—No seas ridícula —le dijo, obligándose a sonreír y
manteniendo un tono de voz tranquilo.
—Sabía que eres implacable, pero no un cobarde. Me podrías
haber contado tus planes. Quizá habría podido ayudarte yo y no esa
mosquita muerta con la que te...
Blake levantó la mano con la que sostenía una copa para
cortarla.
—Ten un poco de respeto, Vanessa. Samantha es mi esposa.
—¿Hasta cuándo, Blake? —le susurró ella, acercándose a él.
Blake entornó los ojos, pero sin dejar de sonreír.
—El verde no te sienta bien, querida.
La sonrisa desapareció de los labios de Vanessa.
—¿Celosa yo? ¿De ella? —El sarcasmo que destilaba su risa
atrajo las miradas de algunos de los presentes—. Te has atado a una
mujer criada por una pandilla de ladrones. Confiarle tu apellido será
para ti el principio del fin.
—Gracias por preocuparte por mí.
Cuanto más calmado estaba él, más nerviosa se ponía Vanessa.
¿Cómo había podido no ver aquella parte de ella cuando estaban
juntos?
—Las mujeres como ella no son felices hasta que se apropian de
tu alma. Desearás habérmelo pedido a mí. —La víbora dijo lo que
tenía que decir y se apartó.
Blake se inclinó hacia ella para que nadie más pudiera escuchar
lo que le decía.
—Lo único de lo que me arrepiento, Vanessa, es de no haberla
conocido a ella antes que a ti. —Era una respuesta muy ruin por su
parte, pero estaba harto de que Vanessa utilizara su veneno contra
Samantha.
En lugar de vaciarle un vaso en la cara, Vanessa hizo algo
inesperado: le miró fijamente y sonrió con malicia, como si tuviera el
mundo en sus manos.
—Vaya, así que te preocupas por ella. Mejor. Espero que
disfrutes sufriendo, Blake.
Y se marchó.
Blake alargó la visita a Nueva York hasta el miércoles, lo cual ya
habría sido suficientemente malo aunque Samantha se encontrara
mejor. Decidió aprovechar el tiempo y concertó una visita con su
médica y amiga, desde hacía muchos años, para que le recomendara
un sistema anticonceptivo.
Tumbada sobre la camilla y cubierta únicamente con una fina
bata de hospital, Samantha cruzó los brazos sobre el pecho para
protegerse del frío de la consulta. El estrés del matrimonio y los
problemas de su hermana no la dejaban dormir por las noches, y
empezaban a hacer mella en su apetito.
Alguien llamó a la puerta y tras ella apareció la doctora Luna.
Rondaba los cuarenta y cinco y había sido su médica de cabecera
desde la adolescencia. Le había recetado hasta el último de los medicamentos que Samantha había tomado en su vida y le había
sujetado la mano cuando su madre murió.
—Pero si estás ahí. Nos preguntábamos cuándo te íbamos a ver
por aquí.
—Hola, Debbie.
Hacía mucho tiempo que se habían olvidado de las
formalidades. Así acudir a la consulta era todavía más fácil.
Debbie la saludó con un abrazo antes de sentarse en un
taburete.
—Me alegro de verte.
—Mi vida se ha complicado un poco últimamente.
—Lo sé. No se ve todos los días la cara de una paciente en la
portada de una revista. No puedo creer que te hayas casado. Ni
siquiera sabía que estabas saliendo con alguien.
—En cuanto supimos lo que queríamos, Blake y yo decidimos no
esperar ni un segundo. —No era del todo mentira, pero tampoco se
ajustaba a la realidad. La frase nunca le había dado problemas, al
menos de momento—. Uno de los motivos de mi visita es que me
recetes las pastillas anticonceptivas de las que estuvimos hablando.
Debbie sonrió.
—Por supuesto. En cuanto empieces a tomarlas, te preguntarás
por qué no lo hiciste antes.
Estuvieron hablando un rato de los pros y los contras de la
píldora antes de que Debbie le preguntara qué más le preocupaba.
—No estoy muy segura. Últimamente no tengo la energía de
siempre. Al principio pensé que solo era pereza, una especie de
prolongación de la luna de miel, pero ahora me he dado cuenta de que
no tengo hambre en casi todo el día, y estoy más cansada de lo
normal.
