**GABRIEL**
Se acercó un paso más. Ahora podía ver las pequeñas motas doradas en sus ojos grises, como chispas dormidas esperando el viento correcto.
—Así que construí muros —continuó—. Durante el día soy la asistente perfecta. Eficiente, asexual, invisible. Sin emociones que incomoden a nadie, sin deseos que confundan las dinámicas de poder—. ¿Y durante la noche? —Una sonrisa peligrosa curvó sus labios—. Durante la noche soy quien realmente soy. Sin disculpas, sin filtros, sin miedo a ser demasiado para alguien.
Con la yema de los dedos, apenas rozó mi corbata, un contacto casi imperceptible. Fue un gesto que pretendía ser casual, sin importancia, pero que tuvo un efecto inmediato en mí. Una corriente inesperada recorrió mi cuerpo, electrizando cada vértebra de mi columna vertebral, desde la base del cuello hasta el coxis.
—La noche que nos conocimos —murmuró—, no sabías quién era. No tenías expectativas sobre cómo debía comportarme. Por primera vez en meses, pude ser… completa.
—¿Por eso fingiste no conocerme?
—No fingí nada —respondió, soltando mi corbata pero sin alejarse—. En esta oficina, tú no me conoces. ¿Conoces a la empleada modelo, a la mujer que toma dictado y organiza calendarios?
—Pero yo quiero conocer a la otra.
—¿Estás seguro? —su voz adquirió un tono desafiante—. Pero la otra Sienna no es conveniente para tu carrera. No es la clase de mujer que se puede presentar en cenas corporativas o llevar a eventos de la empresa.
—¿Quién dice que quiero llevar a alguien a eventos corporativos?
Eso la detuvo. Parpadeó, como si la respuesta no fuera la que esperaba.
—Los hombres como tú siempre quieren…
—¿Hombres como yo? —la interrumpí—. ¿Qué clase de hombre crees que soy?
En la monotonía cotidiana de la oficina, donde cada rostro parecía tallado en piedra de profesionalismo, presencié algo inusual, algo que captó mi atención de inmediato: por primera vez, la vi dudar. Siempre impecable, siempre dueña de cada situación, la vi titubear, una vacilación que rompió la perfecta fachada que solía presentar al mundo.
Su antifaz profesional, esa coraza cuidadosamente construida para ocultar cualquier rastro de incertidumbre, se quebró sutilmente, como un cristal que se resquebraja bajo una presión repentina. En ese instante fugaz, pude vislumbrar algo más allá de la imagen pulida que proyectaba habitualmente: una vulnerabilidad humana, una fragilidad que la hacía más real, más cercana y, paradójicamente, más fuerte.
—No lo sé —admitió—. Esa noche fuiste diferente. Pero aquí, en este contexto…
—Aquí soy el mismo hombre que se quedó despierto toda la noche pensando en ti. El mismo que no ha podido quitarse de la cabeza la forma en que reías entre besos, al que le cabalgaste sin pudor alguno.
Sus mejillas se tiñeron de un rosa sutil, como si el fuego interior comenzara a derretir el hielo exterior. —¿Qué propones entonces? —preguntó, cruzando los brazos de una manera que enfatizaba sus curvas—. ¿Qué mantengamos dos relaciones paralelas? ¿La profesional de día y la personal de noche?
—Sugiero que seamos honestos —me acerqué hasta que pude sentir su respiración—. Que dejemos de fingir que no existe esta tensión entre nosotros. Pues paremos de comportarnos como extraños cuando ambos sabemos exactamente cómo se siente la piel del otro.
La vi tragar saliva, sus defensas tambaleándose. —Es complicado.
—Todo lo que vale la pena es complicado.
Extendí la mano lentamente, moviéndola con suavidad hacia su rostro. La yema de mis dedos rozó su mejilla con una caricia apenas perceptible. Sentí la suavidad de su piel bajo mi tacto ligero. Ella, en respuesta, cerró los ojos de inmediato, disfrutando del contacto. Inclinó ligeramente la cabeza hacia mi mano, buscando profundizar la conexión y prolongar el momento de intimidad.
—Si hago esto —murmuró con los ojos aún cerrados—. Si quito mis defensas, necesito que comprendas algo.
—Dime.
Abrió los ojos y me clavó una mirada tan intensa que sentí como si pudiera ver directamente a través de mi alma. —No soy una aventura de oficina. No soy un secreto culposo que puedas mantener en un compartimento separado de tu vida real. Si quieres conocer a la mujer completa, tienes que estar preparado para todo lo que eso implica.
—¿Y qué implica?
—Implica que a veces seré la profesional controlada que organiza tu agenda, y otras veces seré la mujer que te arrastra al baño de empleados porque no puede esperar hasta salir de la oficina —sus palabras fueron como miel envenenada—. Implica que no voy a fingir que no nos conocemos cuando pases por mi escritorio. Implica que si me besas, no vas a poder volver a mirarme como si fuera solo otra empleada.
Mi corazón latió con fuerza, un ritmo apresurado que resonaba en mi pecho, cuando finalmente la reconocí. En su mirada, en su gesto, en su propia presencia, vi un reflejo de mi ser más profundo. Era mi propia rebeldía, esa llama interna que siempre me había impulsado a desafiar las normas y a cuestionar lo establecido, la que se manifestaba en ella.
Comprendí que compartíamos esa misma aversión a la conformidad, ese rechazo a aceptar lo convencional sin más. Era como si un espejo me devolviera la imagen de mi propia lucha contra la conveniencia social, contra la presión de encajar en moldes preestablecidos.
Y no pude evitar sentir una conexión instantánea, un lazo invisible que nos unía en esa cruzada silenciosa contra lo ordinario. En cada palabra que pronunciaba, en cada ademán que hacía, encontraba ecos de mi propia inconformidad, de mi propio anhelo de romper las cadenas de la rutina y la mediocridad.
—¿Y si yo no quiero que seas menos de lo que eres?
Una sonrisa, que prometía más de lo que revelaba, comenzó a extenderse lentamente por sus labios, transformando su expresión en algo inquietantemente atractivo y a la vez amenazante. Era una sonrisa que sugería un juego peligroso, una danza al borde del precipicio. El silencio se intensificó mientras esa sonrisa tomaba forma, llenando el espacio entre nosotros de una anticipación cargada de electricidad. Su voz, apenas un susurro, rompió el silencio, enviando un escalofrío por mi espina dorsal.
—Entonces —dijo, con un tono de voz tan bajo que casi se perdía en el aire, inclinándose hacia delante hasta que sus labios rozaron suavemente mi oreja, enviando pequeñas descargas de calor a través de mi piel—. Creo que nos llevaremos muy bien.
La promesa, implícita en cada palabra y en cada roce, era tan seductora como perturbadora.
Y en ese momento, con las luces de la ciudad como testigos mudos, entendí que había cruzado una línea de la que no había vuelta atrás. Sienna no era solo una mujer que había conocido en un cine, ni solamente la asistente perfecta de mi oficina. Era un enigma envuelto en seda y acero, y acababa de darme la llave para descifrarlo. El único problema era que ya no estaba seguro de quién iba a cambiar más en el proceso: ella o yo.