Capítulo 1
—Necesito una esposa, Carter, y la necesito para ayer.
Sentado en la parte de atrás de su coche, de camino ni más ni
menos que a un Starbucks, Blake Harrison miró el reloj por décima vez
en menos de una hora.
La carcajada de sorpresa de Carter acabó de crisparle los
nervios.
—Pues escoge a una cualquiera y dirígete al altar.
El consejo despreocupado de su mejor amigo le habría resultado
útil si Blake confiara en las mujeres de su vida. Tristemente, no podía
hacerlo.
—¿Y arriesgarme a perderlo todo? Me conoces bien. Lo último
que necesito es que las emociones se interpongan en algo tan
importante como un acuerdo matrimonial. —Precisamente eso, un
acuerdo, era lo que Blake necesitaba. Un contrato, un convenio
mercantil que beneficiara a ambas partes durante el curso de un año.
Luego podrían tomar caminos distintos y no volver a verse nunca más.
—Algunas de las mujeres con las que sueles aparecer en
público estarían encantadas de firmar un acuerdo prematrimonial.
Ya había pensado en ello, pero había trabajado tan duro para
construirse una reputación de cabrón insensible que ahora no veía la
necesidad de arruinarla fingiéndose enamorado, y todo con el objetivo
de conseguir que una mujer accediera a subir con él las escaleras del
juzgado.
—Necesito a alguien que esté de acuerdo con mi plan, alguien
por quien no sienta ni la más remota atracción.
—¿Estás seguro de que este servicio de citas es lo más
adecuado?
—De parejas, no de citas.
—¿Cuál es la diferencia?
—No te buscan a alguien que se adapte a tus intereses
amorosos, sino a tu plan de vida.
—Qué romántico. —El sarcasmo de Carter sonó con tanta
contundencia como un grito.
—Al parecer no soy la única persona en mi situación.
Carter se atragantó en medio de una carcajada.
—En serio —consiguió articular—, no conozco a ningún hombre con tu título y tu dinero que necesite llamar a un extraño para que le
ayude a sentar la cabeza.
—Este tipo tiene muy buenas referencias. Es un hombre de
negocios que ayuda a hombres como yo en situaciones similares.
—¿Cómo se llama?
—Sam Elliot.
—Nunca he oído hablar de él.
A dos bloques del lugar del encuentro les pilló un atasco en la
intersección de dos calles. Los segundos no dejaban de pasar y ya
llegaba tarde a la cita. Maldición, Blake odiaba llegar tarde.
—Tengo que irme.
—Espero que sepas lo que estás haciendo.
—Estoy haciendo negocios, Carter.
Su amigo resopló para mostrar su desaprobación.
—Lo sé. Son las relaciones las que se te dan como el culo.
—Que te follen. —Pero Blake sabía que su amigo tenía razón.
—No eres mi tipo.
El chófer de Blake dio un golpe de volante y cambió de carril.
Implacable, justo como le gustaba a su jefe.
—Quedamos esta noche para tomar algo.
Blake colgó el teléfono, lo guardó en el bolsillo del abrigo y se
reclinó en el respaldo del asiento. Llegaba tarde, ¿y qué? Los hombres
de su posición podían presentarse media hora después de lo acordado
y aun así la gente se deshacía en atenciones como si fuera culpa
suya. Mucho dependía de aquel encuentro. Tenía que encontrar
esposa antes de una semana si quería conservar la propiedad
ancestral de su familia que iba unida al título, por no mencionar lo que
quedara de la fortuna de su padre, y todo ello dependía de Sam Elliot.
