Capítulo 3

1489 Palabras
La nieve iluminaba el infinito lienzo de la noche. El aire temblaba, y aquella pelusa blanca crujía bajo las ruedas de la silla que se aproximaba a la puerta de la instalación deportiva. Mika estaba impaciente por disipar con un buen partido de baloncesto el dolor muscular que había venido sintiendo todo el día. Conservar la fuerza y la elasticidad en los músculos y en las articulaciones de su cuerpo constituía una parte esencial en la rutina diaria de su vida, así que aquella nueva pasión era una de las prácticas deportivas que disfrutaba con regularidad después de haber sufrido el accidente; eso, y el compañerismo que compartía con aquellos jóvenes a los que dirigía en el equipo de baloncesto para discapacitados. Sus fuertes y ágiles manos desplazaron con destreza la silla de ruedas hacia el pasillo que llevaba a los vestuarios; mientras, sus encabritados pensamientos no dejaban de dibujar en su cabeza un par de ojos negros. Una mujer sexi. Una miniatura muy sexi. Se sintió un gigante ante ella y eso le gustó. Más de lo que quería admitir. Maldición, ya sabía hacia dónde se dirigían sus cavilaciones, y la decisión que había tomado era irrebatible. Definitiva. Había sido meditada durante su largo y doloroso proceso de rehabilitación física y emocional. Y no deseaba cambiarla. Una vida se había roto, pero otra se había abierto camino. Quizá nunca olvidaría el hombre que había sido antes del accidente, pero sabía que era preciso recordarse día a día que aquella persona se había ido para siempre. Aunque los sentimientos de añoranza lo traicionaran; aunque los pensamientos, frescos todavía, con el olor de la apasionada vida que había vivido llegaran para atormentarlo. No era parte de su naturaleza dejarse llevar por la autocompasión. Agradecía estar vivo. Tenía una familia a la que amaba, buenos amigos a los que apreciaba. Tenía éxito en un trabajo que adoraba y disfrutaba de sus amados deportes, adaptados a su nueva condición; y para ponerle la guinda al pastel, residía donde deseaba residir. No necesitaba más. La idea de amar y ser amado por una mujer especial se había quedado en la quimera del ayer, y no valía la pena preguntarse cómo habría sido conquistar a una como la que había conocido en la mañana. Sin embargo, su rebelde cerebro no acató las órdenes, y se recreó una vez más en la placentera sensación que lo había recorrido cuando la tuvo a su merced en aquella entrevista. Le avergonzaba reconocer que había desplegado todo su poder ante ella con el único propósito de llamar su atención. Quería demostrarle que era un hombre atractivo y seguro de sí mismo. Pero luego, por una razón en la que no había querido ahondar, se había sentido triste. El alivio de que ella no lo hubiera visto en la silla de ruedas, y la posibilidad de que en un futuro lo hiciera, lo había hecho suspirar de nostalgia todo el día. Le avergonzaba, y no lo había querido aceptar. No quería abrir la puerta de aquel lugar donde guardaba sus demonios, ni tampoco quería escudriñar ni mucho menos dejar salir lo que ahí había. Comprendiendo que estaba tocando el borde de la autocompasión —y eso era algo que odiaba más que nada en la vida—, frenó en seco su silla de ruedas y contempló el largo corredor ante él. Una traviesa sonrisa aligeró sus facciones al tiempo que empujaba las ruedas hacia delante con toda la potencia de los músculos de sus brazos. Los neumáticos corrieron de forma temeraria por el pasillo hasta alcanzar los vestuarios. Cuando llegó, una feliz algarabía lo recibió. —Ey, abuelo, este bastardo de aquí dice que hoy vamos a morir en el campo de batalla. Acostumbrado ya a las burlas acerca de su edad procedentes de ese salvaje y joven grupo de discapacitados, Mika no se molestó por el comentario de Jere. Se giró divertido hacia Sami, un muchacho rubio, delgado pero de músculos bien tonificados, quien, como no podía quedarse quieto, mantenía la silla de ruedas en constante movimiento, y le espetó: —¿Qué? La derrota no está en nuestro vocabulario. Lo siento, amigo, me temo que esta es nuestra noche. Sami dejó escapar una carcajada mientras continuaba su vaivén. —Uy, Jere, vaya con el viejo estirado… Explícale que si juega como habla, es hombre muerto. Mejor consigue otro vitun vaari 3. —Acércate y te muestro lo viejo que soy —lo amenazó