**GABRIEL**
Me llamó la atención una foto en su perfil, capturada en una reunión reciente. La imagen mostraba su postura erguida, una sonrisa sutil que parecía desafiar a quien la mirara. En sus ojos, se adivinaba una chispa indomable, esa misma que le había permitido abrirse camino en un mundo de hombres, en una industria donde las apariencias y las leyes no escritas dicen que el talento no siempre es suficiente para avanzar. Pero ella lo había logrado, y esa determinación era lo que más me impresionaba.
Pensé en la noche anterior, en el torbellino de emociones que me había dejado. El caos que sintiendo por dentro, como si un terremoto interno derrocara la fachada de control que pretendía mantener. Pero ahora, con ese nombre y esa historia en la pantalla, la realidad adquiría nuevas dimensiones.
Ella no solo trabajaba para mí, sino que ahora también ocupaba un lugar en mi mente y en mi vida profesional. Esto apenas comenzaba, y sabía que mis sentimientos, mis decisiones, el camino que seguiría, estarían marcados por lo que esa mujer representaba. La noche había sido un inicio, pero el amanecer traería retos mayores y, tal vez, verdades que todavía no estaba listo para enfrentar.
Por ahora, solo quedaba observar, entender y prepararme. La historia de Sienna Caldwell acababa de cruzar mis límites y, en ese instante, mi mundo comenzaba a darle vueltas en una dirección inesperada. Una ratona escapando del gato.
La mañana siguiente, el aroma del café recién hecho se mezclaba con la tensión en el aire. Llegué a la oficina con el traje perfectamente planchado, cada pliegue en su lugar, y la mente centrada en lo que venía. El edificio, una estructura que había visto crecer desde chico, parecía diferente ahora, más imponente, carente de esa calidez infantil que solía tener. La sensación de que ahora me pertenecía ese lugar se reafirmaba con cada paso que daba.
Al cruzar la recepción, los empleados se alineaban en silencio, algunos con miradas nerviosas, otros con una chispa de curiosidad en sus ojos. La mayoría no me conocía, pero de alguna forma, todos sabían quién era yo. Saludé con un gesto breve, casi imperceptible, sin detenerme, consciente de mi presencia que parecía llenar cada rincón. Era el silencio previo a la tormenta.
Subí por las escaleras metálicas, el eco de mis pasos resonaba en el silencio. Al llegar al piso ejecutivo, entré en la sala de juntas, donde el equipo directivo ya esperaba, con expresiones que oscilaban entre la formalidad y la expectación. La mesa de reuniones estaba preparada, lista para la estrategia que definiría el rumbo de la compañía.
Y ahí estaba ella.
Sienna Caldwell.
Vestida con una blusa blanca de seda, en perfectas condiciones, y una falda lápiz que acentuaba su elegancia profesional. Su rostro, sereno en apariencia, no mostraba emoción alguna, pero sus ojos, esos ojos intensos, se clavaron en mí con una mezcla de sorpresa, confusión y quizás un toque de resistencia. La tensión entre nosotros era palpable, como un duelo silente nacido del pasado y el presente.
No dije nada. No le dirigí la mirada más allá de un par de segundos. Mi presencia era un muro, una declaración de que era un nuevo comienzo. La decisión de mantener la distancia no era por indiferencia, sino por estrategia.
—Buenos días —dije con una voz firme y segura—. Soy Gabriel Sinclair, el nuevo presidente. Espero que todos estén listos para trabajar y cumplir los objetivos que nos hemos propuesto.
Ella se tensó ligeramente, una chispa rápida en su expresión, pero rápidamente recuperó la compostura. Lo noté, y esa pequeña señal me confirmó que quizás algo de ese pasado aún la afectaba, pero no iba a dejar que lo mostrara.