Confiaba en que el contacto que le había proporcionado su
asistente personal supiera lo que se hacía. En caso contrario, Blake se
vería obligado a tratar el asunto del matrimonio con Jacqueline, o
quizá con Vanessa. Jacqueline prefería su independencia al dinero
que él pudiera proporcionarle, y el hecho de que tuviera algún que otro
amante además de Blake la eliminaba automáticamente de la
ecuación. Solo quedaba Vanessa. Guapa, rubia y una muy firme
candidata a convertirse en su ex por los comentarios sobre la
exclusividad que solía hacer de vez en cuando. Sin embargo, no le
gustaba la idea de tener que recurrir a ella. Cierto, a veces se
comportaba como un cabrón, pero nunca era cruel; aunque seguro
que más de una no estaría de acuerdo. Los tabloides le tildaban de astuto y pretencioso; si descubrían lo que se traía entre manos,
publicarían la historia y lo convertirían todo en una broma de mal
gusto. Prefería evitar el escándalo. No obstante, la vida siempre era
implacable, por lo que necesitaba que su falso matrimonio pareciera lo
más real posible si quería tener contentos a los abogados de su padre.
Neil detuvo el coche, largo y n***o, junto a la acera y se
apresuró a abrirle la puerta. Habían llegado al punto de encuentro
acordado, una de las famosas cafeterías de la cadena blanca y verde.
Blake se dirigió hacia la puerta del establecimiento, con el maletín en
una mano e ignorando las miradas que se volvían a su paso. Mientras
observaba las mesas en busca de un hombre que coincidiera con la
imagen que se había hecho de Sam Elliot, el delicioso aroma de los
granos de café recién molidos inundó sus sentidos. Blake esperaba
encontrarse con un tipo trajeado y con una carpeta repleta de informes
sobre futuribles esposas.
El primer repaso no dio ningún fruto, así que se quitó las gafas
de sol y empezó de nuevo. Una pareja joven, armado cada uno con un
portátil, tomaban café con leche sentados el uno frente al otro en una
mesa pequeña. Junto a ellos, un hombre con bermudas y camiseta
discutía con alguien por teléfono. Frente al mostrador esperaba una
pareja con un carrito de bebé. Blake se dirigió hacia el fondo del local
y descubrió la pequeña silueta de una mujer sentada de espaldas a la
puerta, con una abundante melena rizada de color castaño rojizo. No
paraba de mover los pies como si estuviera nerviosa, o quizá estaba
escuchando música por los auriculares que llevaba puestos. Sin dejar
de estudiar a la clientela, Blake divisó a un hombre sentado a solas en
un sillón. Llevaba unos pantalones de sport y aparentaba casi
cincuenta años. En lugar de un maletín, el tipo sostenía un libro. Blake
entornó la mirada hasta captar su atención, pero en lugar de
reaccionar, el hombre bajó de nuevo los ojos y siguió leyendo.
Maldita sea, quizá Sam Elliot estaba atrapado en el mismo
atasco del que él acababa de escapar.
Llegar tarde nunca resultaba oportuno en lo que a futuros
clientes se refiere, fuera cual fuese el negocio en cuestión.
Si Blake hubiera tenido otra elección, se habría marchado de allí
sin pensárselo dos veces.
Pasó junto a la morena solitaria, rodeó el carrito y pidió un café
solo, resignado a sentarse y esperar unos minutos. Dejó el maletín
sobre una mesa vacía y, cuando oyó que el chico que atendía tras el
mostrador decía su nombre, se dio la vuelta para recoger el pedido.
De pronto sintió el peso inconfundible de una mirada
recorriéndole la espalda. Examinó la sala en busca de la persona que
lo observaba. Al instante, unos ojos verde esmeralda se entornaron
mientras lo miraban de arriba abajo. La mujer menuda que esperaba a
solas no estaba escuchando música o leyendo una revista. Lo miraba
directamente a él.
Sus ojos, de una belleza impresionante, se posaron por un
instante en un pequeño ordenador portátil que descansaba frente a
ella antes de regresar nuevamente a Blake. Un destello iluminó el
rostro de la mujer cuando lo reconoció. Él ya había visto aquella
expresión antes, cada vez que alguien relacionaba su nombre con su
imagen. Allí, en California, la frecuencia de aquella reacción no era tan
habitual como en su país, pero aun así Blake la reconoció al instante.
