**ADRIANA**
El sol acariciaba mi piel mientras el pincel danzaba sobre el lienzo, trazando colores vivos que intentaban capturar la serenidad de mi pequeño jardín. Las flores, con sus pétalos abiertos al mundo, parecían susurrarme secretos que solo yo podía escuchar. Pero entonces, lo vi.
Tomás apareció en el umbral, su figura recortada contra la luz del mediodía. Mi corazón, que hasta ese momento latía con calma, dio un vuelco tan fuerte que casi dejé caer el pincel. Una punzada extraña, intensa, me atravesó el pecho, como si algo dentro de mí despertara de un largo letargo. Era una sensación que no entendía, que me asustaba y me atraía al mismo tiempo.
Intenté concentrarme en mi pintura, pero mis manos temblaban. Su sonrisa, tan familiar y cálida, me desarmaba. Y entonces, como un relámpago, el recuerdo del sueño de anoche me golpeó. Mi rostro se encendió en un rubor que no podía controlar. ¿Cómo podía mi mente haberme traicionado de esa manera? ¿Por qué, entre todas las personas, él?
Me mordí el labio, tratando de apartar esos pensamientos, pero era inútil. Cada paso que daba hacia mí parecía resonar en mi pecho, como un tambor que marcaba un ritmo que no podía ignorar. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué mi mundo, que siempre había sido tan claro, ahora se sentía tan confuso?
En el reino de mis sueños, me encontraba junto a Tomás, ambos recostados en la cama. Nuestros labios se unieron en un beso ardiente, una caricia llena de pasión y deseo. La intensidad de aquel sueño me excitaba por completo, haciéndome moverme inquieta entre las sábanas. Una sensualidad desconocida recorría mi cuerpo, despertando sensaciones nunca antes experimentadas. A pesar de mi virginidad, de ser alguien intocada por manos ajenas, Tomás representaba algo diferente, una excepción a toda regla.
El sueño se sentía tan increíblemente real que cada uno de sus toques y caricias despertaban en mí una humedad incontrolable, una respuesta física que me tomaba por sorpresa. La sensación era tan vívida, tan presente, que casi podía sentir el calor de su cuerpo junto al mío. La forma en que me besaba, la manera en que sus manos recorrían mi piel, todo contribuía a esa excitación creciente. Era una experiencia onírica que trascendía la simple imaginación, adentrándose en el terreno de lo tangible, lo palpable, dejando una huella imborrable en mi despertar.
Al despertar, la imagen de Tomás permanecía grabada en mi mente, un fantasma cálido que se negaba a desvanecerse. La excitación persistía, un eco sordo del torbellino de sensaciones vividas en el sueño. Me sentía extraña, como si una parte de mí hubiera despertado a una nueva realidad, una realidad donde el deseo y la pasión ya no eran conceptos abstractos, sino sensaciones palpables, casi tangibles.
Intenté racionalizarlo, atribuirlo a la simple fantasía, a la manifestación de anhelos reprimidos. Pero la intensidad del sueño lo hacía trascender la mera imaginación. Era como si Tomás hubiera desbloqueado algo dentro de mí, una puerta que siempre había estado cerrada con llave.
El aire del jardín estaba impregnado con el aroma dulce de las flores recién abiertas, pero ni siquiera eso lograba calmar la tormenta que se desataba en mi interior. La idea de verlo nuevamente era un anhelo peligroso, una sensación que bordeaba entre el nerviosismo y una anticipación que me hacía temblar. ¿Cómo podría mirarlo a los ojos después de lo sucedido en mi sueño? Ese sueño que había encendido en mí emociones que jamás había experimentado… y que me aterraban.
Mis manos luchaban por seguir pintando, pero cada pincelada parecía pérdida. Mi mente se encontraba en otro lugar, atrapada en aquel recuerdo. Era la chispa de su sonrisa, la intensidad de su mirada en aquel escenario onírico, lo que había encendido mi pecho. ¿Sentiría él algo similar? ¿Algún atisbo de la conexión que me consumía a mí?
—¿En qué piensas, hermanita? —su voz familiar y suave me arrancó de mi ensoñación, justo antes de que su dedo tocara mi frente con un pequeño golpe que me trajo de vuelta a la realidad. No supe en qué momento había llegado, ni cuánto tiempo había estado allí observándome.