Debbie lo anotó en su expediente.
—¿Fiebre?
—No.
—¿Tos?
—Tampoco.
—¿Náuseas, vómitos? ¿Cambios en tu rutina intestinal?
—Tengo el estómago un poco revuelto, pero creo que es porque
pasan muchas horas entre comida y comida.
—Mmm. —Debbie se puso en pie y se quitó el estetoscopio de
alrededor del cuello—. Túmbate —le ordenó después de auscultarle el
pecho.
Samantha se relajó sobre la camilla mientras Debbie le apretaba
el estómago.
—¿Te duele?
—No.
—¿Tu última regla?
Samantha miró al techo.
—Me tiene que venir un día de estos.
—¿Cuándo la tuviste por última vez?
—No me acuerdo. Siempre he sido muy irregular. —Empezó a
sentir una sensación extraña en el estómago.
Debbie inclinó la cabeza a un lado.
—¿Qué habéis utilizado Blake y tú como método de
anticoncepción?
—No estoy embarazada.
—No he dicho que lo estés.
Samantha se incorporó, incapaz de permanecer estirada ni un
segundo más.
—Preservativos. Y no nos hemos olvidado nunca. Hemos
acabado con todas las cajas que Blake guardaba en su casa —le
explicó, sin poder reprimir una risita nerviosa.
—Los preservativos tienen una tasa de error del dos por ciento.
—Debbie, no estoy embarazada.
La doctora le dio unas palmaditas en el brazo antes de volverse
para coger un vaso de muestras.
—Ya sabes dónde está el lavabo. Eliminemos el embarazo de la
ecuación para poder empezar a buscar otras posibles causas.
Samantha se bajó de la camilla de un salto, haciendo caso
omiso al leve temblor de sus manos.
—Vale.
Los siguientes diez minutos fueron los más largos de su vida.
Sam consultó en el calendario del móvil los días previos a su primera
reunión con Blake en busca de algo con lo que demostrarle a Debbie
que estaba equivocada.
Pero cuando finalmente se abrió la puerta de la consulta y entró
Debbie, se le cayó el corazón al suelo.
—Felicidades.
Sam se levantó de un salto, negando con la cabeza.
—No.
—Podemos hacerte un análisis de sangre si quieres, pero estas
cosas son muy precisas. Estás embarazada, no enferma.
De repente todo se detuvo a su alrededor. Podía oír el sonido del
reloj que colgaba de la pared marcando los segundos. Las paredes de
la consulta se le vinieron encima. Intentó respirar hondo, pero su
pecho no hacía más que subir y bajar rápidamente mientras los ojos
se le llenaban de lágrimas.
—Pero si tuvimos cuidado.
Debbie le dio unas palmaditas en la mano y le sugirió que se
sentara.
—Es evidente que es una sorpresa. Tal vez queríais esperar
antes de formar una familia, pero las cosas han sucedido de otra
manera.
¿Qué podía hacer? Blake confiaba en ella. ¿Cómo había
pasado? Habían sido muy cuidadosos.
—Siéntate. —Debbie la ayudó a sentarse en la camilla—.
Respira hondo. Todo va a salir bien.
—No lo entiendes.
Debbie no podía entenderlo. Para ella, Samantha era una mujer
felizmente casada. Cualquiera en su lugar habría llorado de emoción
al saber que iba a ser madre.
—Entonces ayúdame a entenderte. ¿De qué tienes miedo?
«De que la dulce sonrisa de Blake se transforme en odio cuando
sepa que estoy embarazada.» Toda la confianza y el respeto mutuo
pasarían a mejor vida en cuanto le comunicara la noticia.
—No es lo que queríamos —susurró Samantha, absorta en sus
pensamientos.
—No sois los primeros recién casados que se quedan
embarazados. Estoy segura de que tu marido te quiere. Lo entenderá.
Pero Blake no la quería.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—¿Samantha?
Levantó la vista del suelo y miró a su vieja amiga, que estaba
visiblemente preocupada.
—¿Algo va mal? No lloraste cuando tu madre murió ni cuando tu
hermana acabó en urgencias. —Debbie se había sentado junto a ella y
la cogía de la mano.
Sam sacudió la cabeza y, mordiéndose el labio inferior, se obligó
a dejar de llorar.
