Volvimos a la casa justo cuando el sol empezaba a bajar, tiñendo el cielo de un tono anaranjado precioso.
El aroma a carbón y carne asada ya empezaba a llenar el aire, y Antonella, como buena anfitriona, tenía todo bajo control. En cuestión de minutos, la barbacoa estaba lista y todos nos sentamos alrededor de una gran mesa de madera bajo una pérgola.
Todo era tan pintoresco que parecía un anuncio de vida campestre feliz… con la pequeña excepción de Lorena, claro, que no se cansaba de mirarme como si yo fuera la mosca en su sopa.
Mientras nos servíamos, Saiddy sonrió ampliamente.
—Definitivamente, la boda se hará aquí, en esta casa de campo —dijo, con ese tono de quien no acepta objeciones.
Demetri se limpió los labios con la servilleta y la miró.
—Mamá, no es necesario movilizar a las personas durante dos horas para llegar aquí. Es muy lejos.
Antonella intervino, agitando una copa de vino como si ya estuviera en modo organizadora profesional.
—Obviamente, la boda debe empezar en horas tempranas de la tarde, así todos pueden regresar a sus casas el mismo día.
Demetri entonces volteó hacia mí, con esa mirada que ya me estaba empezando a conocer.
—¿Qué te parece, amor?
Yo sonreí, fingiendo una calma que ni yo entendía.
—Amor, no te preocupes. Si las personas pueden venir, haremos nuestra boda aquí. Tranquilo.
Él sonrió, encantado, y me respondió con ese tono tierno que me derrite y me complica la vida.
—Mi cielo, si estás de acuerdo, entonces la boda se hará aquí.
—No se diga más —dijo Saiddy, entusiasmada—. Yo me encargaré de todo.
Antonella, con una sonrisa cómplice, añadió:
—Regina, déjalo todo en nuestras manos. Te prometo que todo quedará perfecto.
Yo levanté mi copa y le respondí con sinceridad:
—No lo dudo. Todo quedará perfecto en manos de ustedes.
Las dos se levantaron de la mesa, emocionadas, para supervisar la barbacoa, dejando a Demetri y a mí solos bajo las luces cálidas que colgaban de los árboles.
Él se volvió hacia mí, con una media sonrisa.
—Mi madre y mi hermana están demasiado entusiasmadas con la boda.
Yo solté una risa suave.
—Es una lástima que no se lleve a cabo… —dije, encogiéndome de hombros—. Y claro, lo digo por el entusiasmo de ellas, no por otra cosa.
Demetri me miró con esa expresión que no supe descifrar… como si una parte de él no quisiera que recordáramos que todo esto era solo una farsa.
La tarde siguió su curso entre risas, música y el olor irresistible de carne asada. Entre brindis, conversaciones cruzadas y miradas que preferí no interpretar, me di cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, estaba disfrutando de algo que no era parte del plan… aunque no debería hacerlo.
Después de unas horas de camino, finalmente llegamos a la ciudad. El ambiente en el auto era silencioso, pero cómodo… de esos silencios que no incomodan, sino que más bien invitan a pensar. Demetri dejó primero a su madre y a Antonella frente a la mansión familiar. Ambas se despidieron con sonrisas y promesas de encargarse de “todos los detalles” de la boda, como si la ceremonia fuera real.
Cuando finalmente quedamos solos, él tomó rumbo hacia mi departamento. Durante el trayecto, nadie dijo nada. Solo el sonido del motor y la música suave que salía del estéreo nos acompañaron. Al llegar, suspiré y sonreí un poco.
—Fue el mejor fin de semana que he tenido en mucho tiempo —confesé, con sinceridad.
Demetri me miró, con esa expresión serena que a veces me desarma.
—Me alegra saber que tu fin de semana estuvo perfecto.
—Así fue —dije, sin dejarlo continuar. Abrí la puerta del auto y bajé sin mirar atrás—. Adiós, Demetri.
Entré a mi edificio, y al cerrar la puerta del departamento detrás de mí, el silencio me cayó encima como una ola. Me dejé caer en el sofá, agotada, con el corazón latiendo más rápido de lo que debería.
