Millones de rizos blancos descendían silenciosos y húmedos, pintando de tristeza el frondoso paisaje nevado. Fatigada después de semejante interrogatorio, Alejandra intentó hacerlos a un lado para poder ver el nombre de la calle por donde caminaba, o mejor, por la que se deslizaba.
Se quitó los guantes y los sostuvo con la boca, a la vez que abría la aplicación de Google Maps en su smartphone y tecleaba el nombre de la parada del bus que la llevaría a la Universidad de Aalto.
El dolor en sus dedos era similar al dolor que sentía en la punta de la nariz, que se le congelaba, y, para qué negarlo, al de aquella abolladura que había aparecido en su autoestima a consecuencia de lo mal que le había ido en la entrevista que acababa de mantener con el exigente director ejecutivo de art & viiva.
Nada podía ser peor que esa entrevista, a excepción de la delicada situación económica que atravesaba. Sus ahorros desaparecían con rapidez, y si no conseguía un trabajo pronto, no tendría con qué subsistir el próximo mes y se vería en la necesidad de acudir a su abuelo… ¡No! Eso sería lo último que haría.
Introdujo con rapidez sus manos en el gentil calor de los guantes antes de apresurarse a seguir el circulito azul que, desde su móvil, marcaba la dirección que debía tomar. V olvió a resbalarse.
Maldijo por lo bajo. Ya se había caído varias veces en aquellas congeladas calles de Helsinki, pero tenía que alcanzar el bus de las doce y treinta cinco para no perder la hora de clase. Si no asistía, le supondría más esfuerzo retomar el hilo de la siguiente.
Quince minutos después llegó ilesa a la parada, pero gimió con desconsuelo cuando vio la parte posterior del bus, que acababa de partir. «Imposible llegar ahora a tiempo». Lanzó un suspiro de resignación al viento y algunas palmaditas de conmiseración a su cerebro cuando se agachó y trató de descifrar el tablero que anunciaba los horarios de los buses. Todavía no salía del asombro que le producía ver todos esos triptongos y diptongos repitiéndose en una misma palabra —por no hablar de la cantidad de letras p, k y t que se duplicaban— sin una lógica aparente, propios del finés. No encontró siquiera una palabra que fuera familiar al inglés.
Después de haber constatado que otro bus llegaría en veinte minutos, se sentó con elegancia en el frío banco de metal. Dejó que la decepción y la vergüenza que sentía hacia sí misma la torturaran a placer. Había querido morirse allí mismo cuando se le cayeron los bocetos. «Dios mío, pero qué burra». Había estado a un tris de salir corriendo y dejar atrás el pánico que había liado sus cuerdas vocales, haciéndola tartamudear o construir frases que giraban y giraban en torno a la misma idea, bajo la insistente mirada de aquel atractivo finlandés.
Muy atractivo.
Su corazón se tambaleó, y no quiso reconocer que la férrea voluntad de la que echaba mano en ocasiones para no dejarse impresionar por un hombre guapo flaqueaba. Ese tambaleo se convirtió en una convulsión en toda regla al apreciar aquel par de ojos azules tan raros.
«Qué ojos tan lindos, como el color lazulita de mis pendientes favoritos».
Inquieta, trató de restarle importancia a aquella apreciación. Sus ojos eran hermosos, pero su personalidad no tenía nada de agradable. Se había sentido como una súbdita insulsa que se había atrevido a comparecer ante el rey para pedirle un trabajo que él no estaba interesado en darle.
Debía sentirse agradecida de no tener que trabajar para él. Dudaba de que aquel dios de hielo tuviera algo más en la cabeza que arrogancia, pedantería, racismo y quién sabe qué más. Todos los hombres con poder eran iguales, en todas partes, y los que no, eran infieles, inmaduros e incapaces de comprometerse y amar sinceramente a una mujer.
Amén.
De inmediato se arrepintió de sus impulsivos epítetos. Dejarse llevar por sus prejuicios y, además, generalizar no era justo para nadie, ni siquiera para ella misma. No era bueno entregarse a aquel viejo hábito; tampoco era bueno darse por vencida. Sabía, antes de dejar Colombia, que vivir en Europa no sería fácil. La devaluación de la moneda de su país y el poco dinero que había podido reunir para pagar todos sus gastos personales sería insuficiente. Así que, «levanta ese ánimo, mi niña, que apenas llevas seis meses en Finlandia y esta fue tu primera entrevista de trabajo. Y ni que fuera la compañía más famosa del mundo, ¿no? Ni que estuviera en Londres o Nueva York».