—Las mujeres son criaturas emocionales. Especialmente las
embarazadas. —«Dios, estoy embarazada.»
—¿Estás segura de que eso es todo lo que pasa?
Sam no podía contarle la verdad a Debbie, de modo que asintió.
—Estoy en estado de shock. Necesito tiempo para
acostumbrarme.
—Tú siempre te has acostumbrado a todo, sea lo que sea.
—Lo sé.
—Está bien. Hablemos de unas cuantas cosas que deberías
saber. Te voy a derivar al doctor Markizian... —Debbie esbozó los
primeros meses del embarazo mientras Samantha le prestaba
atención a medias.
Cuando por fin salió de la consulta con una receta de vitaminas
prenatales en la mano en lugar de una de anticonceptivos, Samantha
se dio cuenta de que jamás se había sentido tan sola en toda su vida.
Se detuvo junto a su coche y sacó las llaves del bolso. Tenía la
cara bañada en lágrimas y ni la menor idea de cómo detenerlas.
Jeff Melina, el abogado particular de Blake, estaba sentado
frente a él agitando un papel en el aire.
—Tu padre era un gilipollas.
—Dime algo que no sepa.
—En toda mi vida había visto un testamento tan protegido como
este. Lo normal sería que hubiera algún resquicio legal al que
aferrarse para no tener que hacer lo que se exige en el texto.
No eran las palabras que Blake querría haber escuchado.
—Tiene que haber algo.
Jeff tiró los papeles encima de la mesa.
—He buscado por todas partes. Es como si tu padre supiera que
tus intenciones serían casarte el tiempo justo para recibir la herencia y
luego divorciarte.
Desde el primer momento había tenido claro que necesitaba
poder confiar en su abogado.
—Todos mis planes echados por tierra.
—Si pudieras encontrar un médico sin escrúpulos dispuesto a
falsificar el historial clínico de Samantha y hacer constar que no puede
tener hijos... Vaya, perdona, olvida lo que acabo de decir.
Blake negó con la cabeza.
—Samantha tiene una cita esta semana con su doctora en Los
Ángeles para que le recete la píldora.
Jeff golpeó la mesa con la punta de los dedos.
—Así que te estás acostando con ella. Sabía que no podrías
contenerte.
—Fue más fácil ceder que fingir que no estábamos interesados.
Blake esperaba ansioso a que llegara la hora de regresar a Los
Ángeles aquella misma noche. Quería llegar a casa y dormir con ella.
La había echado de menos. Habían hablado por teléfono por la
mañana y algo no iba bien. Parecía preocupada. Le había preguntado
qué pasaba, pero ella le había repetido hasta la saciedad que todo iba
bien.
—Bueno, hay una opción que quizá no hayas considerado.
Blake se tenía por un hombre muy concienzudo.
—¿Cuál?
Jeff le miró a los ojos.
—Dejarla embarazada.
—¿Qué parte de «tomarse la píldora» no has entendido?
—Se necesitan dos métodos anticonceptivos durante el primer
mes.
Blake se levantó y empezó a pasear por el despacho.
—Por Dios, Jeff, me tomas el pelo, ¿verdad?
—Las mujeres llevan siglos engañando a los hombres para
quedarse embarazadas. ¿Acaso no son ellas las que quieren la
igualdad?
Blake le hizo callar con un gesto de la mano.
—Basta. Sé que crees que soy un cerdo, pero todavía no estoy
dispuesto a llegar tan lejos. —Era evidente que su abogado sí, lo cual
era un punto a favor delante de un juez, pero no en la situación en la
que se encontraba.
—Mi trabajo es encontrar una vía legal para conseguir lo que mi
cliente quiere. Solo era una sugerencia. Podrías intentar
preguntárselo.
—¿Preguntarle si quiere quedarse embarazada?
—¿Por qué no? Es obvio que la primera vez sí tenía un precio.
A Blake empezaba a dolerle la mandíbula de tanto apretar los
dientes. Jeff estaba rozando una línea muy fina, aunque tenía parte de
razón.
—No es puta, Jeff.
—Le vas a pagar diez millones de dólares a cambio de que sea
tu mujer durante un año, y además te estás acostando con ella.