—No puedes involucrarte tanto, Regina… —me dije en voz baja—. Puedes salir muy lastimada.
A la mañana siguiente, llegué a la oficina con un vaso de café en la mano. No quise pasar por mi escritorio; fui directo a la oficina de Demetri. Toqué la puerta y entré con una sonrisa ligera.
—Buenos días, te traje café.
Él levantó la mirada y sonrió apenas.
—Buenos días. Ese café me caerá muy bien.
—Te lo llevé porque imaginé que lo necesitarías… igual que yo —bromeé, dejando el vaso sobre su escritorio.
—Hoy tenemos mucho trabajo —dijo, con su tono habitual de jefe organizado y perfeccionista.
Y tenía razón. Ese día fue largo, como todos los que siguieron. Las semanas se volvieron meses, y los meses pasaron como si el tiempo tuviera prisa por vernos llegar al final de nuestra farsa.
Seis meses después, estábamos a solo unos días de la boda.
Esa noche, Demetri estaba en mi departamento. Habíamos pedido pizza y, por alguna razón, el ambiente era distinto. No sé si era el cansancio o la melancolía, pero ambos estábamos más callados de lo habitual.
—En unos días será la boda… —dije al fin, rompiendo el silencio—. Estoy nerviosa.
Demetri me miró y asintió despacio.
—Te confieso que yo también estoy un poco nervioso. Pero todo saldrá como lo planeamos.
—¿Estás seguro de querer ser el malo de la historia? —pregunté, medio en serio, medio en broma.
—Sí —respondió sin dudar—. Tú llegarás a la boda con ropa normal, no de novia, y dirás ante todos que te engañé.
Asentí, tratando de mantener la compostura.
—Tengo todo claro. Después de eso, tendré que buscar trabajo en otro lugar.
Él rió suavemente.
—Eso es imposible. No puedo vivir sin ti… en el aspecto de secretaria, claro.
Rodé los ojos, aunque por dentro mi corazón se encogió.
—La gente no dejará de hablar de nosotros.
—Se les olvidará —respondió con calma—. Además, me iré unos días fuera del país hasta que todo se calme.
—¿A dónde? —pregunté.
—A Italia. Me gusta mucho.
—Siempre he querido ir a Italia —dije con un suspiro—. Por fotos y videos se ve tan hermoso…
Él sonrió, como si de pronto se le ocurriera algo.
—Entonces, después de que regrese, te irás tú. Yo te pagaré ese viaje.
—No es necesario, Demetri.
—Lo es —insistió—. Es mi forma de retribuirte por seguir tanto tiempo con la mentira de esta boda.
Lo miré en silencio unos segundos y finalmente sonreí.
—Está bien. Lo aceptaré. Porque, sinceramente, voy a necesitar escapar de todo el caos que se va a desatar.
Demetri asintió con una sonrisa suave y se levantó para irse. Me dio las buenas noches y se marchó.
Cuando la puerta se cerró, el silencio volvió a caer sobre mí. Me quedé sentada en el sofá, con la mirada perdida en la nada. Intenté mantener la cabeza fría, pero las lágrimas me traicionaron.
Mi corazón, ese que prometí mantener fuera del juego, ahora estaba enamorado del hombre que no podía ser para mí.
Cuando cerré la puerta de mi departamento esa mañana, no esperaba encontrarme con nadie. Pero, claro, la vida tiene un humor peculiar cuando se trata de mí.
Frente a la puerta, con una sonrisa que solo podía ser ensayada frente al espejo, estaba Antonella.
—¿Antonella? —pregunté, arqueando una ceja—. ¿Pasó algo con Demetri?
—No, tranquila —dijo con una sonrisa tan brillante que me dio miedo—. Vine porque hoy iremos a comprar tu vestido de novia.
Me quedé congelada unos segundos, intentando procesar lo que acababa de escuchar.
—Oh… no, no hace falta eso —dije enseguida, alzando las manos como si con eso pudiera detener el desastre—. Ya tengo un vestido.
—Seguramente ese vestido no es como el que te mostraré —respondió, cruzando los brazos y dándome esa mirada que decía “no me harás cambiar de idea”.