La mujer parecía bastante inofensiva. Al menos hasta que abrió
la boca y se dirigió a él.
—Llega tarde.
Dos palabras, solo dos, pronunciadas con una voz tan grave que
rezumaba pecado y que dejaba en ridículo a las operadoras de las
líneas eróticas, fueron más que suficientes para dejar a Blake sin
habla.
—¿Disculpe? —consiguió decir al fin, al comprender las palabras
de la mujer.
—Es usted el señor Harrison, ¿verdad?
La pregunta era sencilla, pero Blake era incapaz de entenderla.
Contestó como si tuviera conectado el piloto automático,
absolutamente desconcertado por aquella mujer que tenía delante.
—El mismo.
Ella se puso de pie. Apenas le llegaba al hombro.
—Sam Elliot —se presentó, y le ofreció la mano a modo de
saludo.
Blake no estaba acostumbrado a que le pusieran los puntos
sobre las íes. Sin embargo, la mujer que tenía delante acababa de
hacerlo y apenas había necesitado un par de palabras para
conseguirlo. Blake estrechó la mano que ella le ofrecía y sintió una
oleada de calor recorriéndole el cuerpo. Cuando sus manos se
tocaron, la mirada penetrante y la sonrisa confiada de ella
desaparecieron de su rostro durante una milésima de segundo. Tenía
la piel fría, a pesar de que su actitud denotaba un control absoluto.
—No es un hombre. —Blake reprimió un grito. Aquello era
probablemente lo más estúpido que le había dicho a una mujer en toda su vida.
La señorita Elliot, sin embargo, no se alteró ni un ápice.
—Nunca lo he sido. —Le dedicó una sonrisa de dientes
perfectos mientras retiraba la mano que Blake empezó a echar de
menos al instante.
—Me esperaba a un hombre.
—Me pasa a menudo. Eso casi siempre juega a mi favor.
—Señaló la silla que tenía delante—. ¿Por qué no toma asiento y nos
ponemos manos a la obra?
Él dudó, debatiéndose entre seguir adelante con aquella
«entrevista» u optar por un posible cambio de género de la mujer que
tenía enfrente. Nunca se había considerado sexista, pero mientras
pensaba en ella y observaba cómo cruzaba las piernas, enfundadas
en unos elegantes pantalones de vestir, sintió que toda su atención se
alejaba del que era su objetivo y se centraba en Sam Elliot. Aquella
mujer era la viva imagen de la contradicción y Blake todavía no sabía
nada de ella.
Le daría diez minutos de margen para que le demostrara que
podía ocuparse de sus necesidades. En caso contrario, pasaría página
y exploraría otras opciones.
Blake se desabrochó el primer botón de la americana antes de
ocupar su lugar en la mesa.
—¿Sam es el diminutivo de Samantha?
—Sí. —Sin levantar la mirada, Samantha sacó unos papeles del
pequeño maletín que descansaba a un lado de su silla. La breve
sonrisa había desaparecido y en su lugar sus labios dibujaban una fina
línea recta.
—¿Se hace llamar Sam para engañar a sus clientes?
La mano de Samantha dudó un instante antes de empujar el
montón de papeles hacia Blake.
—¿Habría venido si hubiera sabido que soy una mujer?
«Probablemente no.» La miró con detenimiento, sin decir lo que
pensaba en voz alta. Samantha inclinó la cabeza a un lado y continuó.
—Usted mismo se delata, señor Harrison. Déjeme ver si soy
capaz de leer sus intenciones. En su cabeza, me ha concedido un
tiempo máximo para demostrar mi valía. ¿Cuánto? ¿Veinte minutos?
—Diez —le espetó Blake, incapaz de contenerse. ¿Qué tenía
aquella mujer de voz aterciopelada para haberle robado la capacidad
de morderse la lengua?