Un segundo más tarde, Blake se había lanzado sobre la mesa y,
sujetándose al borde, mantenía la cara a escasos centímetros de la de
Jeff.
—No sigas por ahí.
—Eh, tranquilo, tío. No me había dado cuenta de que te importa
tanto. Lo siento —se disculpó Jeff, con la cara blanca como la cera.
Blake se apartó de él preguntándose si tendría que buscarse
otro abogado. Algo en la manera de hablar sobre Samantha, como si
fuera parte del mobiliario, le había hecho perder el control.
—Creo que hemos terminado. —Necesitaba salir de la oficina
antes de empezar a repartir puñetazos a diestro y siniestro.
Jeff se levantó de la silla y se alisó la corbata con la mano.
—Si se preocupa por ti la mitad de lo que tú te preocupas por
ella, quizá esté dispuesta a tener un hijo tuyo. Las mujeres son
emocionales con esas cosas.
¿Dónde había oído eso antes?
«Tal vez.»
Blake había decidido que hablaría con Samantha aquella misma
noche. Ya no podía ocultarle más la mierda de testamento que su
padre había dejado tras de sí al morir. «Honestidad» era su palabra en
clave. La confianza absoluta que Samantha había depositado en él le
convertiría en mejor hombre. Le asustaba saber que Jeff le creía
capaz de obligarla a quedarse embarazada o de usarla hasta esos
extremos. ¿Tan repugnante era la reputación que se había forjado?
Puede que sí. No había mucha gente que tuviera una buena opinión
de él salvo tal vez Samantha.
De repente, que ella conservara su confianza en él era primordial
para Blake.
Eran las seis pasadas cuando entró en su residencia de Malibú.
Los ruidos de Mary en la cocina le llevaron primero allí.
—Espero que hayas preparado suficiente para dos —le dijo,
llamando la atención de la cocinera.
—Vaya, ya está en casa. Gracias a Dios. Creía que no me
quedaría más remedio que llamarle.
—¿Llamarme? ¿Por qué? ¿Va todo bien?
Blake miró a su alrededor esperando que Samantha entrara en
la cocina en cualquier momento. No estaba tan acostumbrada como él
a los servicios de Mary y a menudo se quedaba con ella por si
necesitaba ayuda.
—Es Samantha. Apenas ha salido del dormitorio en todo el día.
Todas las alarmas saltaron en la cabeza de Blake.
—¿Está enferma? —preguntó, dirigiéndose hacia las escaleras.
Mary le siguió con un trapo en la mano.
—No lo sé. Dice que está bien, pero no ha comido nada y la he
oído llorar.
Blake subió los escalones de dos en dos y corrió hacia el
dormitorio. En cuanto abrió la puerta, oyó a Samantha en el baño y
sus sollozos se le clavaron en el pecho como puñales. Luego ella soltó
una palabrota, y Blake pensó que sería mejor no tener público.
—Yo me ocupo —le dijo a Mary.
Cerró la puerta tras de sí y, al entrar en el baño, se encontró a
Samantha sentada con la espalda apoyada en la bañera y la cabeza
escondida entre las rodillas.
—¿Samantha? —la llamó mientras se acercaba.
Cuando ella abrió los ojos bañados en lágrimas para mirarlo,
Blake sintió que algo se le partía en dos en su interior. ¿Qué podía ser
tan terrible? A pesar de las veces que habían hablado de que las
mujeres eran seres emocionales, por primera vez se daba cuenta de
que su esposa también lo era. Samantha le miró y, con un leve
temblor en el labio, empezó a llorar de nuevo.
—Cariño, ¿qué te pasa? —Intentó abrazarla pero ella no quiso
que la tocara.
—No han fu-funcionado —respondió.
—¿Qué es lo que no ha funcionado? —Se arrodilló frente a ella y
puso las manos sobre sus hombros para que no pudiera darse la
vuelta.
Samantha cogió una caja que tenía al lado y la agitó delante de
sus ojos.
—Esto.
Blake necesitó unos segundos para reconocer lo que tenía en la
mano. El suelo del lavabo estaba lleno de condones sin usar, como si
Samantha se hubiera peleado con el látex. Sobre el mármol del lavabo
había varias cajas y también dentro de la bañera.
—No entiendo qué quieres decirme.
