PROLOGO
ALESSANDRO
Me llamo Alessandro Vannicelli. De día, soy un caballero intachable. De noche, soy lo que realmente soy: un hijo de puta con poder.
La noche anterior me acosté a las tres de la mañana con una modelo rumana a la que ni siquiera le pregunté el nombre. Tenía unas tetas perfectas —operadas, por supuesto— y una boca tan húmeda que por poco me hace ver estrellas. Pero ya ni siquiera me sorprende. Me vine, se vistió, y se largó. Como todas.
Mi vida es así. Perfectamente calculada. Fría. Como una partida de ajedrez en la que yo siempre soy el rey, y todos los demás, meros peones a los que puedo aplastar.
Me desperté a las siete. No por gusto. Sino porque así está programado este maldito cuerpo. Dormir más me aburre. Me preparé un espresso doble, sin azúcar, y me puse la ropa de deporte. Odio hacer ejercicio, pero lo hago igual. No por salud, no por disciplina. Lo hago porque si quiero seguir cogiendo como un animal, necesito estar en forma. Correr, levantar pesas, hacer boxeo. Todo para follar mejor. Porque esa es la verdadera motivación, ¿no? Ninguna de esas mierdas de longevidad o equilibrio. ¿Para qué quiero vivir más si ya lo he vivido todo?
Una hora después, ya estaba limpio, afeitado, vestido con un traje azul oscuro que me hace ver más serio de lo que soy, y con un reloj que cuesta más que la casa promedio en Milán. Tenía una gala esa noche. Una de esas mierdas donde todos fingen que son filántropos, pero debajo del traje esconden drogas, putas, y secretos. Me acompañó una modelo brasileña. Cuerpo de infarto, cero cerebro. Justo como me gustan para este tipo de eventos. Ella sonríe mientras posa a mi lado, sabiendo que luego se va a arrodillar frente a mí en el asiento trasero del auto. O quizás en el elevador. O en el baño. Lo que se me antoje.
Fui, sonreí, fingí. Fingí que me importaba el cáncer, la pobreza, el calentamiento global. Firmé cheques. Salí.
Y, como lo predije, la brasileña me la mamó en el auto antes de llegar a su hotel. Le dejé el semen en la lengua y un sobre con dinero en la cartera. No porque lo necesitara. Sino porque así es la dinámica. Me follas bien, te premio. Fin del trato.
A la mañana siguiente, ya estaba en mi oficina. Mi verdadero trabajo no es sentarme tras un escritorio, pero tengo que fingir. Las empresas necesitan un rostro, y el mío es más fotogénico que el de cualquiera. Pero por dentro me aburre. Los números me aburren. Los accionistas me aburren. Las reuniones me dan ganas de abrir fuego. Todos esos idiotas tratando de impresionarme, como si no supieran que todo esto es una fachada para lavar dinero, mover armas, y mantener viva una red criminal que heredé cuando Santino nos dejó
Santino... Joder, aun duele.
Mi hermano era el que realmente encajaba en el papel de ángel, el frío, calculador, un verdadero cabrón hijo de puta, capaz de matar a sangre fría y 10 minutos después fingir la sonrisa mas encantadora del mundo. Amaba su vida criminal mas que cualquier otra cosa, hasta que apareció ella... Mi hermosa cuñada... Que sabrá dios donde esta, bien podría buscarla, pero si lo hago, seguro habrá un francotirador esperando para matarme, Santino no dejaba cabos sueltos, y menos si de Nayla se trata... Fue él quien me salvó la vida cuando metí la v***a donde no debía. Fue él quien me dio una segunda oportunidad cuando Vladimir —ese ruso de mierda— ya me tenía en la mira. Ahora él no esta, y yo soy el que carga con todo esto, porque Zita vive su maldita vida feliz y familiar, la amo, y por eso no dejaré que se acerque de nuevo a los negocios. Y Vito... bueno Vito aun se recupera...
A veces, por las noches, me siento en el balcón de mi penthouse y enciendo un porro. No porque me guste drogarme. Sino porque Santino solía hacerlo. Era su manera de calmar la ansiedad. Y yo, en su memoria, le doy unas caladas, mientras miro la ciudad que arde debajo.
