridad a mi vida sea el que me ayude a lidiar con ella, pero ha sido así desde el principio. Siempre he encontrado consuelo en los brazos de mi captor.
—Bien. Recuérdalo. —Se inclina sobre mí para besarme y yo me acerco también, con cuidado para no hacerle daño por las costillas fracturadas. Me roza con los labios en los míos con una ternura inusual y cierro los ojos. La ansiedad desaparece a medida que un deseo intenso se apodera de mi cuerpo. Me sorprendo rodeándole la nuca con las manos y un gemido surge de la parte más profunda de mi garganta cuando me invade la boca con la lengua con un gusto familiar y seductor al mismo tiempo.
Gime cuando le devuelvo el beso y juntamos las lenguas. Me rodea la espalda con el brazo derecho, acercándome a él y siento cómo crece la tensión en su cuerpo portentoso. Se le acelera la respiración y me besa con más violencia y exigencia, lo que hace que mi cuerpo palpite como respuesta.
—A la habitación. Ahora. —Sus palabras son como un gruñido cuando aparta la boca, se pone de pie y me levanta del asiento. De un plumazo, me agarra de la muñeca y me dirige hacia la parte trasera del avión. Para mis adentros, doy las gracias por que el doctor Goldberg esté dormido e Isabella haya vuelto a la parte delantera del avión; no hay nadie que pueda ver a Julian arrastrarme hasta la cama.
Al entrar en la pequeña habitación, cierra la puerta con el pie y me empuja sobre la cama. Incluso herido, es muy fuerte. Su fuerza me excita y me intimida, no porque tema que me vaya a hacer daño —sé que lo hará y que lo disfrutaré—, sino porque he visto lo que puede hacer. He visto que le basta la pata de una silla para matar a un hombre.
El recuerdo debería asquearme, pero es excitante y aterrador a la vez. Por otro lado, Julian no es el único que se ha llevado por delante una vida esta semana. Ahora ambos somos asesinos.
—Desnúdate —me ordena, deteniéndose a medio metro de la cama y soltándome la muñeca. Le han arrancado las mangas de la camisa para que pueda meter la escayola y eso, junto a la venda alrededor de la cara, le da aspecto de herido y peligroso al mismo tiempo, como un pirata contemporáneo tras un asalto. Los músculos sobresalen del brazo derecho y el ojo destapado es exageradamente azul sobre el moreno de su cara.
Lo quiero tanto que duele.
Doy un paso atrás y comienzo a desvestirme. Primero la blusa, luego los vaqueros. Me quedo solo con un tanga blanco y un sujetador a juego. Julian dice bruscamente:
—Súbete a la cama. Ponte a cuatro patas con el culo hacia mí.
El calor me baja por la columna y me aumenta el dolor en la entrepierna. Me giro para hacer lo que me ha dicho, con el corazón palpitando expectante. Recuerdo la última vez que nos acostamos en este avión… y los moratones que me cubrieron los muslos durante días. Sé que Julian no se encuentra lo bastante bien para algo tan extenuante, pero ese pensamiento no disminuye mis nervios o mis ganas. Con mi marido, el miedo y el deseo van de la mano.
Tras colocarme en la posición que satisface a Julian, con mi trasero a la altura de su ingle, da un paso hacia mí, sujeta la goma de mi ropa interior y me la baja hasta las rodillas. Me estremezco ante su tacto y se me contrae el sexo. Gime al pasarme la mano por el muslo para introducirse entre mis pliegues.
—Tienes el coño tan mojado, j***r —murmura con brusquedad y me introduce dos dedos—. Está mojadísimo y tenso… Te gusta esto, ¿eh, pequeña? Quieres que te haga mía, que te folle…
Jadeo cuando dobla los dedos y alcanza un punto que hace que todo el cuerpo se me ponga tenso.
—Sí… —Apenas puedo hablar por las oleadas de calor que me sobrepasan y me nublan la mente—. Sí, por favor…
Suelta una carcajada ronca y llena de placer oscuro. Retira los dedos dejándome vacía y palpitante por el deseo. Antes de que pueda protestar, oigo cómo se baja la cremallera y noto la suave y amplia cabeza de su pene rozarme los muslos.
—¡Ah! Lo haré —murmura con voz grave, dirigiéndose hacia mi abertura—. Te complaceré tantísimo, j***r. —Me penetra con la punta de la polla y se me corta la respiración—. Gritarás para mí, ¿verdad, pequeña?
Sin esperar una respuesta, me aprieta la cadera derecha y se mete hasta el fondo, provocando que se me escape un grito entrecortado. Como siempre, la embestida me nubla los sentidos. Su anchura me hace ceder hasta casi provocarme dolor. Si no hubiera estado tan cachonda, me habría dolido. Tal como estoy, su aspereza solo añade un punto delicioso a la intensidad de mi excitación y me inunda el sexo con más humedad. Con la ropa interior alrededor de las rodillas, no puedo abrir más las piernas y parece enorme dentro de mí, todo él es duro y ardiente.