Samantha cogió otra caja y la lanzó al otro lado del lavabo, hacia
la papelera.
—¡Han fallado! —exclamó. Cogió otro paquete, lo tiró y falló el
tiro.
«¿Que han fallado? ¿De qué está hablando?»
Samantha escondió de nuevo la cara entre las rodillas.
—Estoy embarazada.
«Oh, Dios.» Hasta el último nervio de su cuerpo se tensó. Blake
se preparó para lo que se le venía encima, aunque no tenía ni idea de
qué era. El pavor no apareció por ninguna parte. ¿Consternación? No,
eso tampoco. ¿Impresión? Sí, no podía negar que estaba
impresionado. Lo último que esperaba tras reunirse con su abogado
para discutir sobre la necesidad de engendrar un heredero era que su
esposa, que lo era de forma temporal, le dijera que iba a ser padre. Le
costaría un tiempo considerable acostumbrarse a la idea de que la
mujer temblorosa que estaba sentada en el suelo de su lavabo
guardaba en su interior un hijo suyo.
Madre mía, no era de extrañar que Samantha estuviera tan
alterada.
Blake la rodeó con sus brazos y ella se acurrucó en su regazo.
—No pasa nada —le susurró al oído.
Los sollozos eran tan desesperados, tan desgarradores, que
pronto se sintió culpable como solo el responsable de todo aquello
podía hacerlo.
—Todo irá bien.
Y estaba convencido de ello.
De algún modo.
Como fuera.
—Chist.
—Yo no que-quería que pasara e-esto —explicó Samantha,
sollozando entre palabra y palabra.
—Lo sé. —Lo sabía. Sin dudarlo un solo instante, sabía que
Samantha jamás habría planeado algo así.
¿Vanessa? ¡Por supuesto! Y sin más motivaciones que llegar a
ser duquesa.
¿Jacqueline? Seguramente no. Claro que tampoco parecía tener
instinto maternal.
¿Samantha? Ni soñarlo. Su mujer era demasiado auténtica para
andarse con jueguecitos y demasiado auténtica para un engaño de
ese calibre. Al menos con él no. Por algo su palabra clave era
sinceridad.
Blake se puso en cuclillas y la tomó en brazos para alejarla de su
particular guerra con los preservativos. Dios, ¿y por qué tenía tantas
cajas de esos malditos chismes? Ah, sí, Vanessa le había asegurado
que era alérgica a cualquier marca que no fuera la que en ese
momento cubría el suelo del lavabo.
Salió del baño y se subió a la suave superficie de la cama sin
soltarla. Los sollozos de Samantha se habían convertido en leves
gimoteos, y no tardó mucho en relajarse apoyada en su pecho y
sucumbir al sueño que tanto necesitaba. Blake no la soltó en ningún
momento, le acarició el pelo, le repitió una y otra vez que estaba a su
lado y que todo saldría bien.
Que él se ocuparía de todo.
Durante la noche, Samantha se despertó varias veces, siempre
con el peso del brazo de Blake alrededor de la cintura o los dedos
acariciándole la piel. A la mañana siguiente, las escasas horas de
sueño dieron como fruto unos ojos hinchados y el peor dolor de
cabeza que había sufrido en años. Las cosas no le podían ir peor: a su estado matutino después de una noche horrible casi sin dormir, había
que sumar la ya típica falta de apetito y una vergüenza increíble al
recordar que Blake la había sorprendido llorando en medio del lavabo
rodeada de cajas y cajas de condones inservibles.
Entonces recordó que estaba embarazada.
Pues sí, podían ir peor.
Una vejiga a punto de estallar la obligó a librarse del brazo de
Blake y abandonar la calidez de la cama. Él no se inmutó y ella corrió
al lavabo de puntillas.
Blake había recogido el desastre, aunque Samantha no
recordaba cuándo. Las cajas habían desaparecido o estaban
guardadas. Dios, murmuró, no quería ver ni un preservativo más en lo
que le quedaba de vida.
Al mirarse en el espejo, vio que le habían salido ojeras y que
tenía la cara manchada de maquillaje. Llevaba el pelo enmarañado y
ni siquiera había pensado en ponerse un pijama antes de desplomarse
en la cama.
Qué desastre.