Me giré hacia él rápidamente, sintiendo el calor subir a mis mejillas, el rubor traicionero que se negaba a ocultarse.
—Tomás… bienvenido —logré decir, aunque mi voz sonaba más baja de lo usual.
Él esbozó una sonrisa, esa misma sonrisa que había marcado el sueño, aunque sin saberlo.
—Solamente desaparecí un par de semanas. No es para tanto, Adriana —bromeó, mientras se sentaba en la silla junto a mí, como si el tiempo no hubiera pasado.
Pero para mí sí había pasado. Cada día que estuvo fuera había sido un recordatorio de cuánto lo necesitaba, de lo mucho que su presencia transformaba mi mundo. Lo miré por un momento, queriendo decir más, pero las palabras se atascaban en mi garganta.
—Te extrañé mucho —confesé al fin, con una honestidad que sabía que no debía mostrar tan abiertamente.
Él sonrió suavemente, sin darse cuenta del peso de mis palabras, y su mirada llena de afecto me atravesó. Por unos segundos, pensé que mi corazón podría traicionarme de nuevo, pero me obligué a regresar al lienzo, buscando refugio en los colores y las formas. Sin embargo, cada pincelada ahora llevaba su nombre, su esencia, y eso me aterraba más que el sueño que todavía ardía en mi memoria.
Siempre había sido fácil con Tomás. Éramos como dos piezas de un rompecabezas, encajando perfectamente, compartiendo bromas y secretos, como si el mundo allá afuera no pudiera tocarnos. Me gustaba ser la hermana traviesa que encontraba formas de hacerlo reír, la que inventaba apodos ridículos solo para fastidiarlo, y la que siempre buscaba revolverle un poco su mundo ordenado. Pero últimamente… algo había cambiado. Algo en mí.
Cuando Tomás me revolvía el cabello como solía hacerlo, ese gesto de hermano mayor que siempre me había hecho reír, ahora me sorprendía a mí misma sonrojándome, sintiendo un calor extraño que subía desde mi pecho hasta mis mejillas. Era como si cada roce accidental, cada mirada fugaz, tuviera un peso que antes no existía. No quería que él se diera cuenta, pero me resultaba imposible volver a ser la Adriana de siempre. Y aunque solo nos llevábamos dos años de diferencia, ese espacio empezaba a sentirse como un abismo que no sabía cómo cruzar.
Esa noche, mientras cenábamos, todo parecía normal… hasta que no lo fue. Mis padres comenzaron a hablar de Tomás, de su futuro. Era el tema de siempre: las oportunidades, su talento, todo lo que podría lograr. Pero esta vez hubo algo diferente. Mi madre, con una sonrisa llena de orgullo, anunció:
—Tomás, ya es hora. Hemos decidido que lo mejor para tu carrera es que te vayas a los Estados Unidos a hacer tu maestría.
Sentí como si algo dentro de mí se rompiera en mil pedazos. Miré a Tomás, esperando que dijera algo, que negara la idea, que se riera y respondiera que no iría a ninguna parte. Pero, en cambio, asintió lentamente, con esa mirada tranquila y madura que siempre había tenido.
—Sí, creo que es lo correcto. Gracias, mamá, papá. Voy a aprovechar esta oportunidad.
Era absurdo, lo sabía. No podía pedirle que se quedara, ni siquiera sabía cómo poner en palabras lo que sentía. Pero la idea de que él estuviera lejos, en un lugar donde no podría verlo todos los días, donde no podría escuchar su risa o sentir su mano, revolviéndome el cabello como siempre… eso era más de lo que podía soportar. Así que me quedé en silencio, fingiendo que nada había cambiado, mientras mi mundo se tambaleaba en silencio.
Empujé suavemente la puerta del dormitorio de Tomás, sintiendo cómo mi corazón latía más rápido de lo normal. La habitación estaba sumida en penumbra, iluminada solo por los destellos del televisor que reflejaban explosiones de colores. Él estaba ahí, sentado en su silla favorita, con los ojos fijos en la pantalla, mientras sus dedos se movían con destreza sobre el mando. Una sonrisa ligera se dibujó en su rostro, como si estuviera disfrutando de aquel momento de desconexión.