Después de esa primera embestida, suponía que establecería un ritmo brutal, pero ahora que está dentro, se mueve despacio. Lenta y deliberadamente, cada uno de sus movimientos calculados al máximo para darme placer. Dentro y fuera, dentro y fuera… Parece que me esté acariciando desde dentro, exprimiendo todas las sensaciones que puede producir mi cuerpo. Dentro y fuera, dentro y fuera… Estoy a punto de llegar al orgasmo, pero no puedo, no con él moviéndose a ritmo de caracol. Dentro y fuera…
—Julian —gimo y reduce el ritmo aún más, haciendo que gimotee de la frustración.
—Dime qué quieres, pequeña —murmura, retirándose casi del todo—. Dime exactamente qué quieres.
—Fóllame. —Suspiro arrugando las sábanas con los puños—. Por favor, haz que me corra.
Suelta una carcajada de nuevo, pero suena forzada. Su respiración se vuelve más fuerte y entrecortada. Siento la polla crecer dentro de mí y tenso los músculos interiores a su alrededor, deseando que se mueva solo un poco más rápido para darme esa pizca extra que necesito…
Y, al final, lo hace.
Me sujeta por la cadera, retoma el ritmo y me folla con más fuerza y rapidez. Sus sacudidas reverberan dentro de mí, haciendo que mi cuerpo irradie ondas de placer. Sigo aferrándome a las sábanas con las manos. Cada vez grito más alto mientras la tensión en mi interior se vuelve insoportable, intolerable… Y después me rompo en mil pedazos; mi cuerpo palpita sin cesar alrededor de su enorme erección. Gime y clava los dedos en mi piel mientras me agarra la cadera con más fuerza y siento que explota contra mi trasero con su polla sacudiéndose dentro de mí cuando encuentra su liberación.
Cuando ha terminado, sale de mí y retrocede. Temblando por la intensidad del orgasmo me desmorono sobre el costado y giro la cabeza para mirarlo.
Está de pie con la cremallera de los vaqueros bajada y su pecho sube y baja debido a su respiración acelerada. Su mirada está llena de deseo constante al observarme, su ojo fijo en mis muslos, donde su semen gotea lentamente de mi sexo.
Me sonrojo y echo un vistazo a la habitación en busca de un pañuelo. Por suerte, hay una caja en una estantería cerca de la cama. La alcanzo y me limpio los indicios de nuestra unión.
Julian observa en silencio mis movimientos. Luego, retrocede con expresión indescifrable de nuevo mientras se introduce el pene flácido en los vaqueros y sube la cremallera.
Agarro la manta y tiro de ella para taparme el cuerpo desnudo. De repente, me siento fría y expuesta; el calor de mi interior se ha disipado. Normalmente, Julian me abraza después del sexo, reforzando nuestra cercanía y usando la ternura para compensar su aspereza. Hoy, sin embargo, no parece dispuesto a hacerlo.
—¿Va todo bien? —pregunto dubitativa—. ¿He hecho algo malo?
Me dedica una sonrisa fría y se sienta en la cama, a mi lado.
—¿Qué podrías haber hecho mal, mi gatita? —Mirándome, levanta la mano y me retira uno de los bucles del pelo, frotándolo entre los dedos. A pesar de su gesto juguetón, un brillo frío en su ojo aumenta mi inquietud.
De repente caigo en la cuenta.
—Es por la pastilla del día después, ¿verdad? ¿Estás enfadado porque me la haya tomado?
—¿Enfadado? ¿Porque no quieras tener un hijo conmigo? —Ríe, pero con un tono tan áspero que me noto un nudo en la garganta—. No, mi gatita, no estoy enfadado. Sería un padre horrible y lo sé.
Lo miro, intentando entender por qué sus palabras me hacen sentir culpable. Es un asesino, sádico, un hombre que me raptó sin compasión y que me mantuvo presa, y aun así me siento mal, como si lo hubiera herido sin querer, como si hubiera hecho algo malo de verdad.
—Julian… —No sé qué decir. No voy a mentirle diciendo que sería un buen padre. Se daría cuenta, así que, en lugar de eso, le pregunto con cautela—: ¿Quieres tener hijos?
Después, contengo la respiración, esperando su respuesta.
Me mira con expresión ininteligible una vez más.
—No, Nora —dice con suavidad—. Lo último que necesitamos tú y yo son niños. Puedes ponerte todos los implantes anticonceptivos que quieras. No te obligaré a quedarte embarazada.
Suspiro de alivio.
—Bien, genial. Entonces, ¿por qué…?
Sin siquiera acabar la pregunta, Julian me deja con la palabra en la boca, se levanta y se va.
—Estaré en la cabina principal —dice en un tono llano—. Tengo trabajo. Vuelve conmigo cuando te vistas.
Y con estas palabras, se va de la habitación y me deja tumbada en la cama, desnuda y confundida.