—Te lo agradezco, de verdad, pero no puedo —intenté argumentar—. Tengo que trabajar.
—Ya hablé con Demetri —dijo tan tranquila como si acabara de mencionar que había pedido café—. Le dije que llegarías más tarde.
Yo la miré incrédula, en silencio. Luego solté un suspiro resignado.
—Bueno… si no tengo de otra, pues vamos —dije con la mejor sonrisa que pude fingir.
Nos subimos a su auto y emprendimos el viaje. En el camino, mientras ella hablaba sobre flores, velos y peinados, yo solo podía pensar en el caos monumental que había provocado esa mentira.
¿En qué momento terminé en esto?, me preguntaba mirando por la ventana. Todo comenzó con un simple “fingiremos estar comprometidos”, y ahora estaba yendo a comprar un vestido de novia. Perfecto. Bravo, Regina.
Después de unos treinta minutos, finalmente llegamos a una tienda de novias tan elegante que me sentí culpable solo por respirar dentro.
Al entrar, mi mirada se perdió entre los vestidos.
—Jamás había visto tantos vestidos hermosos —dije asombrada, tocando uno con delicadeza.
—Lo sabía —respondió Antonella con orgullo—. El vestido que tienes en casa no se compara con estos.
—Efectivamente —admití, sin fuerzas para fingir lo contrario.
—Entonces, manos a la obra —dijo con una sonrisa traviesa—. Es hora de probarte algunos.
Y así empezó el desfile.
Uno tras otro, los vestidos iban y venían, y Antonella negaba con la cabeza como si fuera jueza de un concurso de belleza. Hasta que, al fin, me probé el último: un vestido de encaje con rosas blancas en los costados, velo largo y una cola que parecía no terminar nunca.
—Ese es —dijo Antonella emocionada, llevándose las manos al pecho—. Ese es el vestido.
Me miré en el espejo. Y, por un momento, el tiempo se detuvo.
El reflejo me devolvía la imagen de una novia… una que parecía realmente enamorada, lista para casarse con el hombre de sus sueños.
—Es… el vestido de mis sueños —susurré, y sentí cómo las lágrimas amenazaban con salir sin permiso.
Antonella, conmovida, me abrazó con fuerza.
—Serás la novia más hermosa que he visto. Al lado de Demetri, serás feliz.
No tuve valor para decirle la verdad. Así que sonreí, limpiando mis lágrimas.
—No lo dudo —respondí con un nudo en la garganta—. Demetri es el hombre de mis sueños.
Después de eso, compró el vestido y me dijo que me lo enviaría en la noche a casa. Luego me dejó frente a la oficina.
—Gracias por todo, Antonella —le dije antes de bajar del auto.
Entré al edificio y, tan pronto crucé la puerta, Martina apareció con su cara de alarma habitual.
—Regina, estaba preocupada. No habías llegado.
—Estaba con mi cuñada —le respondí mientras soltaba un suspiro—. Fuimos a comprar el vestido de novia.
Martina me miró con una mezcla de sorpresa y resignación.
—¿Y no crees que eso fue un gasto innecesario?
—Lo sé —dije, levantando las manos—. Pero no pude convencerla de lo contrario.
Sin esperar respuesta, caminé hasta mi escritorio y me dejé caer en la silla con cara de funeral.
El peso de la mentira empezaba a aplastarme, pero bueno… al menos, lo haría luciendo un vestido espectacular.
Caminé por el pasillo con mi taza de café en la mano y el vestido de novia todavía dando vueltas en mi cabeza como un mal chiste. Respiré hondo antes de tocar la puerta del despacho de Demetri.
—Buenos días —dije al entrar con mi tono más profesional, ese que usaba para disimular los nervios—. Solo vine a recordarte que tienes una reunión al mediodía.
Él levantó la vista del ordenador y sonrió, como si le acabara de dar la mejor noticia del día.
—Lo tengo pendiente —respondió tranquilo, apoyándose en el respaldo de su silla.
Asentí y me senté frente a él. Por un momento, el silencio entre nosotros pesó más que cualquier palabra. Entonces me animé a hablar.
—Ya en unos días la mentira más grande de mi vida habrá terminado —dije, con una mezcla de alivio y tristeza que me salió más sincera de lo que quería.
