**SIENNA**
Me levanté lentamente, con la esperanza de que el aroma cálido y reconfortante del café pudiera devolverme las fuerzas. Caminé hacia la cafetera, con pasos cortos, intentando no llamar demasiado la atención. La máquina estaba un poco vieja, pero para mí, era un santuario en días como estos. Probablemente que el simple acto de preparar una taza podía ser una especie de ritual de supervivencia.
De repente, la puerta se abrió suavemente y Fred, uno de los chicos de logística, asomó su cabeza tímidamente por el marco.
—Sienna —dijo, con voz baja—. El presidente quiere una taza de café.
Mi corazón dio un vuelco. Me congelé en el acto, con la mano, apenas tocando a la cafetera. Solo veinte segundos de silencio, pero, en ese instante, el mundo parecía detenerse. La idea de que el jefe pidiera mi ayuda en algo tan trivial —o tal vez no tanto— ejercía una presión invisible sobre mí.
—¿Yo? —pregunté, con una voz que intentaba sonar más tranquila de lo que me sentía en ese momento.
Él asintió con una expresión que mezclaba respeto y algo de preocupación.
—Sí. Dijo que tú.
No pregunté más. No había margen para dudas o excusas. Solo para actuar. Serví el café con manos rápidas, casi temblorosas, cuidando que ninguna gota se derramara. La precisión en esos momentos era clave, como si mi destreza con la cafetera pudiera salvarme de una reprimenda o, peor aún, de caer en la lista negra de aquel presidente implacable.
Al tomar la taza, cerré los ojos por un momento y respiré profundamente, como si pudiera absorber toda la calma posible en ese pequeño respiro. La sensación de que un simple acto cotidiano tenía el poder de definir mi destino me resultaba tremendamente abrumadora. Pero sabía que no podía decir que no. Aunque dentro mío surgiera un pequeño grito de protesta, sabía que este era un momento de adaptación, de mantener la compostura en medio de la tormenta.
Con paso firme y una sonrisa forzada, salí de la sala de descanso, manteniendo la cabeza en alto. Cada paso que daba era una declaración de que, pese a todo, seguía siendo esa persona confiable y eficiente que todos, incluso el jefe, contaban.
Era solo café. Pero en esta empresa, en este mundo corporativo lleno de alianzas ocultas y miradas que juzgaban en silencio, hasta un simple gesto como entregarle una taza a su presidente, podía decidir tu destino, definir tu lugar en esa intrincada maquinaria.
Entré a su oficina evitando a toda costa su mirada, como si jugar a las escondidas con los ojos fuera un deporte olímpico. Lo último que quería era que recordara lo atrevida que fui en aquel cine, esa noche en la que la pantalla no fue lo más ardiente… sino yo, en toda mi gloria dramática y sin filtros. Que me viera y pensara en ese instante en que, sin querer, borré la línea entre la película y la realidad, en esa propuesta que no fue más que un susurro y un beso que quizá aún me persiguen en sueños.
Lo encontré allí, sumido en un mar de papeles y números, como si hubiera decidido que el mundo podía reducirse a cifras, contratos y un montón de letras que no tenía ganas de entender. Yo, por mi parte, intenté entrar en modo ninja: pasos medidos, movimientos silentes, el arte de dejar una taza de café en su escritorio sin que ni siquiera crujiera el papel de atrás. Casi podía escuchar cómo mi cerebro gritaba. “¡Cuidado, que aquí viene la explosión!”.
Pensé en dar media vuelta y desaparecer, como un ninja de saldo, sin palabras, sin miradas, sin dejar rastro —como si fuera un ninja invasor y no una mujer con sentimientos que no sabe muy bien por qué se acelera en presencia de ese hombre. Pero, claro, eso sería demasiado fácil. La realidad es que algo en mí empezó a temblar, como si tuviera un pequeño terremoto interno y mi humor n***o se encendiera.
¿Y si él me decía algo? ¿Y si, en ese instante de silencio incómodo, soltaba alguna tontería y arruinaba el momento? ¿Y si me miraba y en ese mismo instante recordaba aquella noche, esa propuesta indecente, esa chispa en sus ojos que todavía arde como si fuera ayer? Nada de eso ayudaba a calmar mis nervios, y por eso, con el valor de una heroína de telenovela, me decidí a mantener la postura, como si no me importara nada, aunque por dentro mi corazón latía como si hubiera corrido una maratón en la cuerda.
El problema es que, en mi cabeza, aquella noche no había quedado enterrada, sino más bien enterrada con una lápida de neón y un cartel que decía: “Aquí yace la valentía de la mujer que un día se atrevió a besar y cogerse a un desconocido en el cine”. Y quizás, solo quizás, esa noche todavía se asomaba en el reflejo de sus ojos, listo para hacerme perder la noción del tiempo… o, al menos, de mi dignidad.
—¡Así que tú eres Sienna! La asistente de gerencia —dijo él, con una voz que parecía más una afirmación que una pregunta. Su tono tenía esa precisión fría, casi milimétrica, que dejaba claro que no aspiraba a más que a conocer la verdad, sin rodeos ni concesiones.
Me detuve, con la taza aún caliente entre las manos, sintiendo cómo el calor interno competía con la tensión que se filtraba en el ambiente. No sabía si girarme por completo o fingir que no lo había escuchado. La duda me atravesaba como un filo afilado, pero ya era tarde. Su mirada, penetrante y evaluadora, me atravesaba como una lanza, como si supiera exactamente quién era yo… o quién había sido aquella noche.
—Sí, señor —respondí, con el tono más neutro que pude encontrar. La palabra “señor” salió como un susurro, un intento de poner distancias, de evitar cualquier otra interpretación.
Lo miré. O al menos eso intenté. No estaba segura de si lo que vi fue una sonrisa o solo un reflejo de luz en su rostro. Tal vez fue mi imaginación. Tal vez fue el recuerdo que se empeñaba en revivir, aferrándose en las sombras de mi memoria.
Su expresión, sin embargo, permanecía serena, casi divertida, como si estuviera jugando a un juego secreto en el que solo él conocía las reglas. Esa tranquilidad aparente contrastaba con la corriente de nervios que atravesaba mi cuerpo, haciendo que cada músculo se tensara.
—Interesante —murmuró, tomando la taza con una lentitud calculada, como un actor que domina cada gesto—. Me dijeron que eres eficiente. Precisa. Que no dejas cabos sueltos.
Sus palabras resonaron en mí como un eco silencioso, lleno de doble fondo. ¿Era un cumplido? ¿Una advertencia velada? La ambigüedad en su tono me dejaba una sensación extraña, como si jugara conmigo, con mi percepción.
Tragué saliva, sintiendo cómo el aire parecía comprimirse en torno a mí. ¿Era eso un elogio o una amenaza velada? ¿O simplemente un recordatorio de quién mandaba en ese lugar?
—Intento hacer bien mi trabajo —dije, manteniendo la compostura, aunque por dentro sentía cómo mis manos temblaban ligeramente.
Él asintió, sin apartar los ojos de mí, como si intentara escudriñar cada uno de mis pensamientos, cada miedo escondido.
—Eso espero. En esta empresa, los errores se pagan caro.
Sus palabras no tenían filo, pero el subtexto era un cuchillo en silencio, infundiendo una sensación de peligro que preferiría no haber sentido. Pero el peso de esa advertencia quedó suspendido en el aire, como una amenaza no pronunciada, un pacto tácito de lealtad y cautela.