Pero ese día fue distinto.
Mirra estaba en mi oficina. Ella, la que fue cuidadora de Santino. La mujer con la que cogí en más de una ocasión, aunque ella fingiera que era un error. La que cocina como una diosa y grita como una puta cuando la tomas por detrás. Ahora es mi "asistente", aunque todos saben que no hace una mierda más que dar órdenes a los demás.
Mirra es dura. Fría. A veces insoportable. Pero siempre le tuve cariño. Un cariño que no fue suficiente para mantener el contacto cuando lo de Santi. Después... las cosas cambiaron. Ella se quedó con Samuel, su hijo. Aunque para mí siempre fue como un sobrino.
Ahora Samuel es mi mano derecha. Tiene mi confianza, mi respeto, y —aunque no se lo diga— un trozo de mi corazón. El cabrón tiene más sangre fría que yo. Y eso me encanta. Es despiadado, veloz, inteligente. No le tiembla el pulso para tomar decisiones que yo preferiría no ensuciarme haciendo. Aprendió, porque así decidimos que sería, lo sometí a un entremaniento rudo. Haciendolo el soldado perfecto. Y a cambio si que vive bien, solo con una regla... Cero drogas, cero alcohol...
Esa noche, después de un día entero de fingir que soy un ejecutivo modelo, me fui a uno de mis departamentos. Un lugar que no figura en papeles. Un búnker de placer. Allí no hay fotos. No hay familia. Solo vino caro, drogas suaves, y putas. Es mi templo del pecado. La capilla donde puedo ser yo.
Mirra estaba allí. No ella en persona, pero sí su rastro. Esa mujer se asegura de que el departamento esté abastecido con comida, condones, y toallas limpias. Como si supiera que esa es mi iglesia.
Y ahí estaba yo. Sentado en el sillón de cuero n***o, con la v***a entre las manos de una rubia despampanante. Su boca se deslizaba con experiencia. Labios carnosos, saliva caliente, lengua que giraba en la punta. Me acariciaba las bolas mientras su garganta se ajustaba a mi tamaño. Gemía mientras lo hacía, como si realmente disfrutara tragarme entero.
Pero mi mente... mi jodida mente no estaba ahí.
Hasta que sonó mi teléfono.
"Contesta o me detengo", dijo la rubia entre jadeos, sin dejar de succionarme como si su vida dependiera de ello.
Vi el nombre en la pantalla: Vladimir.
El ruso de mierda.
Deslicé para contestar sin siquiera mover a la rubia de su posición.
—Dime —gruñí, mientras mi respiración se aceleraba.
—Alessandro... espero no interrumpir nada importante —dijo con ese maldito tono de sarcasmo soviético.
—Define importante —dije, mientras la puta se metía los huevos en la boca. Era una profesional.
—Te llamo para cobrar una vieja deuda... una que tu hermano prometió que pagarías si algo le ocurría.
Me tensé. La mano libre apretó el brazo del sillón. La rubia seguía chupando como si fuera su última comida.
—¿De qué mierda hablas?
—Te follaste a mi hermana, Alessandro.
Silencio. Solo el ruido húmedo de la boca de la rubia.
—No te hagas el ofendido. Sabes bien de qué noche hablo. Por tu culpa, su compromiso se rompió. Su reputación se fue al carajo.
—¿Y qué esperas que haga? —dije, sacando finalmente a la rubia de encima de mí con un empujón seco. Me levanté, desnudo, caminando hacia la ventana, con el teléfono en una mano y el corazón en otra parte.
—Te vas a casar con Elena —dijo Vladimir.
Y en ese instante... el nombre encajó. Elena. La pelirroja. La maldita pelirroja de hace seis meses. La que me desafió. La que me gritó. La que me arañó. La que me hizo correrme infinidad veces en una noche sin abrir las piernas, y después abriendolas con gusto.
—Estás loco si crees que voy a...
—Es una deuda de sangre, Alessandro —interrumpió Vladimir, con una frialdad que me heló los cojones. —Tu hermano me pidió que te la recordara si alguna vez no estaba. Y lo hice.
Colgó.
El silencio volvió.
Y entonces, como un eco en mi cabeza, resonó el nombre.
Elena.
La puta pelirroja.