Demetri soltó una leve risa, de esas que esconden más de lo que dicen.
—Lo mismo pienso —respondió—. Jamás había mentido tanto… ni deseado que una mentira durara tantos meses.
No pude evitar sonreírle.
—Después de todo, fueron meses buenos. No me arrepiento de lo vivido —confesé, encogiéndome de hombros.
Él me miró con esa calma suya que siempre descolocaba.
—Me alegra oír eso —dijo—, porque yo pienso exactamente lo mismo.
Me levanté despacio, sintiendo que con cada paso dejaba atrás algo que no sabía si quería soltar del todo. Extendí mi mano hacia él con una sonrisa que disimulaba perfectamente mis ganas de llorar.
—Entonces… volveremos a tratarnos como jefe y empleada —dije, intentando sonar ligera.
Demetri tomó mi mano con firmeza.
—Fue un gusto fingir contigo, Regina.
—El gusto fue mío —respondí, antes de girarme y salir de la oficina.
Cerré la puerta tras de mí, con el corazón haciendo ruido… como si no se hubiera enterado de que todo esto era solo una mentira.
El reflejo en el espejo me devolvía a una mujer que apenas reconocía. Tenía el maquillaje perfecto, el peinado en su sitio, y aun así… se me notaba la tristeza en los ojos. Era el día de mi boda, y no había nada más irónico que sentirme tan vacía.
Martina, sentada en el borde del sofá, me observaba en silencio. Hasta que, finalmente, habló:
—Regina… ¿te enamoraste de Demetri?
Solté un suspiro y bajé la mirada.
—No gano nada ocultándotelo, Martina. Sí, me enamoré de él. Pero dime tú, ¿quién no se enamoraría de un hombre que trata a una mujer como una reina?
Ella me miró con compasión, esa mirada que solo da quien sabe que una respuesta no servirá de consuelo.
—Lamento escucharte decir eso, porque no sé si Demetri sienta lo mismo.
—Ni yo lo sé —admití, intentando sonreír sin lograrlo—. Al fin y al cabo, todo fue fingido… no creo que nada haya sido real.
Martina se levantó y tomó su bolso.
—Debes irte ya, son dos horas de camino.
Asentí, respirando hondo. Tomé la caja que contenía el vestido y salimos del departamento.
El trayecto fue silencioso. Mi mente iba tan rápido que ni el paisaje conseguía distraerme. Dos horas después, finalmente llegamos a la casa de campo. Desde la entrada, todo estaba adornado con flores, cintas y luces blancas.
—Esto se ve muy bien organizado —comentó Martina, observando por la ventana.
—Sí —respondí con un nudo en la garganta—. No sé cómo voy a cancelar todo sin que me duela haber engañado a tanta gente.
—No tienes de otra —dijo ella encogiéndose de hombros—. A menos que cambies de parecer y decidas casarte.
No respondí. Solo avancé con el auto hasta estacionarlo frente a la casa. Al entrar, una empleada se acercó enseguida.
—Disculpe —le dije—, ¿dónde están la señora Saiddy, Antonella y el señor Demetri?
—Están recibiendo a los invitados en el jardín, señorita —respondió amablemente.
—Perfecto. ¿Y la habitación que ocupé meses atrás está disponible?
—Sí, señora. Esa habitación ya le pertenece.
—Gracias —dije con una sonrisa cansada antes de subir las escaleras con Martina.
Al entrar a la habitación, la confusión me golpeó con fuerza. Todo olía igual que la última vez que estuve allí, y sin embargo, algo dentro de mí había cambiado.
—Si lo amas, Regina —dijo Martina suavemente—, puedes arriesgarte y casarte.
Negué despacio.
—Sí lo amo… pero no creo que Demetri me ame a mí.
Martina suspiró y se dejó caer sobre la cama.
—Entonces ni modo. A esperar un momento para bajar y decirle una gran mentira a toda la familia y los invitados.
Me miré al espejo. Y sin poder contenerlo, las lágrimas comenzaron a rodar.
Martina se levantó y me abrazó.
—Todo estará bien, te lo prometo.