Samantha sonrió de nuevo y Blake sintió un nudo de deseo, inoportuno e inesperado, en la boca del estómago.
—Diez minutos —repitió ella—. Para perfilar al detalle un plan
con el que encontrarle la esposa perfecta, teniendo en cuenta sus
problemas de tiempo. Un hombre de negocios como usted espera
eficiencia, rapidez y ningún tipo de lastre emocional que pueda
complicar las cosas. —Lo miró y sus ojos verdes no flaquearon ni un
segundo. Mientras pronunciaba cada palabra con aquella voz de línea
erótica, su nariz, respingona y cubierta de pecas, se le antojó
demasiado inocente sobre unos labios de un color rosa delicioso—. De
momento, ¿estoy en lo cierto?
—Completamente.
—Las mujeres son seres emocionales, por eso su asistente se
puso en contacto conmigo para contratar mis servicios. Si no me
equivoco, muchas mujeres venderían el alma al diablo para casarse
con usted, señor Harrison, pero no confía lo suficiente en ellas como
para hacerlas merecedoras de su título.
Casi siempre era él quien perfilaba sus necesidades, por lo que
debería sentirse expuesto con un cambio de papeles tan radical como
aquel. Sin embargo, al escuchar a Sam Elliot, que obviamente no era
un hombre, exponer su dilema con tanta claridad no se sintió
vulnerable, sino más bien reconfortado. Había acudido al lugar
acertado para encontrar la solución a su problema.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de la mujer que usted me
encuentre?
—Investigo a todas las candidatas de mi agenda a conciencia, al
igual que lo hago con el cliente. Cuentas detalladas, obligaciones
fiscales, hábitos personales y cualquier posible secreto familiar.
—Habla como un detective privado.
—No llego a tanto, pero entiendo que a usted se lo parezca. Me
dedico a unir a personas.
Blake se reclinó en la silla y cruzó los brazos. Decidió que le
gustaba aquella mujer, así que añadió diez minutos más al tiempo que
le había concedido.
—¿Le parece que continuemos?
Él cogió su café y asintió. Sam sacó un bolígrafo del maletín y
giró el montón de papeles que había dejado sobre la mesa de modo
que Blake pudiera leerlos.
—Me gustaría hacerle unas preguntas antes de decidir si quiero
seguir adelante con esto.
Blake arqueó una ceja al oír aquello. Interesante.
—¿Cuánto tiempo tengo para demostrarle mi valía, señorita
Elliot?
—Cinco minutos —respondió ella, mirándole a través de sus
largas pestañas.
Él se inclinó hacia delante, intrigado por lo que Samantha
pudiera sacar en claro de él en tan poco tiempo.
—¿Le han detenido alguna vez?
Su historial estaba limpio, pero esa no era la pregunta. Sabía
que si le mentía, Sam recogería sus cosas y saldría inmediatamente
por la puerta.
—Con diecisiete años le di un puñetazo a un chico que iba
detrás de mi hermana. Los cargos fueron retirados. —Como ocurría
con todos los chicos de su mismo estatus social.
—¿Alguna vez ha pegado a una mujer?
Los músculos de su mentón se tensaron.
—Nunca.
—¿Y ha sentido la necesidad de hacerlo? —Ahora lo miraba
fijamente, sin apartar los ojos.
—No. —La violencia no cuadraba para nada con su
personalidad.
—Necesito el nombre de su amigo más cercano.
—Carter Billings.
Sam tomó nota del nombre.
—¿Peor enemigo?
Blake no se esperaba esa pregunta.
—No estoy muy seguro de qué contestar a eso.
—Entonces permítame que se lo pregunte de otra manera. ¿A
qué persona de su entorno le gustaría ver que sufre usted algún tipo
de daño?