No, no estaba en Londres, pero el sistema laboral era igual de exigente o más. El recuerdo de las preguntas que ese… señor le había formulado, sin pausa y sin pestañear, la hacía sentir insegura. Dudaba ahora de su profesionalidad o de su mérito como diseñadora. Era cierto que no tenía una larga experiencia en ese campo, pero en ocasiones, en su país, la gente tenía que sacrificar los anhelos personales para obtener un buen trabajo que le permitiera ganar lo suficiente para vivir con dignidad, y para Alejandra, lo más importante había sido la independencia. Mucho más que su amor por crear. Pero ¿qué podía entender un hombre como él lo que pasaba en otras sociedades?
«Por supuesto que sé cómo realizar una buena campaña publicitaria». ¿Por qué diablos había tartamudeado? ¿Cómo que su labor como administradora había sido deficiente? ¿Qué sabía él? Sí, sí que lo sabía: era el todopoderoso de una exitosa compañía.
Embebida en su desilusión, no se dio cuenta de que el tiempo había pasado volando, y el siguiente bus se detuvo en silencio a su lado. Se apresuró a refugiarse en el cálido interior. Una vez que se acomodó, sacó el emparedado que había preparado en la mañana; por lo general no tenía tiempo de ir a almorzar al apartamento que compartía con otras dos chicas en V allila, un barrio de Helsinki. Lo miró sin ganas; al paso que iba, perdería más peso. No es que lo lamentara, pero tampoco era bueno para su cabeza alimentarse mal.
Recibió un mensaje por w******p de su novio Salomón. Tuvo remordimientos por no alegrarse de recibirlo, pero no quería pasar por la vergüenza de decirle que le había ido mal en la cita. Leyó la nota y se sintió peor.
Enviado por Salomón:
¿Cómo te fue en la entrevista, Aleja? Te extraño, llámame tan pronto como puedas, no importa la hora.
Sin embargo, decidió esperar a sentirse menos vulnerable para llamarlo. Quizá después de tomarse una taza de café.
Al menos, no le había ido tan mal con los otros dos. Antes de llegar a la salida, Tommi, el que la había recibido al inicio y que se había presentado como el asistente del director, la había interceptado para explicarle que el proceso de entrevista no había terminado, y que pasaría a una charla con él y con Matti, el jefe de diseño.
Para su sorpresa, la conversación amena que compartió con ambos resultó ser mejor de lo que esperaba. El simpático diseñador revisó con interés sus bocetos, y Alejandra pudo percibir que le gustaron, sin embargo, no se hacía ilusiones. Muy en el fondo, a pesar de que necesitaba el dinero con desesperación y de que sería un honor para ella trabajar en aquella prestigiosa empresa —si a razón de un extraño milagro resultaba escogida—, tenía miedo de trabajar para semejante director.
No sabría cómo hacerle frente a su atractivo y a su poder. Había aprendido a evitar a ese tipo de hombres, alejándose, si estaba en sus posibilidades, o si no, volviéndose invisible como mujer.
No había sido fácil; los hombres en su cultura hacían de la conquista un arte, aunque era cuestión de tener muy claro para qué la perseguían. A su novio Salomón le había costado mucho ganarse su confianza, y no digamos el derecho a tocarla en lo físico y en lo emocional. En aquel país, por lo que ella había notado en esos meses, los chicos de la universidad eran tímidos y se abstenían de dirigirle la palabra, a menos que fuera necesario. Era muy reconfortante ser amiga o compañera sin una segunda intención por parte de ellos.
Las huellas de toda una mañana nevando habían dejado un grueso tapiz de nieve de varias pulgadas que cubría las calles. Desde la ventana del bus divisó el viejo edificio principal de su facultad, que alardeaba de un aburrido color café con leche, el mismo que le había causado desilusión la primera vez que lo vio. Desilusión que se evaporó cuando conoció el sencillo y acogedor interior.
Se ajustó el coqueto gorro verde musgo y la bufanda a juego antes de apearse del bus. Subió por el pasillo e inspeccionó su monedero; como buena colombiana, su cuerpo le pedía a gritos una taza de café. Por supuesto, no podía esperar que en la pequeña cafetería de la facultad vendieran algo de su tierra, pero se conformaría hasta con la palabra café escrita sobre la máquina del mostrador que contenía ese extraño líquido n***o. Cuando se sentó a una de las mesas, escuchó el sonido de dos mensajes entrantes. Abrió la ventana del w******p y vio una nota de su madre y otra más de Salomón. Considerando que en Colombia serían las cuatro de la madrugada, ambos estaban demasiado ansiosos por saber cómo le había ido en la entrevista.