A lo largo de la reunión, la traté con la misma cortesía profesional que a cualquier otro m*****o del equipo. Le pedí informes, le hice preguntas técnicas, y cuando respondió con precisión, asentí con una satisfacción contenida. No hubo sonrisas, ni gestos de complicidad; ninguna muestra de reconocimiento ni remordimiento. Solo la fría realidad de un nuevo liderazgo.
Ella no sabía si la recordaba. Yo tampoco pensé decírselo. Por ahora, era solo una más en la lista. La historia podía esperar. La finalidad era sencilla: poner las cosas en su lugar y demostrar que, aunque el pasado todavía podía acechar en las sombras, yo tenía el control.
Y esa misma tarde de noche, mientras la oficina se vaciaba lentamente, una sonrisa cínica cruzó mi rostro. La diversión, esa que nacía en lo más profundo del caos y la incertidumbre, empezaba a generarse.
**SIENNA**
No podía creerlo.
El hombre que me había quitado las ganas de tener sexo, de sentirme mujer, de vivir una noche loca… estaba ahí. De pie frente a todos. Presentándose como el nuevo presidente, con esa sonrisa que parecía decir: “Estoy aquí para salvar el día, o para arruinarlo, no sé aún”.
Sentí que la sangre se me vaciaba del rostro, y casi pensé en pedirle a la audiencia que no me miraran, para que no se dieran cuenta de que estaba a punto de desmayarme. Me puse pálida, como un fantasma en una película de terror. Rogué a Dios, con cada célula de mi cuerpo, que no me reconociera. Que no recordara esa noche.
Y, al parecer, Dios me escuchó.
No hay rastro de complicidad entre nosotros, ni el más mínimo nerviosismo en mi comportamiento. Todo lo contrario, lo que predomina es un marcado profesionalismo, una actitud fría y distante que parece comunicar inequívocamente. “No me consideren ni un amigo cercano, ni mucho menos un enemigo declarado, soy simplemente una empleada que cumple con sus funciones asignadas”.
Esa distancia calculada, esa frialdad palpable, refuerza la idea de que la relación es estrictamente laboral, desprovista de cualquier lazo personal o emocional. Mi actitud, en resumen, es la de alguien que se limita a ejecutar su trabajo, sin involucrarse más allá de lo estrictamente necesario.
Respiré hondo y me puse las pilas, porque si él no me reconocía, yo tampoco lo haría. Y así, me convertí en la empleada perfecta. Precisa, eficiente, atenta. Como una máquina, pero con gracia… o al menos eso esperaba.
Le proporcioné los informes antes de que los solicitara, respondí sus interrogantes con tanta claridad que hasta el sistema de posicionamiento global de mi vehículo en modo de navegación consideró que era sumamente persuasivo. Me aseguré de que todo estuviera en orden, para evitar que descubriera mi pequeña debilidad: el miedo a hablar en público sin tartamudear, o que mi voz temblara como una hoja en su primer otoño.
Tal vez, si seguía así, me daría un ascenso, o, al menos, un paquete de galletas para calmar los nervios.
Pero algo en mí sabía que esto… apenas comenzaba. Como en esas series de televisión en las que un personaje dice: “¡Por fin, la calma!”, justo antes de que explote la bomba en la oficina. Solo que, en mi caso, la bomba era ese silencio incómodo que se sentía cuando alguien importante entra a la habitación y tú quieres desaparecer.
Y, sinceramente, no me importaría desaparecer por unos días, quizás esconderme en una isla desierta con wifi limitado y sin reuniones matutinas. Ah, la vida sería perfecta… o, al menos, más tranquila.
La sala de descanso era mi único respiro en medio del caos diario. Me dejé caer en una de las sillas, sintiendo cómo la tensión se escapaba de mis hombros, mientras mis pies adoloridos clamaban por un descanso. Necesitaba café, más que nunca. Algo que no solo me diera energía, sino también una chispa de seguridad en medio de tanta incertidumbre. Era el combustible secreto para mantener la fachada de la empleada perfecta, esa máscara que, a veces, se me hacía pesada de llevar. ¡Tierra trágame!