Su primer impulso fue repasar la lista de socios que pudieran
haberse sentido menospreciados por su culpa a lo largo de los años. A
esas alturas de la vida, ninguno de ellos se sentiría mejor si a él le
pasara algo. Solo se le ocurría una persona que podría ver las cosas
desde otra perspectiva.
—¿En quién está pensando, señor Harrison?
Blake tomó un trago de café y sintió cómo se precipitaba hacia el
fondo de su estómago con un sonido sordo.
—Solo hay una persona.
Samantha levantó la mirada, expectante.
—Mi primo, Howard Walker.
Una leve vibración en la mandíbula, una caída imperceptible de
hombros, eso fue lo único que reflejó el impacto de sus palabras en
ella. Para sorpresa de Blake, Samantha Elliot anotó la información y
no siguió preguntando. Cogió la primera página del montón de papeles
y le entregó el resto.
—Necesito que rellene esto. Me lo puede enviar por fax al
número que aparece al final de la página ocho.
—¿He pasado su examen, señorita Elliot?
—La honestidad es algo que debe ser mantenido a lo largo del
proceso. Hasta el momento, estoy conforme con el resultado.
Ahora le tocaba a él sonreír.
—Podría haber mentido sobre los cargos por agresión.
Samantha empezó a recoger sus cosas.
—Su nombre era Drew Falsworth. Usted tenía diecisiete años y
dos meses cuando le rompió la nariz en un partido de polo en la
escuela privada a la que ambos asistían. Drew tenía reputación de
salir con chicas el tiempo suficiente para llevárselas a la cama antes
de dejarlas e ir a por la siguiente. Su hermana fue lista y se mantuvo
alejada de él. Si no hubiera golpeado a ese cabrón para proteger a su
hermana, o si me hubiese mentido y yo lo hubiera descubierto, esta
entrevista se habría acabado y ni siquiera le habría dado tiempo a
sentarse.
—¿Cómo demonios...?
—Tengo una lista de contactos muy larga. Estoy segura de que
sabrá los nombres de muchos de ellos antes de que se acabe el día.
Por descontado. Estaría hablando por teléfono con su asistente
antes de llegar al coche.
—¿Cuánto me va a costar esto, señorita Elliot?
—Considéreme su agente. Cuando sus abogados redacten el
acuerdo prematrimonial, tenga en cuenta que tendrá que pagarme el
veinte por ciento de lo que le ofrezca a su futura esposa. Por
adelantado.
—¿Y si solo le ofrezco un pequeño estipendio?
—Las mujeres con las que trabajo tienen un mínimo establecido
que consta en ese montón de papeles.
—¿Y si la mujer que me encuentre no se atiene a su parte del
trato? ¿Y si al pasar el año intenta oponerse al acuerdo?
Samantha se puso en pie y Blake no tuvo más remedio que
imitarla.
—No lo hará.
—Parece muy segura de ello.
—La cantidad de dinero predeterminada, la parte que le
corresponde a ella, va directamente a una cuenta. Si su futura esposa
intentara conseguir más, ese dinero serviría para que sus abogados la
aplastaran. El sobrante sería para usted. El único supuesto en que
esto cambiaría sería con la llegada de un niño, siempre que una
prueba de paternidad demostrara que usted es el padre. No soy muy
partidaria de los tribunales de familia, y menos con niños de por
medio. Depende de su capacidad para controlar sus instintos más
básicos, señor Harrison. Eso, claro está, si su intención es poner punto
final al matrimonio una vez pasado el año acordado. En caso contrario,
les deseo que sean felices y que le pongan mi nombre a su primer
hijo.
Lo tenía todo pensado. Decir que Blake estaba impresionado
sería quedarse corto.
—Necesito esos papeles esta misma tarde, antes de las tres. Me
pondré en contacto con usted sobre las cinco, con una lista de
posibles candidatas. Concertaremos los encuentros para mañana, si
es que sus obligaciones se lo permiten.