Asentí, aunque las promesas, por más dulces que sonaran, no cambiaban lo inevitable. Después de un rato, Martina salió de la habitación, dejándome a solas con mi reflejo y mis pensamientos.
Una hora más tarde, volvió a entrar apresurada.
—Regina… hay mucha gente. Muchísima. Todos están esperando por ti.
Tragué saliva.
—Entonces ha llegado la hora de enfrentar la verdad.
—¿Estás segura de eso? —preguntó con los ojos muy abiertos.
—No. No lo estoy —respondí, intentando reírme un poco de mí misma.
Sin esperar más, salí de la habitación. Caminamos por el pasillo hasta el jardín, y antes de presentarme ante todos, me asomé. El lugar estaba simplemente maravilloso: flores blancas por todas partes, una fuente al fondo, y las luces del mediodía bañando cada rincón.
Y allí estaba él… Demetri. Con su traje elegante, sonriendo, tan sereno, tan seguro.
Sentí que las piernas me temblaban. Tomé la mano de Martina y le susurré:
—Ayúdame a no desmayarme… porque lo que voy a hacer hoy, lo recordaré toda la vida.
Veinte minutos después, allí estaba yo, de pie frente a todos los invitados. Podía sentir las miradas clavándose en mí, una mezcla de sorpresa, admiración y, probablemente, curiosidad. Respiré profundo y di el primer paso. El vestido rozaba el suelo con elegancia, y cada movimiento parecía detener el aire a mi alrededor.
Demetri no apartaba los ojos de mí. Su mirada era tan intensa que por un instante me hizo olvidar todo, incluso la mentira que se escondía detrás de aquel momento. Avancé por el pasillo lentamente, con el corazón golpeándome en el pecho, y entonces vi a mi padre, Lauro, salir de entre los invitados con una sonrisa orgullosa.
—Te ves preciosa, hija —susurró, tomando mi brazo—. Te entrego a mi joya más valiosa, cuídala bien, Demetri.
Demetri asintió con una expresión sincera.
—La cuidaré con mi vida —respondió él, y no supe si lo decía por compromiso… o si en verdad lo sentía.
De pronto, los aplausos llenaron el jardín. Me giré, y allí estaba el juez civil, esperando con una sonrisa paciente. Nos colocamos frente a él; yo me senté en la silla preparada a su lado, intentando controlar el temblor de mis manos.
Demetri me susurró:
—Ese vestido te queda hermoso, Regina. Aunque, en realidad, todo lo que usas te queda hermoso. Pero hoy… hoy las estrellas, el cielo y la luna se quedan cortos ante ti.
Sonreí, intentando mantener la compostura.
—Gracias… tú también te ves muy guapo —le respondí, aunque por dentro estaba al borde del colapso emocional.
El juez carraspeó antes de comenzar su discurso.
—El amor —dijo con voz solemne—, es el sentimiento más noble que el ser humano puede experimentar. No es solo alegría, también es compromiso, paciencia y perdón. No se trata de poseer, sino de acompañar. Hoy, Regina y Demetri, se unen para sellar con palabras lo que ya habita en sus corazones.
Sentí cómo las lágrimas amenazaban con salir, pero respiré hondo. “Tranquila, Regina, no te rompas todavía”, me dije.
—Y ahora —continuó el juez—, llega el momento de los anillos y de los votos.
Nos miramos. Ni él ni yo teníamos nada preparado. En teoría, esta boda ni siquiera debía realizarse. Pero, al parecer, el destino tenía otros planes.
Antonella apareció radiante con una pequeña bandeja entre las manos.
—Aquí están los anillos —dijo, guiñándome un ojo antes de entregárselos a Demetri.
Él tomó el suyo, y con voz firme —aunque con un brillo emocional en los ojos— comenzó a hablar mientras deslizaba el anillo en mi dedo.
—Este anillo es el símbolo del amor, entrega y responsabilidad que tendré contigo. Agradezco a Dios por haberte puesto en mi camino. Contigo aprendí lo que significa amar de verdad… y ser amado. Te amo, Regina.
Mis lágrimas finalmente se rindieron. Tomé el otro anillo con manos temblorosas y lo coloqué en su dedo.