Mika. —Uy, uy, perkele 4, se nos alebrestó el abuelito. —Nicklas, un rubio macizo y lleno de tatuajes, lo interrumpió, burlándose. Aprovechando su conocimiento en la práctica de kárate, Mika maniobró de forma inesperada la silla y, con destreza, cogió por el cuello a Nicklas en una llave perfecta. Faltó poco para hacerlo caer de su silla de ruedas. —Ojalá no juegues como hablas, Nicklas. ¿Quién dices que soy? —Apretó más la llave. —Ay, perkele, me estás ahogando, viejo. —Todavía no te he escuchado decir quién soy. —El capitán, mier… —¿Y qué más? —El capitán del equipo ganador. —Así me gusta. —Lo soltó despacio. Pronto, los diez jugadores se dirigieron a la pista y, entre la rudeza de su juego y de sus comentarios, Mika olvidó durante más de una hora los altibajos de su vida. Cuando el juego llegó a su fin, cansado y satisfecho, fue a ducharse. Había sido un largo día lleno de emociones. Con la determinación que lo caracterizaba en todo lo que hacía, manipuló su cuerpo con pericia y se trasladó de la silla de ruedas a una silla de ducha. Mientras el agua caliente consentía su cuerpo, la decisión que debía tomar con respecto a los candidatos para el cargo de asistente de diseño volvió a importunarlo. Meditaba muy bien las resoluciones de la compañía; si bien era cierto que a veces cometía deslices en su debilidad por complacer a las personas que apreciaba, era un hombre sensato y justo. Después de que Alejandra saliera de su oficina, en un impulso le pidió a Tommi que la entrevistara de una vez: quería su opinión sobre ella. No quería que sus sentimientos personales interfirieran en la decisión de contratar o no contratar a la señorita Díaz. El procedimiento general de la empresa para emplear a los diseñadores era que Tommi y Matti, el jefe de diseño, entrevistaran a los candidatos. Nunca lo hacía Mika, pero esa vez había querido involucrarse en el proceso de selección debido a los problemas que había tenido la compañía en los últimos años para encontrar a una persona idónea para el cargo. Quería controlar las elecciones que hacía el caprichoso Matti, que era un brillante arquitecto y diseñador, pero cuyas preferencias habían dejado mucho que desear: novatos creativos y muy seguros de sí mismos, pero con una remarcada falta de responsabilidad o, más bien, diría que con un sentido del tiempo apegado solo a sus propias necesidades y no a las del equipo. Dada la flexible libertad con que se trabajaba en Finlandia, los jóvenes parecían no querer responder a ninguna regla de la empresa: organizaban el horario según les convenía, escogían asistir cuando lo consideraban fundamental y entregaban proyectos cuando podían, retrasando así la producción y causando la histeria en todo el grupo, especialmente en el voluble genio de Matti. El caso de la señorita Díaz fue especial. La había tenido en cuenta como un favor a Ulla, su amiga y exnovia, de raíces colombianas pero que había crecido en Finlandia, y quien le había pedido darle una oportunidad de trabajo a su compatriota. Siempre era bueno para la empresa alguien extranjero, ideas y pasiones nuevas. La mujer le había gustado a pesar de la torpeza y de su comportamiento tímido en la entrevista. Tal vez demasiado. Se terminó de vestir y salió al aparcamiento en busca de su automóvil. Inhaló con placer el aire frío de la noche mientras abría la puerta y se subía en el vehículo adaptado, con un asiento para el piloto de fácil movilidad, un espacio más amplio de lo normal para desplazar sus piernas y una adaptación del volante y del freno. Le quitó las ruedas a la silla RGK Elite, fuerte y con más estabilidad, que utilizaba para sus prácticas deportivas. Dobló el armazón y lo colocó, junto con los neumáticos, en el puesto del copiloto. Minutos después, se perdió entre la vasta llanura blanca rumbo a su piso, ubicado en Kruununhaka, una zona residencial aledaña a su oficina. Antes había tenido un apartamento en Espoo, pero a raíz del accidente, lo había vendido y había comprado el actual por cuestiones prácticas, ya que quedaba a unas cuantas manzanas de su despacho. Cuando llegara a casa, prepararía una deliciosa cena, la acompañaría con una buena copa de vino, pondría una agradable música de fondo y aplazaría sus inquietudes para el día siguiente.
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