Blake se agachó, recogió el bolso de Samantha y se lo entregó.
Ella apartó un mechón rebelde de sus ojos y se colgó el bolso del
hombro.
—¿Tiene alguna otra pregunta para mí, señor Harrison? ¿O
debería llamarle excelencia?
La lentitud con la que su lengua envolvió el tratamiento con
aquella voz tan hipnótica se le antojó algo a lo que podría
acostumbrase fácilmente. No le importaría volver a escucharlo, quizá
por teléfono...
—¿Qué tal Blake?
En cuanto estuvo segura de que nadie la observaba, Sam se
deslizó tras el volante de su coche, sonrió de oreja a oreja, algo que
llevaba un buen rato queriendo hacer, y se marcó un bailecito más
bien ridículo frotando el trasero contra la suave piel del asiento.
—Ya era hora —susurró, hablando consigo misma.
El apuesto duque supondría su ascenso a primera división.
Desde que creó Alliance, siempre había imaginado a clientes como
Blake Harrison haciendo cola para conseguir sus servicios: hombres
ricos que necesitaban encontrar esposa para tachar una línea más de
una larga lista de tareas pendientes. Su trabajo consistía en encontrar esposas para una clase de hombres que carecían del tiempo o de la
voluntad necesaria para someterse al juego del cortejo. No buscaban
amor, sino compañía. Algunos querían casarse para que sus amantes
dejaran de exigirles un anillo de compromiso. Hasta la fecha, había
conseguido un buen número de referencias que la estaban ayudando
a construir su empresa y a conseguir unos ingresos regulares con los
que poder vivir.
Con Harrison y los beneficios que había calculado que
conseguiría gracias a él, podría cubrir los gastos más elevados
durante dos o tres años. O al menos eso esperaba.
A Harrison, que era millonario por méritos propios, no le hacía
falta el dinero de su fallecido padre, pero sería una lástima que la
fortuna de la familia, más que suficiente para comprarse un país
pequeño, acabara en el cajón de sastre de la caridad o en manos del
primo que Blake había mencionado. Con toda la corrupción y los
escándalos relacionados con las asociaciones benéficas, estaba claro
dónde acabaría ese dinero o qué bolsillos engordarían gracias a él.
Sam sabía que el dinero que se destinaba a causas
humanitarias a menudo caía en las manos equivocadas.
La situación de Harrison supondría distracciones con las que
hasta entonces nunca se había encontrado. Su título nobiliario sería el
principal problema a superar. Tendría que seleccionar a las candidatas
con especial cuidado, asegurándose de que no albergaran el sueño
infantil de convertirse en duquesas. Las películas de Disney habían
hecho mucho daño. Además, Harrison era especialmente agraciado,
por lo que las candidatas tendrían que estar ciegas para no querer de
él algo más que su dinero o su título.
Las fotografías que había visto de él no le hacían justicia. Con su
metro sesenta y cinco, Sam estaba acostumbrada a levantar la cabeza
para mirar a los hombres a la cara, pero Blake medía uno ochenta y
cinco como mínimo y tenía los hombros anchos y musculosos. Había
visto fotografías suyas en una revista. Estaba en una playa de Tahití y,
bajo el traje de neopreno, se insinuaba un físico espectacular. Al entrar
en la cafetería, no se había dado ni cuenta de que todos los ojos se
fijaban en él; se había limitado a examinar el local para localizarla. Con
cualquier otro cliente, Sam se habría puesto de pie nada más verle
atravesar la puerta, pero con Blake había necesitado un minuto para
serenarse. Su mandíbula firme y sus ojos, de un asombroso color gris,
habían penetrado en el temperamento normalmente calmado de Sam,
hasta el punto de que el corazón le dio un vuelco.
El físico de su nuevo cliente supondría una distracción añadida.