Acomodó detrás de su oreja los mechones de cabello n***o que habían resbalado y cubierto una parte de su rostro como una cortina de seda. Suspirando resignada, le escribió a su novio, explicándole cómo le había ido en la entrevista y asegurándole que lo llamaría por la noche cuando llegara a casa.
Abrió el mensaje de su madre, y al asimilar sus palabras, sus ojos se inundaron de lágrimas.
La añoró como nunca.
Quiso sentir su brazo ciñendo sus hombros y sus labios besándola en la frente. Percibió el aroma fresco de su perfume y pudo ver esa sonrisa tímida que desplegaba en raras ocasiones, pero que la reconfortaba.
Con dedos anhelantes, marcó su número de teléfono.
—¿Aló? ¿Mamita?
—Aleja, mija, ¿cómo está? Qué bueno que me llama. Aquí he estado yo pegada a los santos para que me le fuera bien. Cuénteme, ¿le dieron el puesto?
—Estoy bien, mamita. Todavía no lo sé…, pero lo más probable es que no. No me fue muy bien.
—Ay, mija, eso significa que algo mejor le llegará, tenga fe.
—No te preocupes, sabes que soy más fuerte de lo que parezco, y no me daré por vencida. ¿Y tú cómo estás?
—Bien, ya sabe que yo siempre estoy ocupada, pero… extrañándola. —Su voz sonó nerviosa.
—Lo sé, mamita. ¿Todo está bien por allá?
—Oh, sí, no me haga caso. Me siento orgullosa de que esté por allá, de que haya podido volar;
yo no… La voz de su madre se quebró y guardó silencio unos segundos. La dolorosa sensación de hablar con libertad de aquello que las lastimaba la ahogó. Pero ¿qué objeto tenía? El pasado y el presente no cambiarían solo porque su progenitora lo hablara con ella. Sin embargo, lo intentó.
—¿Tú, qué? —Su corazón corrió agitado.
—No me haga caso. ¿Está comiendo bien?
El cambio de tema la desilusionó, pero ya había aprendido a dejar que ella librara sus batallas a su manera.
—¿Cómo está mi Samuel?
—Tu hermano, bien, bien, echándola de menos.
—¿Y Rosita? ¿Cómo sigue de su alergia?
El recuerdo del rollizo rostro de Rosita, la empleada y amiga de su madre, la reconfortó.
—Mejor. El doctor le cambió la medicina.
—Dale un beso de mi parte, y tan pronto pueda, le mando esos chocolatines con arándanos azules que tanto le gustaron.
—Se lo diré. —Su risa le llegó directa al corazón.
Respiró profundo e hizo la pregunta que sabía que tendría que formular en alguna ocasión.
—¿Y el abuelo? Supongo que todavía sigue disgustado conmigo.
—Bueno…, ya se le pasará.
Tenía claro que su madre quería que creyera eso, como también sabía que estaba pagando por ello, pero no había nada que Alejandra pudiera hacer para evitarlo. La impotencia y la frustración que sintió la oprimieron como lazos invisibles que ataban con fuerza su cuerpo, haciéndole daño.
—¿Te está tratando bien? —No pudo evitar la pregunta, aunque ambas sabían que no respondería con la verdad.
—Sí, sí, claro que sí.
El tono triste de su voz fue más sincero.
De pronto, el rostro del abuelo se abrió paso en su mente; ese rostro lleno de arrugas y sin nada de cansancio; de canas azules y sonrisa fácil para los de fuera, pero de mirada dura y fría para los suyos.
La voz de su madre la devolvió a la realidad.
—Mija, sabe que tiene que llamarlo.
Un silencio rebelde selló sus labios varios segundos, pero al fin se las arregló para decirle:
—Está bien, no te preocupes. —Ya lo manejaría—. Bueno, mami, tengo que ir a clase, y tú debes ir a dormir. Un beso a todos, uno muy grande a Samuel y… salúdame a Enrique.
Colgó y, apresurada, se encaminó a clase, sintiendo que a cada paso que daba se quedaba sin aire. Se detuvo. Respiró hondo, con lentitud, intentando serenarse.
Estaba lejos, muy lejos de él; sin embargo, el mero recuerdo de su presencia le hacía daño.