**SIENNA**
Lo vi alejarse con esos pasos que habían aprendido a conquistar pasillos antes de conquistar mujeres. Gabriel caminaba por el corredor corporativo como si no acabara de dinamitar los cimientos de mi mundo cuidadosamente ordenado. Como si no supiera que yo, la asistente impecable con la agenda sin errores y los informes que nunca llegaban tarde, estaba desmoronándome por dentro con la elegancia silenciosa de un edificio en demolición controlada.
«Respira, solo respira, Sienna».
Pero el aire se había vuelto espeso, cargado de electricidad y memorias peligrosas. Mi cuerpo recordaba demasiado bien: la textura de su piel, el peso de sus manos, la forma en que había susurrado mi nombre como si fuera una oración desesperada.
¿En qué momento perdí la cordura?
No era simplemente que me hubiera acostado con alguien— no había tenido aventuras antes, encuentros casuales que archivaría en mi memoria como experiencias necesarias para mantener el equilibrio. Era que me había entregado completamente a él. Al hombre que ahora sostenía mi estabilidad profesional en sus manos. Al jefe que podía decidir si me quedaba o me iba, si ascendía o desaparecía en el anonimato administrativo.
Y lo había hecho sin máscaras. Sin defensas. Sin calcular consecuencias.
Me apoyé contra mi escritorio, fingiendo revisar contratos que ya había leído tres veces, pero en realidad necesitaba algo sólido que me sostuviera. Las letras se difuminaban mientras mi mente reproducía en bucle de cada detalle de aquella noche, como una película que no podía pausar.
¿Y si para él solo fui un polvo más? ¿Una anécdota que contará en cenas de negocios cuando quiera impresionar a otros ejecutivos?
La idea me atravesó como un cuchillo frío. Porque Gabriel tenía ese tipo de poder—no solo el organizacional, sino el personal. El poder de haberme visto sin filtros, vulnerable, pidiendo más con gemidos que ahora me avergonzaban recordar.
¿Y si estoy haciendo malabares emocionales mientras él ya pasó la página?
Me odié por ser tan ingenua. Me compadecí por ser tan humana. Y luego me juré que recuperaría el control, que volvería a ser la Sienna de siempre: eficiente, distante, intocable. Aunque por dentro, el fuego seguía consumiendo todo a su paso.
Los siguientes días fueron una clase magistral de actuación. Llegaba temprano, me iba tarde, ejecutaba cada tarea con precisión láser. Pero cada vez que Gabriel pasaba por mi escritorio, cada vez que su voz sonaba en las reuniones, cada vez que su presencia llenaba una habitación, algo dentro de mí se fracturaba un poco más.
«Mantente profesional, me repetía como un mantra. Él es tu jefe. Tú eres su empleada. Lo demás no existió».
Pero las grietas en mi armadura se volvían más obvias. Como cuando derramé café en el informe de Davidson porque Gabriel había pasado demasiado cerca de mi escritorio y había captado su aroma—esa mezcla de colonia cara y algo indefinible que me transportaba directamente a sábanas arrugadas y madrugadas sin dormir.
O cuando tartamudeé durante una videoconferencia porque Gabriel se había inclinado sobre mi hombro para revisar algo en mi pantalla, y el calor de su proximidad me había cortocircuitado el cerebro. Por eso debo fingir que soy yo la que tengo el control de todo.
¿Se está dando cuenta?, me preguntaba mientras fingía concentrarme en hojas de cálculo. ¿Nota que me desarmo cada vez que está cerca?
Fue durante la reunión de presupuestos que todo cambió. Gabriel estaba presentando proyecciones trimestrales, desplegando números como si fueran cartas ganadoras. Yo tomaba notas en mi tablet, concentrada en capturar cada detalle, cuando escuché la voz del señor Morrison desde el otro extremo de la mesa.
—Gabriel, tu nueva asistente es impresionante. Sienna, ¿verdad? —los ojos del socio senior se posaron en mí con una sonrisa que no llegaba a ser completamente profesional—. Eficiencia y elegancia. Una combinación rara en estos tiempos.
Sentí cómo la sangre subía a mis mejillas, pero mantuve la expresión neutra.
—Gracias, señor Morrison.
—De hecho —continuó, claramente disfrutando la atención, sin saber qué demonios estaba pasando —. Mi esposa tiene una fundación benéfica. Siempre necesitamos mujeres jóvenes y… presentables para los eventos. ¿Estarías interesada, querida?
El silencio que continuó resultó ser profundo; esa invitación tenía un doble sentido. Cargado de incomodidad. Morrison acababa de reducirme a ornamento decorativo delante de toda la mesa directiva, y yo estaba procesando la humillación cuando escuché la voz de Gabriel, fría como acero templado.
—Sienna no está disponible para eventos externos, Morrison. Su tiempo está completamente dedicado a proyectos estratégicos de alta prioridad.
Todos los ojos se voltearon hacia él. Morrison parpadeó, claramente sorprendido por la firmeza del rechazo. —Oh, por supuesto. No pretendía… solo pensé que…
—Pensaste mal —cortó Gabriel, su tono no admitía debate—. Sienna es una profesional altamente calificada, no una modelo de eventos. Y francamente, Morrison, espero que tu fundación tenga criterios más sustanciales para seleccionar colaboradores.
El resto de la reunión transcurrió en un silencio tenso, pero yo apenas pude concentrarme. Gabriel acababa de defenderme. No como a una empleada, sino como a una persona que merecía respeto.
Después de la reunión, cuando los socios se dispersaron hacia sus oficinas con egos magullados y comentarios murmurados, Gabriel se acercó a mi escritorio. Sus pasos eran diferentes —menos seguros, más cautelosos.
—¿Estás bien?
Dos palabras simples que contenían capas de significado. Levanté la vista de mi computadora. Por primera vez en días, lo miré directamente a los ojos sin tratar de huir.
—No tenías que hacer eso.
—Sí, tenía que hacerlo —respondió, su voz más suave de lo que había sonado durante la reunión—. Morrison es un dinosaurio que cree que las mujeres inteligentes son accesorios opcionales.
—¿Es por eso que lo hiciste? ¿Por principio?
Me estudió por un momento, como si estuviera decidiendo cuánta honestidad podía permitirse. —Lo hice porque nadie tiene derecho a reducirte a algo que no eres. Especialmente no delante de mí.
“Delante de mí”. Las palabras resonaron con posesividad apenas velada.
—Señor, Gabriel…
—Sé que esto es complicado —me interrumpió—. Sé que hemos estado evitando la conversación. Pero después de lo que pasó ahí dentro, creo que necesitamos hablar.
Miré alrededor de la oficina. Aún había gente trabajando, oídos curiosos que podrían capturar fragmentos de conversación y convertirlos en chismes de café. —No aquí.
Asintió, entendiendo inmediatamente.
—¿Tienes planes esta noche?
La pregunta flotó entre nosotros cargada de posibilidades. Podía decir que sí, mantener la distancia, preservar los muros que tanto trabajo me había costado construir.
O podía ser honesta por primera vez en días. —No —respondí—. No tengo planes.
Una sonrisa pequeña, casi imperceptible, curvó sus labios. —Entonces cenemos. Solo para hablar. ¡Como adultos!