**GABRIEL**
La sala de juntas olía a café recalentado y ambiciones marchitas. Los socios intercambiaban palabras como si fueran acciones en bolsa, calculando cada sílaba, midiendo cada pausa. Yo fingía prestar atención a los números en mi laptop, pero mis ojos se desviaban hacia la puerta cada vez que alguien entraba.
Sienna apareció como una tormenta silenciosa. Sus tacones repiquetearon contra el mármol con la precisión de un metrónomo, cada paso una nota musical que cortaba el murmullo corporativo. Llevaba una blusa color marfil que abrazaba discretamente sus curvas, y una falda que terminaba justo donde comenzaba el misterio. Sus piernas eran una declaración: larga, firmes, segura de sí mismas.
Pero era su rostro lo que me desarmaba. Neutro como una máscara de porcelana, profesional hasta el último gesto. Ni una sonrisa. Ni un parpadeo de reconocimiento. ¡Como si yo fuera solo otro mueble en aquella sala!
¿Es la misma mujer?, me pregunté mientras la observaba distribuir informes con la eficiencia de un cirujano. ¿La misma que me susurró al oído que su dignidad se había perdido tres tragos atrás? ¿La que me mordió el labio inferior como si quisiera marcarme para siempre?
No encajaba. La mujer de aquella noche había sido puro fuego líquido, ironía filosa y deseo sin filtros. Esta era hielo templado, acero pulido, profesionalismo encarnado.
Más tarde, en el baño de ejecutivos —ese lugar donde los hombres poderosos van a orinar sus inseguridades—escuché voces familiares flotando desde los lavabos.
—Es una fortaleza andante —murmuró Davidson, el socio junior con complejo de galán—. Intenté invitarla a almorzar tres veces. Ni siquiera me miró.
—Es asexual, hermano —respondió Michel, lavándose las manos como si quisiera borrar el rechazo—. Fría como témpano. Sin emociones. Como si hubieran programado a un robot para hacer su trabajo.
Me quedé inmóvil en el cubículo, conteniendo la respiración. Sus voces rebotaban contra las baldosas como ecos de ignorancia masculina.
—Quizás es lesbiana —especuló Davidson.
—O quizás simplemente nos tiene demasiado identificados —sonrió Michel—. Algunos hombres no saben leer las señales cuando una mujer los considera insignificantes.
Se fueron, dejándome solo con mis pensamientos y el sonido del agua goteando. ¿Fría? ¿Robótica? ¿Ellos?
La mujer que había estado conmigo no conocía el significado de la frialdad. Había sido volcán en erupción, terremoto de carne y hueso, incendio que me consumió durante horas hasta dejarme cenizas. Me había mirado a los ojos mientras se movía encima de mí, y en esa mirada había universos enteros ardiendo.
Durante los siguientes días, me convertí en un detective involuntario. La observé durante las reuniones, busqué pistas en sus gestos, analicé cada interacción como si fuera un código por descifrar.
En las juntas, era la eficiencia personificada. Tomaba notas con letra impecable, respondía preguntas con datos precisos, anticipaba necesidades antes de que alguien las verbalizara. Nunca llegaba tarde, nunca se iba temprano, nunca cometía errores.
Pero había momentos —microsegundos de vulnerabilidad— donde creía ver grietas en su armadura.
Como cuando el director de operaciones la interrumpió groseramente y vi cómo sus nudillos se tensaron sobre el bolígrafo. O cuando escuché a dos secretarias, criticar su vestimenta y noté cómo su mandíbula se endureció casi imperceptiblemente.
Y estaban sus ojos. Grises como tormenta de invierno, pero de vez en cuando —solo de vez en cuando— parecían recordar algo que los encendía por dentro.
El viernes por la noche, mientras todos se iban a celebrar el cierre del trimestre, me quedé terminando unos informes. La oficina estaba casi vacía, solo el murmullo de las computadoras y el lejano rumor de la ciudad.
Fue entonces cuando la vi en su escritorio, aun trabajando bajo la luz artificial que le daba un halo dorado. Llevaba el mismo traje impecable de la mañana, pero algo había cambiado. Su cabello, antes perfectamente recogido, mostraba algunos mechones rebeldes. Se había quitado los zapatos y trabajaba descalza.
Era un detalle pequeño, íntimo. Cómo ver a una diosa quitarse la corona.
Me acerqué despacio, mis pasos amortiguados por la alfombra.
—¿No tienes planes para el viernes? —pregunté.
Levantó la vista. Por un momento —solo un momento—vi un destello de reconocimiento. Pero se desvaneció tan rápido que pudo haber sido mi imaginación.
—Los números no esperan a que sea lunes —respondió, volviendo su atención a la pantalla.
—Los números pueden esperar una noche —insistí—. Incluso los números necesitan descanso.
Entonces hizo algo inesperado. Sonrió. No fue la sonrisa profesional que reservaba para los clientes, ni la sonrisa educada que usaba en las juntas. Fue algo más real, más peligroso.
—¿Tú crees en el descanso? —preguntó, recostándose en su silla—. Porque yo creía que eras de esos hombres que trabajan hasta que se olvidan de quiénes son.
Había algo en su tono. Una familiaridad oculta, como si conociera secretos míos que yo había olvidado contarle.
—A veces uno necesita recordar quién es —respondí, sosteniéndole la mirada—. Especialmente después de noches que cambian perspectivas.
Sus ojos se oscurecieron. Apenas un grado, pero suficiente para confirmar mis sospechas. —Las perspectivas —murmuró, jugueteando con su bolígrafo— son cosas frágiles. Cambian con la luz, con el ángulo, con las circunstancias.
—¿Y las tuyas? ¿Cambian?
Se puso de pie, descalza, vulnerable y poderosa a la vez. Caminó hacia la ventana que daba al horizonte urbano, donde las luces de la ciudad parpadeaban como estrellas caídas.
—Mis perspectivas —dijo sin voltear— son como mi trabajo. Precisas durante el día, caóticas durante la noche.
Era una confesión disfrazada de metáfora. —¿Y qué prefieres? —pregunté, acercándome hasta quedar a centímetros de su espalda—. ¿La precisión o el caos?
Se dio vuelta lentamente. Ya no era la asistente impecable ni la mujer descontrolada de aquella noche. Era algo nuevo, una síntesis peligrosa de ambas.
—¿Sabes lo que es más difícil de ser mujer en este lugar? —preguntó, sin apartar los ojos de los míos—. No es que te subestimen. No es que te sexualicen. Es que te obliguen a elegir una sola versión de ti misma.
Sus palabras flotaron entre nosotros como humo denso.
—¿A qué te refieres?
—Si eres inteligente, no puedes ser sexy. Si eres ambiciosa, no puedes ser vulnerable. Si eres profesional, no puedes ser apasionada —su voz se volvió más íntima—. Como si una mujer completa fuera una amenaza demasiado grande para el mundo corporativo.