Apartó la mirada del espejo y se metió en la bañera para darse
una ducha de agua caliente. Enseguida se le llenó la cabeza de
teorías sobre lo que podría pasar entre Blake y ella a partir de
entonces, teorías que se obligó a ignorar.
Basta de suposiciones. Tomaría cada curva de su relación con él
y se esforzaría para mantener las emociones siempre bajo control.
Aquel embarazo no lo había deseado ninguno de los dos, pero ya no
había marcha atrás. Sam sabía que no podía dar al niño en adopción
o, peor aún, interrumpir el embarazo. Era una mujer adulta y
responsable, no una quinceañera sin más opciones.
Cuando salió de la ducha, el dolor de cabeza había perdido
intensidad. Un poco de crema en la cara, unas gotas de gel bajo los
ojos y casi se sentía humana de nuevo. Salió del baño envuelta en un
suave albornoz y volvió a la habitación, esperando que Blake siguiera
dormido.
Y no lo estaba.
Todavía vestido con la ropa arrugada del día anterior, se
encontraba frente a una pequeña bandeja que había subido de la
cocina. Samantha vio café, leche, zumo y un par de platos vacíos. Al
lado, una fuente con galletas saladas, tostadas y huevos duros.
—¿Qué es esto?
Blake la cogió del codo y le ofreció una silla. Se sentó frente a ella con una sonrisa serena en los labios.
—Las mujeres embarazadas en el primer trimestre suelen
empezar el día con comida blanda para asentar el estómago. —Lo dijo
como si lo leyera de un libro, aunque Samantha ya lo sabía. Lo había
aprendido por experiencia propia.
—¿Y tú de dónde has sacado eso?
—Ayer por la noche, mientras dormías, utilicé el teléfono para
algo más que consultar los resultados de la bolsa. He traído café,
descafeinado, pero en los artículos que leí ponía que seguramente no
querrías tomártelo. —Empujó el único vaso de leche que había en la
bandeja hacia ella—. Pero la leche es fundamental para ti y para el
niño.
Al escuchar la palabra «niño», Samantha sintió que se le
llenaban los ojos de lágrimas. Hasta entonces, solo había pensado en
lo que le estaba sucediendo como un embarazo, algo que lo cambiaba
todo.
—Qué tierno.
—Ese soy yo, el señor Tierno.
—Blake... —empezó a decir Samantha.
—Espera. —La cogió de la mano y se agachó junto a ella—.
Tenemos mucho de que hablar, pero tendrá que esperar de momento.
Tú tienes que comer y a mí me vendría bien darme una ducha —le
dijo, acariciándole el interior de la muñeca con el pulgar.
—Pero...
Blake le cubrió los labios con un dedo.
—Chist...
Samantha asintió y aplazó la conversación hasta otro momento.
Blake sonrió y se levantó, pero antes de entrar en el lavabo, la
besó suavemente en los labios.
Quizá tenía razón y todo saldría bien.
Una hora más tarde, estaban los dos en la terraza de la parte
trasera de la casa, sentados en sendas hamacas y admirando el mar.
Blake llevaba unos pantalones cortos y una sencilla camiseta de
algodón que le marcaba los músculos del pecho. La niebla matutina
estaba lejos de la costa y permitía que el sol brillara y que las
temperaturas alcanzaran los veinte grados.
Samantha tenía que reconocer que la idea del desayuno le había
sentado de fábula menos por el café, que había sustituido por una taza
de té de hierbas de la que seguía bebiendo.
Desde que habían salido del dormitorio, ninguno de los dos había dicho ni una sola palabra sobre el bebé, pero en aquel momento
el silencio se extendía entre ellos con la enormidad del océano.
—¿Entonces? —escuchó que le preguntaba Blake.
—¿Entonces qué?
En los labios de Samantha se dibujó una sonrisa nerviosa,
mientras se retorcía las manos sobre el regazo.
—Yo no quería que pasara esto.
Tenía que asegurarse de que Blake lo sabía. La razón por la que
había acudido a ella en busca de una esposa de quita y pon era
precisamente eliminar la posibilidad de que la mujer en cuestión
alterara su vida de forma permanente. Y eso era justo lo que
Samantha había hecho: aunque pusieran fin a su matrimonio al cabo
de un año, el niño seguiría existiendo.
Para siempre.
—Eso ya lo has dicho.