—Con este anillo te entrego mi vida —dije, tratando de no sollozar—. Te hago partícipe de todo lo que soy. En ti encontré el amor verdadero, encontré ese príncipe que solo aparecen en las películas… o al menos eso pensaba. Te amo, Demetri. Te amo.
El juez sonrió ampliamente.
—Por el poder que me ha sido concedido, declaro que pueden besar a la novia.
Nos miramos en silencio. No hizo falta ninguna palabra. Me acerqué, y nuestros labios se encontraron en un beso tierno, cálido, lleno de todo lo que hasta ese momento ninguno se había atrevido a decir.
Los aplausos nos envolvieron. Giramos hacia los invitados, que aplaudían y vitoreaban felices. Algunos se acercaron para felicitarnos. Y mientras tanto, yo seguía ahí, con el corazón latiendo tan fuerte que temía que todos lo escucharan, preguntándome si acaso… esta mentira había dejado de serlo.
El centro de la pista nos esperaba, y aunque todo seguía siendo una locura, no podía negar que me moría por bailar con él… o al menos intentarlo, considerando que mi ahora “esposo” tenía una silla de ruedas con más botones que una nave espacial.
Una melodía suave empezó a sonar, y antes de que me diera cuenta, terminé sentada sobre sus piernas. Demetri sonrió de esa forma traviesa que me derretía y, sin decir palabra, presionó un botón en el costado de la silla; la base giró con delicadeza, haciéndome dar una vuelta completa mientras él me sostenía de la cintura.
—Perdóname —susurré, recostando mi cabeza sobre su hombro—. No debía venir, pero cuando vi todo eso… no tuve corazón para dejarte mal parado ante tanta gente.
Él soltó una risita que me hizo vibrar.
—Luego hablamos de eso —dijo con ese tono sereno que usaba cuando no quería discutir—. Por ahora, sigamos fingiendo como que este era el plan desde el principio.
—Tienes razón —reí, levantándome con un impulso—. Si ya estamos en este rollo, ¡a disfrutarlo!
Caminé hacia la cabina de música y le hice una seña al chico del sonido.
—Pon algo más movido, que esto parece un funeral elegante —le dije, y el pobre casi tira los audífonos de la risa.
En cuanto la nueva canción empezó a sonar, el ambiente cambió por completo. La pista se llenó de energía, los invitados comenzaron a palmear al ritmo, y yo… bueno, yo empecé a bailar alrededor de Demetri, mientras él movía su silla con una coordinación digna de un DJ profesional. Giraba, avanzaba, retrocedía, y hasta me seguía el paso con una sonrisa que me robaba el aire.
—¡Eso! —gritó Antonella desde una mesa—. ¡Así se baila una boda improvisada!
Todos comenzaron a reír, y la tensión que había flotado en el ambiente desde el inicio se desvaneció como por arte de magia. Era una boda, sí, pero una con alma, con vida, con la alegría que ninguno de los dos había planeado… y quizás por eso era tan perfecta.
Después de una hora de música, risas y pasos torpes (míos, por supuesto), Saiddy levantó una copa de vino.
—Quiero brindar por mi hijo y ahora mi nuera —dijo con los ojos brillosos—. Espero que sean felices… y que me den, al menos, cinco nietos.
La carcajada fue general. Yo casi escupo el vino, Demetri se llevó la mano a la cara fingiendo resignación, y todos los invitados estallaron en aplausos.
—Yo también quiero brindar —añadió mi padre, Lauro, poniéndose de pie con una sonrisa de esas que me derriten el alma—. Por mi hija, porque sé que será muy feliz. Tengo el presentimiento de que así será.
—¡Salud! —dijeron todos al unísono, alzando las copas.
Las copas chocaron, el cristal tintineó como si el universo estuviera brindando con nosotros, y entre las risas y la emoción, Demetri y yo nos miramos. Ya no había público, ni mentiras, ni fingimiento.
Nos besamos.
Pero no fue un beso de esos que das para mantener la apariencia. Fue uno real, uno que decía sin palabras que, aunque todo empezó como una farsa, algo verdadero había nacido entre nosotros.