Lo mejor para todos sería que Blake y la mujer de su elección vivieran
en países distintos. Cualquier mujer con sangre en las venas y que
pasara un tiempo mínimo con él no podría evitar la tentación de
meterse en su cama.
Sam sacó el móvil del bolso y llamó a su ayudante.
—Alliance, al habla Eliza.
—Eh, soy yo.
—¿Cómo ha ido? —Eliza no esperó ni un segundo para hacer la
pregunta.
—Genial. ¿Has buscado los archivos y hecho las llamadas?
—Sí. Joanne es la única que no está disponible.
Sam visualizó a una morena de gran estatura.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Al parecer, tiene novio.
Eso solía arruinar cualquier matrimonio con otro hombre. Sin
Joanne, aún le quedaban tres candidatas perfectas. A menos que
Blake tuviera un problema con las mujeres guapas, el miércoles ya
estaría casado. Y solo era lunes.
—Ella se lo pierde.
—¿Vas a venir?
—Tengo que hacer un recado y luego voy para allí.
—Trae algo para comer.
Eliza y Sam hacía tiempo que eran amigas, mucho antes de
entablar una relación laboral.
—Teniendo en cuenta que soy tu jefa, ¿no deberías ser tú la que
se ocupara de traerme la comida a mí?
—No si la negrera de mi jefa apenas pasa por la oficina y no se
ocupa ni de las llamadas.
La oficina, menudo chiste. Sam utilizaba una habitación que le
sobraba en casa.
—Estaré ahí en media hora —respondió entre risas.
—Antes deberías llamar a Moonlight.
Sam se incorporó en el asiento del coche.
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo? —La inquietud se apoderó de su
estómago, una sensación de pánico que le resultaba familiar.
—Nada urgente. Jordan no come como debería. Dicen que te
pases por allí para hablar con ella.
Samantha respiró tranquila y se obligó a relajar los hombros.
—Vale.
Sus planes para aquella tarde se verían ahora complicados por
un viaje no planeado al centro en el que estaba ingresada su hermana
pequeña. La última vez que Jordan había dejado de comer, acabó en
el hospital con una infección que se le extendió por la sangre. Sam
esperaba que su hermana estuviera deprimida y no enferma, por muy
triste que le resultara que esas fueran las opciones más optimistas por
las que Jordan podría haber dejado de comer.
Pero ¿de qué otra cosa podía tratarse? Una depresión había
sido la causa por la que su hermana había intentado suicidarse, para
acabar sufriendo un derrame cerebral en lugar de morirse.
—Llegaré tarde, pero si no te importa esperar, traeré algo para
comer.
—Avísame si te entretienes.
—Lo haré. Gracias.
Sam colgó el teléfono, arrancó el motor y partió hacia el Centro
Asistencial Moonlight. El centro le costaba más de cien mil dólares al
año y por eso Samantha necesitaba los ingresos que pudiera
conseguir de un contrato con Blake Harrison. Llevaba un mes de
retraso con sus gastos personales y siempre enviaba los cheques a
Moonlight una o dos semanas tarde. Lo último que quería era hundirse
bajo el peso de las deudas y acabar ingresando a Jordan en un centro
del Estado. En un sitio así seguro que la ignorarían y en menos de un
mes acabaría con una infección y llena de llagas tras pasar
demasiadas horas en la cama. No, Sam preferiría dormir en el coche
antes de dejar que eso pasara.
Al pensar en el duque, supo que las cosas no acabarían tan mal.
Blake se arriesgaba a perder trescientos millones de la herencia de su
padre si no se casaba antes de fin de mes. Estaba dispuesto a pagarle
una cantidad importante a la mujer que se prestara a acompañarlo al
altar y, en consecuencia, a pagarle a Alliance una suma de dinero
suficiente para mantenerse a flote durante un tiempo. Sam solo tenía
que colocar a las candidatas en fila y asegurarse de que ninguna de
ellas apretara el botón del pánico.
Pan comido. O eso esperaba.