—Necesito que me creas.
—Mírame, Samantha.
Ella dudó un segundo antes de buscarle con la mirada. En sus
ojos encontró ternura y en sus labios una sonrisa sincera, la misma
que le había regalado al salir de la ducha.
—No he pensado ni por un minuto que hubieras planeado,
buscado o esperado quedarte embarazada de mí.
Samantha no pudo reprimir un suspiro de alivio. Estiró los dedos
de las manos sobre los muslos e intentó liberarse de parte de la
tensión.
—Bien. Eso está bien.
—¿Hacía mucho que sospechabas que estabas embarazada?
—preguntó Blake, mirando de nuevo hacia el horizonte.
Samantha negó con la cabeza.
—No, no tenía ni idea. —Le contó la visita al médico y cómo se
había enterado de que estaba embarazada.
—¿Y la doctora te ha dicho que los preservativos fallan el dos
por ciento de las veces?
—Sí. Supuse que la estadística era para adolescentes
encantados de haberse conocido, no para adultos inteligentes.
Lo meditaron en privado durante unos minutos, y esta vez el
silencio fue un consuelo y no una piedra en el camino. Cuando
Samantha miró a Blake, su rostro se había contraído en una mueca de
dolor.
—¿En qué estás pensando?
Él sacudió la cabeza.
—Intento encontrar la manera de preguntarte algo.
—Tú pregunta.
—Pero ¿y si me das una respuesta que yo no quiero escuchar?
Vaya, tanta sinceridad resultaba reconfortante. Por un momento,
le pareció que Blake era un hombre vulnerable al dolor como cualquier
otro, lo cual, lejos de convertirle en peor persona, hacía de él alguien
aún más digno de recibir su amor.
Tragó saliva al pensar que la idea del amor le rondaba por la
cabeza. ¿De dónde había salido? Maldita fuera, todo aquello del
embarazo empezaba a alterarle las emociones y a hacerle perder la
cabeza.
—Si quieres una respuesta, tendrás que arriesgarte a preguntar.
Te aseguro que puedes contar con mi sinceridad.
Los ojos grises de Blake se clavaron en los de ella.
—¿Quieres quedarte al bebé?
Samantha sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Quieres que renuncie a él? ¿Que aborte?
Se le revolvieron las tripas. No podía leer la expresión en la cara
de Blake y no sabía en qué estaba pensando. ¿Se lo había
preguntado para saber su opinión o quería eliminar el embarazo de la
ecuación y seguir como hasta entonces?
—Responderé a tus preguntas cuando tú hayas respondido a las
mías.
Parecía justo.
—En ningún momento he considerado otra posibilidad que no
sea tener al niño.
Los hombros de Blake se hundieron. ¿Eso significaba alivio o
resolución?
—¿Blake?
—Me alegro de oírlo —respondió Blake con una sonrisa.
—¿De verdad?
—De verdad. Sé que todo esto está pasando muy deprisa y no
como habíamos planeado, pero...
—¿Pero?
Blake se levantó de la hamaca y empezó a andar por la terraza.
—Así es como yo veo las cosas. No somos niños. Hace diez
años mis pensamientos habrían sido distintos y los tuyos también, o
eso me parece a mí. —Esperó a que Samantha asintiera antes de
continuar—. Cuando dos personas que ya no son niños se quedan Él sacudió la cabeza.
—Intento encontrar la manera de preguntarte algo.
—Tú pregunta.
—Pero ¿y si me das una respuesta que yo no quiero escuchar?
Vaya, tanta sinceridad resultaba reconfortante. Por un momento,
le pareció que Blake era un hombre vulnerable al dolor como cualquier
otro, lo cual, lejos de convertirle en peor persona, hacía de él alguien
aún más digno de recibir su amor.
Tragó saliva al pensar que la idea del amor le rondaba por la
cabeza. ¿De dónde había salido? Maldita fuera, todo aquello del
embarazo empezaba a alterarle las emociones y a hacerle perder la
cabeza.
—Si quieres una respuesta, tendrás que arriesgarte a preguntar.
Te aseguro que puedes contar con mi sinceridad.
Los ojos grises de Blake se clavaron en los de ella.
—¿Quieres quedarte al bebé?
Samantha sintió que el corazón le daba un vuelco.